ÁNGELO.
Él llegó a la base bajo las más estrictas medidas de seguridad. Nadie supo, a excepción de la escolta y el alto mando, de su puntual arribo.
Las autoridades del Bloque, habían aprovechado los actos de aniversario de la Tercera Guerra Mundial, para introducir la patrulla bajo un perfecto camuflaje.
Todo estaba listo para efectuar la operación. Eran las 23:07 horas, el día 14 de agosto de 2036. El visitante fue recibido por tres hombres enfundados en batas blancas, después de trasponer el campo magnético de la entrada.
Uno de ellos le hizo una indicación casi imperceptible y él enseguida abordó un frágil y minúsculo transporte. Durante el trayecto hacia el interior del edificio central, nadie habló.
El piso lustroso absorbía los seis pares de pisadas. La camilla eléctrica se deslizaba con un débil susurro. Al llegar frente a la sala, se abrió silenciosamente una puerta metálica. El interior era espacioso; la plancha estaba fija en el centro; un pequeño tripié sostenía un raro prisma traslúcido y cada una de las paredes, parecía albergar una serie interminable de gavetas incrustadas.
La luz aunque brillante y blanca, no hería la vista. Allí todo era impecable. Ángelo fue introducido en la cámara de espera. Acostado, empezó a percibir una música tenue y agradable, mientras su olfato recogía un hermosísimo aroma hasta antes desconocido. Todo había transcurrido dentro del más completo mutismo.
Durante los 22 años de parsimoniosa espera, nunca se le había administrado medicamento alguno, ni se le expuso jamás a la más mínima radiación; ello, en acato absoluto a las disposiciones del alto mando.
Afuera todo era movimiento.
En las gigantescas pantallas del círculo gubernamental, se proyectaban escenas que las cámaras-satélites habían captado 24 años atrás, cuando los primeros hongos monstruosos, habían comenzado a eructar su halo interminable de muerte.
Frente a la gran columna roja, símbolo del duelo internacional, cada año era encendido el faro de la concordia, en donde descansaba un globo, réplica exacta de lo que años atrás fuera el planeta Tierra. Nada era igual a lo de entonces, ni siquiera parecido. La morfología del planeta se antojaba producto de un mero capricho.
De los antiguos continentes, ninguno conservaba el perfil geográfico del siglo XX; sus mares eran desde el aire, gigantescas lágrimas de un gris triste y percudido; sus ríos serpenteaban entre parajes yermos y sombríos. Lo irrespirable de la atmósfera había llegado a un punto tal, que el alto mando se había visto obligado a instalar respiradores públicos.
Los miles de habitantes –macilentos los más-, vivían enclaustrados en 15 burbujas artificiales, repartidas convenientemente en aquel mundo deshecho y solitario, que les había quedado grande. Las salidas nocturnas eran más frecuentes a las del día, puesto que la ya muy destruida capa de ozono, permitía la infiltración directa de los rayos ultravioleta, causando quemaduras frecuentes entre los poco afortunados habitantes de ZK/21, nombre que había tomado la antigua Tierra, desde el reajuste intergaláctico del año 2013, encabezado por unmitas y urnos de la galaxia Z-Retiuli.
Ángelo supo desde el momento mismo de su creación, que su existencia estaba comprometida. Era el mensaje que sus genes primitivos habían transmitido a todo su ser, en una especie de hormigueo frecuente. Sabía que muy pronto se sucedería algo espectacular.
Había sido programado y creado bajo circunstancias muy especiales, para ser coprotagonista del más importante trasplante cerebral, de cuantos se habían practicado. Había oído decir, y no le preocupaba, que su cerebro sería ajustado a la cavidad craneal de Leinz, antiguo Presidente del Bloque Gubernamental, que había sido retirado de sus funciones varios lustros atrás, debido a una lesión cerebral creciente e irreversible, a nivel cortical.
Éste, por decreto del alto mando, fue mantenido en vida latente por congelación, hasta lograr la creación de alguien adecuado, como donador en trasplante cerebral. Ese alguien, se dijo, era Ángelo.
La puerta de la cámara se abrió lentamente. Ángelo fue colocado sobre la plancha, a su lado el cuerpo inerte de Leinz. La luz de las lámparas le inundó de una serenidad infinita.
El instrumental estaba dispuesto y el cultivo de neuronas había sido acercado.
El médico en jefe, dirigiéndose a Ángelo, le espetó con gesto difuso:
- ¿Preparado?
- Desde hace tiempo –respondió Ángelo con voz pastosa y fue todo.
A una señal evidentemente comprensible, pero silenciosa, el cuerpo de cirujanos convenientemente dispuestos, se dieron a la tarea de encadenar una serie de órdenes parcas e indicaciones escuetas, en un monótono rezo técnico.
Inició la fusión de dos seres en uno. El reflejo intermitente del rayo láser anunció la primera trepanación. La masa cerebral de Leinz al descubierto, se movía acompasadamente en un callado jadeo, en medio de un marco de plasma caliente y pegajoso. Todo era silencio. En unos segundos, la mirada de los cirujanos brincó de la masa rugosa en movimiento, al semblante sereno de Ángelo, que en esos momentos distendía una sonrisa casi imperceptible y dulce.
Un segundo reflejo del rayo láser acarició las paredes de la estancia, Ángelo fue trepanado. Únicamente se percibió un tenue olor a hueso quemado y resbaló la sangre.
Los cinco médicos se miraron estupefactos entre sí, sudaban. Su palidez era notoria y, tras las mascarillas, en el fondo de aquellos cinco pares de ojos, se ahogaba un grito infinito.
Ángelo mostró una cavidad vacía.
No tenía cerebro.
José Humberto López Medrano.