Arraigo

Arraigo

–Porque ese olivo soy yo. Y mucho más, es ese olivo.

Así zanjaba Jero toda discusión sobre la conveniencia de dejar su casita solitaria, a la vera del olivo. Cualquiera de sus dos nueras le habría acogido con gusto, convencidas las dos de que los ahorros del viejo compensarían con creces las molestias de cuidarlo el poco tiempo que le quedara; fue inútil insistir. Años atrás, cuando tuvo que ir al médico por primera vez, alguien que le propuso echar la llave a aquello, poco más que una cabaña, para instalarse en la residencia de la capital del concejo, a poco no lo cuenta, bajo el iracundo cayado del anciano. “Cuatro nietos, dos y dos, sólo uno de ellos hembra”, solía recitar bajo las ramas del olivo, a la sombra en verano, a la solana en invierno, como si hiciera inventario de su descendencia. Ali, la nieta, su favorita, la que con más gusto lo visitaba, sobre todo desde que le quitaba a su padre las llaves del coche, menudeaba su presencia que más que visitas era cuidados.

—Ayer no pude, abuelo, tenía un examen; después por la tarde salimos toda la pandilla, ya sabes. Si me hicieras caso y quisieras un móvil, te habría avisado.

—Qué más da de viernes que de sábado.

—Para que no te preocupes, hombre. Si es muy fácil, te enseño yo.

—¡Ca! Si algo malo te pasara, qué prisa en saberlo.

—Así que yo inquieta por si no tenías cena y tú tan pancho, es que…

—Anda, que mi comida va a ser el problema. Traes demasiado. Agradéceselo a tu madre. Toma, que no te falte un duro en la cartera. Lo que sobre de las compras, te lo quedas.

—Si asfaltaran esa endiablada carretera, abuelo… desde el cruce a la aldea, el ramal hacia aquí me va a deshacer los bajos del coche.

—Uno de esos de monte, niña, como el de Braulio, que se lo lleva a cazar y llega a donde las cabras. Hay que adaptarse a la Naturaleza, no se trata de destrozarla a ella para nuestra comodidad. Bien está el camino así.

—A ver, atiende. Ya sabes, primero te comes los guisos de las fiambreras, que en esa neverucha tuya aguantan de milagro. El miércoles vuelvo, si te sobra de los envases al vacío, no pasa nada. Acerté a traerte naranjas, casi no tienes fruta. ¿Hay que ir a por recetas?

—Las pastillas duran menos que la comida, en eso se conoce a un viejo.

—¡Has estado quitando hierbajos! No te hagas el sordo, a ver, qué te dijo el cardiólogo.

—Que diga misa.

—Misa te la van a decir a ti, si no haces caso.

La conversación entre ambos era puro trámite, si se grabara, apenas se distinguirían la de un día y la de otro; así pasaron unos años. Hasta que un día, fue diferente. Ali tuvo que detener el coche en la curva, antes de llegar a la explanada de la casa y el olivo.

—¿Qué pasa, abuelo? ¿Qué haces aquí al frío?

—Esperarte.

—Anda, sube, vas a coger una pulmonía. Y cuéntame.

—Anteayer estuvo Rafa aquí.

—¿Mi primo o el tío Rafael?

—Tu primo. El mayor.

—Bueno, eso está bien, que de vez en cuando se acuerden.

—No, no a lo que vino.

—¿Qué pasa? ¿Qué pasó?

—Así que tú, vosotros, no sabéis nada. Así que es cosa suya. Suya y de mi Rafael. De él no, de la bruja de su mujer y de la madre que la parió.

—¡Abuelo! Nunca te entró por el ojo derecho la tía Fefi.

—Ni por el derecho ni por el otro. Esto es cosa de ella y de su mala madre, que es más bruja que ella todavía. Unas míseras, bien se lo dije a mi Rafael, pero no hubo forma de quitársela de la cabeza. Quieren perras y no tienen paciencia, mal rayo las parta.

—¡Cuánta bruja! Venga, ya llegamos, ayúdame con las bolsas. ¡Qué frío, por Dios! Voy a meterme de cabeza en la chimenea.

El asunto de la venta de la parcela no era nuevo. Tras haber insistido varias veces, siempre con el mismo resultado negativo, hacía ya unos años en los que parecía haberse olvidado el tema. El abuelo Jero había dejado muy claro que jamás saldría de su propiedad hasta que no le sacara la funeraria, y en el testamento había una condición para los herederos que el notario de la villa había consentido aunque había planteado sus dudas sobre su posible aceptación por un juez, en caso de pleito. Para hacerse cargo de aquella finca, había que firmar el compromiso de no tocar jamás al olivo; incluso había establecidos unos metros de perímetro de seguridad en los que jamás debía entrar herramienta de excavación alguna.

—Así que vuelven a la carga.

—Eso. Me amargarán los últimos días, estoy dispuesto, pero jamás cederé. Hay una empresa, mal rayo los parta, que quiere construir casitas rurales, un hotel de esos modernos; les falta lo mío para lo que planean. No, jamás.

—Vale. Yo te apoyo, tienes derecho a defenderte, a defender lo tuyo. Si quieres le llamo, a ver qué es lo que pasa. Se lo diré antes a mi padre. Me gustaría saber qué tiene este sitio, que ha de ser algo tan extraordinario que es más fuerte que tu salud, que tu comodidad.

—Ese olivo soy yo. No preguntes lo que ya sabes. Más que un hermano, que lo es; yo mismo. Respeto, no es mucho pedir.

—De pequeños creíamos que había un tesoro enterrado entre sus raíces.

—Lo hay.

—Venga, abuelo, hablemos en serio.

—¿Ves que me ría?

—¡Diablos! Pues lo desenterramos y tú y yo nos vamos a pegar la vida padre, sin decírselo a nadie, en secreto. Vale, no más bromas. Anda, saca la bolsa de la ropa sucia mientras yo coloco la comida. Por cierto, te hemos comprado dos camisetas, las viejas se las ha quedado mi madre para trapos.

Ali se iba, arrebujada en el chaquetón, el viejo estaba de pie, frente al atormentado tronco del olivo milenario; hablaba con él, de espaldas al coche, y su oído hacía tiempo que declinaba, se creía solo. “La niña no lo entiende, cómo lo va a entender, pero aún así lo haría. Los otros no. No nos respetarán, cuando yo falte. A no ser que ella… si ella…” Alicia se acercaba despacio al hombre cuando de pronto a él le fallaron las piernas y cayó de bruces. El grito de la muchacha resonó en el valle entre las suaves colinas roturadas.

—¿Puedes levantarte? ¿No? ¡Gracias a Dios que estás consciente! Yo sola no puedo contigo. Espera, te traigo mantas, ahora mismo llamo. ¿Te habrás roto algo? ¡Dime dónde te duele! Aguanta, abuelo, así, de lado mejor, eso creo. ¿Seguro que no puedes? Vale, te traigo un cojín, un segundo, tengo uno en el coche. Así, apoya la cara, ahora voy a por abrigo, no tardo nada.

—Ali…

—Un segundo. Ya está, por lo menos que no te congeles. Que no tarden, que no…

—Ali… no. Deja eso. No llames.

—¡Cómo que no! Será la primera vez, voy a desobedecerte. ¡Abuelo! Abuelo, no cierres los ojos, por favor, abuelo, no, por favor…

La ambulancia tardó una eternidad en llegar, aunque lo hizo a tiempo. Tras dos días de incertidumbre en cuidados intensivos, la recia naturaleza del corazón de Jero le permitió hacer la primera pregunta: si la puerta había quedado cerrada o su casa estaba a merced los saqueadores; dos días más tarde, estable, ocupaba una habitación en la planta sexta.

—Diles a esos que se vayan, y quédate tú.

—Va a sentarles mal.

—Que se lo tomen en veces. Tengo que hablarte de algo importante.

La insinuación de Alicia supuso un alivio para su tío y sus primos, que, bien sabía el viejo, hacían acto de presencia por compromiso, una vez comprobado que el testamento habría de esperar al siguiente lance; además, ya anochecía y las visitas desfilaban pasillo adelante hacia los ascensores. Al anciano le costó empezar; fiel a su carácter incisivo optó por el camino más corto.

—Bajo el olivo hay un tesoro, más valioso para mí que todo el oro del mundo. Si eres capaz de jurarme que velarás por él como yo lo hice, la finca es tuya. La casa no vale nada, puedes tirarla si quieres y hacer otra. O no, ya sé que todos renegáis del campo.

—No me digas eso a mí, cuántas veces te propuse arreglarla. Una cosa es el orgullo de la vida saludable en el paraíso y otra que te llueva en el dormitorio. Pues mira, sí, si algún día heredo, me construyo una vivienda ecológica de salir en las noticias.

—Pero a veinte metros a la redonda del tronco del olivo, no ha de crecer más que la hierba. Ya ves que es enorme, a juzgar por el grosor del tronco, más de mil años ha de tener; sólo por eso ya merece que se le venere. Ni un ladrillo, ni un poste, nada que no sea la hierba que él abrigue.

—Qué manía con el olivo, abuelo.

—Manía no. Él me arrulló a falta de madre, absorbió mis miedos, sufrió conmigo, él más que yo. Él es el verdadero Jero, el bueno, el fuerte, el olivo; yo apenas la carcasa de un hombre que no puede sobrevivir sin refugio ¿Te ves capaz de defenderlo mientras vivas? ¿Y encomendárselo a aquel en quien más confíes, cuando llegue tu hora?

—¡Qué responsabilidad! Eso no será lo peor, yo también le tengo cariño al árbol, nada me costará cuidarlo; lo malo será la lucha con el resto de la familia, si me favoreces con la herencia.

—No te nombro heredera, sino custodia. Quedan tierras para que se las repartan todos. Sí, el mejor predio es ese, cierto. Tuyo es, ya sabes la condición ¿No te avergonzarías de ser una muchacha rural ante tus compañeros de universidad? ¿Morarías a su lado, Ali? Di que sí y deja que muera tranquilo.

—¡Ay, quién habla de morirse!

—El sentido común, niña. Nací en el treinta y ocho. A mi padre le cogió la guerra en mal sitio, estuvo lejos casi los tres años que duró. Y cuando volvió se encontró conmigo, el día en que cumplía yo ocho meses. Eso me lo contó mi hermana Elvira, que tuvo que hacerse cargo de las otras dos y de mí, con sus raquíticos catorce años.

—¿Estás bien, abuelo? Tú nunca fuiste aficionado a contar batallitas.

—Esto que te confío es parte de mí. No lo rebelarás nunca, he de fiarme. ¡Júralo!

—Vale, no te excites, a ver si te va a dar otro ataque. Juro que te guardaré el secreto, lo juro.

—Lo único que hizo mi madre fue subsistir y sacar adelante a sus tres hijas, darles de comer al menos una vez al día. No debió juzgarla como lo hizo, no supo comprender; él, que se había librado de milagro de un paredón y de tantas calamidades y horrores de aquellos desgraciados tiempos, no supo. Las chicas sólo oyeron los gritos y las súplicas, abrazadas las tres en la cama; no supieron cómo fue, sólo que cercano el amanecer ya nada más se oían los jadeos de la pala. No las dejó salir de casa hasta pasado el mediodía, cuando le pareció que la tierra estaba lo bastante apisonada como para que no vomitara a gritos lo que escondía la sombra del olivo; las dos mayores comprendieron. Me lo contó mi hermana Elvira. Que aquella noche y aquel día berreé sin descanso, abandonado en la cuna, sin que ellas se atrevieran a salir del cuarto a socorrerme, hasta que él dio la orden de que me callaran con leche y un pañal seco. Y aunque en aquel momento dijo que yo no tenía culpa y me perdonó la vida, me crió a fuerza de miradas torvas y cintazos en la espalda, abrazado yo al tronco del olivo al que salpicó mi sangre más de una vez; pegada la mejilla a sus arrugas, oía los sollozos impotentes de mi madre, bajo tierra, y los consuelos que me enviaba desde las raíces, como cantos dulces que se diluían después en el aire. Jamás nos atrevimos a delatarlo, ni aún cuando murió, lo que hizo pronto; no llegó a verme mozo. No íbamos a adelantar nada, sabíamos que no faltaría quien le justificara. Sí, demasiado injusto, porque a ella la obligó la necesidad de no morirse de hambre, ella y las chicas. Mis hermanas se fueron, una a una, la última cuando ya me ganaba la vida yo bien con el ganado, y no volvieron; yo jamás me alejé de mis raíces. Cuido de él, cuido de mí. No es cierto, es él quien me guarda, él me aconseja. Mis raíces son las suyas, él es Jero, el olivo. Deja de llorar, no sirve de nada.

—Abuelo… por Dios, abuelo, que espanto…

—Ya es tarde. Por la mañana irás a la villa, quiero que me traigas al notario, lo que cueste, puede que de aquí ya no salga yo, sino que me saquen, y las cosas bien hechas, bien parecen. Sí, quedan tierras; todos los olivares que fui comprando y los que aportó tu abuela, que descansa en paz, sin que supiera nunca mi secreto. Quedan tierras y dineros en el banco, tu padre sabe de ello, que de ahí pudo él ampliar la ganadería. Él sabe mirar por el patrimonio, tu padre lleva la tierra en la sangre, a él no le rebaja su origen, al revés. Mi Rafael es otra cosa, ese se cree más por haber estudiado cuatro letras; lo que él quiso, bien le advertí que la cultura no se come, quiso hacer carrera, bien habría estado si no hubiera perdido la dignidad al cargar con esa… bah, déjalo correr. Lo que le toque a Rafael se perderá, me resigno, espero que por lo menos le saque lo que vale. Lo suyo se hará humo, no aprecia lo esencial, lo sólido, lo importante. Tu padre sí, comprende que hijos de la tierra somos y que eso nos honra, que ella nada más exige que respeto y nos devuelve con creces los desvelos. Las ofensas también, no lo olvides.

—Deberías descansar.

—A buenas horas. Dice la doctora que de ésta salgo, cualquiera se fía. Ali, ven. En el armario está mi ropa, busca la cartera en la chaqueta, en el bolsillo interior. Esa. Hay un papelillo en uno de los apartadijos con la dirección y el número de teléfono de don Rufino, búscalo. Llámalo y déjame a mí el trasto ese tuyo, yo hablo.

—No pretenderás que venga el notario a estas horas…

—Y por qué no, bien descansado que se gana el sueldo, y menudo sueldo. Nos conocemos, no te apures. No lo olvides, pequeña, las cosas bien hechas. Y hay que puntualizar un par de detalles en ese testamento. Sólo ver cómo nievan las rapas que sobran, las que no estallan al engrosarse la oliva, las que no fueron fecundadas y cuya misión es en exclusiva la belleza, ver como cubren de besos blancos los restos de quien me dio, ya no mi vida, su propia vida me dio… eso es más que un tesoro. Sabía que comprenderías que amo a esa tierra con la necesidad con la que se ama a la madre. Mis cenizas, Ali, ponlas allí, sólo para eso permite que hagan un hoyo, lo más pequeño posible, para que me abrace la Tierra, la Madre, sin molestarlas mucho.

—Yo defenderé al olivo, abuelo. Yo os cuidaré, ahora que sé… lo que sé.

—Lo harás. Quisiera ver ese refugio con el que sueñas, no será como los mostrencos horribles con los que pretenden asolar mi hogar a cambio de unos cuartos. Si es cierto que vuelvo a casa, bien lo deseo, tráete a ese amigo tuyo arquitecto, yo pago. Por lo menos verlo en dibujos.

—¿En serio, abuelo?

—¡Qué feliz me hace la ilusión de tus ojos! Sólo te falta saber un detalle, niña. Que llevas su nombre: Alicia.

Eva Barro García.
Primer premio en el X Concurso Literario de Relatos Breves
Casa Jaén en Córdoba (Febrero 2020)

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