El Guardián de la Cueva del Diablo.
Dicen que en lo más alto del páramo, donde la niebla tiene vida y los caminos se pierden, existe una cueva que respira secretos dormidos.
Mucho antes de que los pueblos olviden sus nombres, antes de que los dragones se extinguieran del cielo y las leyendas se escribieran en piedra, el páramo hablaba. No con palabras, sino con viento; con niebla viva que se arrastraba entre raíces y ocultaba el eco de antiguas batallas. Allí, entre musgos que cubren muros encantados, una joya aún late como el corazón de un mundo perdido.
La gente del pueblo asegura que allí vive un hombre —viejo, andrajoso, de mirada distante— que solo baja una vez al año, la madrugada del primer día. Se detiene frente a la iglesia cerrada, apoyado en una vara de madera retorcida, con sus ropas cubiertas del barro gris de la montaña. Nadie lo ve llegar ni marcharse, pero todos saben que estuvo allí. Los niños lo llaman El Guardián.
Algunos creen que custodia joyas mágicas; otros, que protege algo más antiguo. Lo cierto es que nadie ha encontrado esa cueva y regresado. Nadie ha regresado. Por eso la llaman la cueva del diablo: porque nadie la ha visto, pero todos saben que existe, como el infierno. Y él, sin duda, la custodia.
Ella no nació heroína. Llegó rota, perseguida, despojada del derecho a elegir su destino. No fueron hombres, ni profecías, sino la elección de la cueva misma. Y cuando los cristales despertaron, también lo hizo la historia.
Este no es un cuento sobre el bien y el mal. Es un relato sobre lo que queda cuando todo se pierde. Sobre la valentía de proteger, incluso cuando nadie cree que valga la pena.
Alia huía. La sangre corría por sus rodillas: había caído varias veces. Su respiración era un hilo tenso que se quebraba con cada paso. Atrás dejaba a los hombres que querían someterla, venderla, borrar su nombre. Esa huérfana huía de quienes deseaban abusar de ella. Buscaba libertad, romper las cadenas del maltrato, escapar de los golpes que otros le propinaron sin razón.
Ya no le quedaban lágrimas. Solo barro en los pies, un moretón oscuro sobre la mejilla derecha, y un corazón roto latiendo por necesidad.
El páramo se abrió como una herida. Rocas partidas por el tiempo, el frío, el agua gélida. Viento que gritaba su propia historia, casi guiándole.
Y allí, bajo una sombra, lo vio.
Cuando logró subir la empinada montaña, agarrándose con las uñas de la piedra blanca, descubrió al hombre de la leyenda. Sentado frente a una débil fogata, con harapos y musgo en el cabello, el hombre la miraba. No dijo nada al principio. Solo la observó con ojos azules, tan profundos como el cielo del páramo cuando el sol brilla y el viento se lleva las nubes.
—No tienes dónde ir —dijo al fin, con voz tallada en piedra.
Alia vaciló. No confiaba en nadie. Pero tampoco tenía elección.
—Me encontrarán. No puedo más. ¿Puedes ayudarme? —respondió.
El hombre señaló una grieta entre las rocas, cubierta de musgo espeso. Antes, cubrió la fogata con barro gris que se desprendió de sus pies. El fuego se apagó. La madera se secó obedeciéndola, sin humo, como si nunca hubiera habido llamas.
—La cueva protege a quienes llegan con el corazón roto. Ven conmigo —respondió, levantándose.
Al entrar, el aire se volvió cálido. Al principio, solo oscuridad. Luego, unos pasos adelante, una luz tenue se generaba de los cristales en las paredes. Pero al fondo, uno distinto: púrpura, brillante, como si tuviera pulso propio.
Alia se acercó. Sentía que la llamaba. No pudo resistirse. Cuando tocó la piedra, no la quemó. Vibró con ella.
Darío se mantuvo inmóvil. Algo en su expresión cambió. Las líneas en su rostro, talladas por años y pena, se aflojaron. Un suspiro escapó. No de alivio, sino de reconocimiento.
—Entonces la cueva… ha elegido —murmuró.
La piedra vibró una vez más, más fuerte. La cueva se iluminó con destellos suaves que recorrieron las paredes como raíces de luz. Alia abrió los ojos y sintió que algo en ella se alineaba con ese lugar. El miedo seguía allí, pero ya tenía forma. Y nombre.
Darío caminó hacia ella, extendiendo su vara. No era una simple rama: brillaba con la misma energía que la piedra. Despacio y con sumo cuidado, tocó los hombros de la chica, luego la colocó entre los dos. La dejó de pie entre los dos, Darío tomó otra vara de la pared y la colocó en la mano de Alia, que temblaba.
—Es cierto que has sufrido mucho, ella lo dice a gritos, lo siento por ti. —dijo mirándola directamente a los ojos, para descubrir la verdad en ellos.
—Sí, mis padres murieron hace años, primero mi madre al tenerme y luego mi padre cuando tenía seis años —le respondió con tristeza ante los recuerdos.
—¿No eres de este pueblo? —le preguntó.
—No, apenas llegué hace unos días. Me han perseguido durante un largo tiempo, pensé que los había perdido. Siempre hay alguien que por dinero me delata.
—Tal vez te guiaron hasta tu destino— le sonrió levemente.
—Puedo preguntarte algo —le interrumpió. En ese instante viéndola a los ojos negros rodeado de sus largas pestañas.
—Mi nombre es Darío y en este pueblo los que me han visto me llaman El Guardián. Ellos vendrán pronto —dijo él, mirando hacia la entrada—. Buscan oro, poder… pero lo que tú tienes no se puede robar. Solo se puede proteger, por eso tienes tu vara propia.
Alia lo miró con firmeza. Por primera vez en mucho tiempo, no sintió que debía huir.
—Entonces esperemos. Solo que esta vez… no estaré sola.
La cueva calló. La piedra latía. Y en ese páramo frío, nació una nueva Guardiana.
El musgo colgaba como cortina frente a la entrada. Darío y Alia, ocultos entre sombras y roca, observaban en silencio. Afuera, el viento rugía. Entre sus bramidos, pasos pesados, torpes, cargados de codicia.
—Son cuatro —susurró Darío—. Dos con machetes, uno con ballesta. El primero… es el líder.
Se miraron. Darío levantó su vara y oscureció la cueva. Alia respiraba con dificultad. Sabía que la habían encontrado y lo que le esperaba, si la tomaban.
Su mano sostenía la vara, templada por el calor del cristal. La piedra en el centro titilaba como si aguardara el momento, generaba una luz tenue que sólo ellos podían distinguir.
Los ladrones cruzaron el umbral sin dudar. El primero fue tragado por la penumbra. No había trampa… porque la cueva estaba despierta, y observaba.
—¡El oro está aquí! ¡Búsquenlo! —gritó el líder.
Uno tocó una pared. Los cristales se encendieron con luz violácea. La cueva respondió con furia. El suelo vibró. La oscuridad se lo tragó, el hombre desapareció.
Los otros tres caminaron. Uno la reconoció.
—La chica del pueblo… ¿Dónde pensabas esconderte? Solo queremos divertirnos.
—No voy a ir con ustedes —dijo Alia—. Este lugar no es para ustedes. Y yo tampoco. El hombre del machete avanzó. Sonrisa torcida, ojos crueles.
Alia se mantuvo firme. La vara ardía en su mano. Él la atacó. El machete rozó su brazo y brotó la sangre, pero no soltó el arma. Giró. Le golpeó el pecho.
La vara brilló como lava. El hombre cayó gimiendo. Un agujero humeante se abrió en su torso. Ojos desorbitados. Voz rota.
—¡Ayuda! por favor…! —balbuceó, mientras la sangre brotaba haciendo un círculo en el suelo donde cayó. Su cuerpo cayó inerte y poco a poco dejó de moverse, el musgo se acercó a él cubriéndolo por completo, como si se lo hubieran digerido por completo.
Una onda de energía brotó del cristal central. Una barrera invisible se alzó. Los ladrones retrocedieron, confundidos.
—¿Qué diablos es esto? —gritó otro, golpeando la barrera. Su machete rebotó.
Alia se adelantó. No pensó. La vara brilló. Su corazón latía con fuerza nueva. El miedo se había vuelto fuego.
—¡Este lugar no les pertenece! —gritó.
El líder alzó la ballesta.
—¿Y tú quién eres? ¿Una niña con un palo mágico?
Darío apareció a su lado. El cristal proyectó una imagen sobre las paredes: una figura encapuchada, ojos azules, armadura de piedra. El Guardián original.
—Ella es la elegida —murmuró—. Y ustedes… no debieron cruzar.
Los cristales vibran. El virote lanzado se desintegró. El musgo creció, se enredó en sus piernas y comenzó de nuevo a cubrirlo todo, incluyendo a Darío, pero Alia cerró los ojos.
—Regresen por donde vinieron. Este lugar está protegido —se escuchó la voz de Darío, con tono fuerte y grave—. El poder no se obtiene por fuerza… sino por espíritu.
Los ladrones cayeron de rodillas. La niebla los envolvió y los empujó hasta la entrada. El páramo los tragó, lanzándolos al acantilado. Solo el abismo lleno de niebla recibió sus cuerpos y gritos. Nada más se escuchó.
El páramo volvió a su silencio, como si nunca hubiera existido.
Darío salió de entre el musgo. No tenía prisa. Se arrodilló frente a Alia y comenzó a curarle la herida con manos cálidas, usando un ungüento con olor a raíz y roca húmeda.
—Has hecho lo que muchos no podrían —dijo, con voz tranquila—. La cueva te reconoce. Te ayudó a romper tu destino.
Alia lo observó. Ya no era el vagabundo del páramo, sino alguien que sabía, que guardaba. La leyenda era cierta: ese hombre de paso lento era el Guardián. Lo que no entendía era por qué se había dejado ver por ella, los que lo habían visto siempre era por las ventanas, siempre ocultos pensando que él no los viera.
Había fuerza en sus dedos, pero también ternura.
—Gracias —susurró ella—. Nadie me había curado… ni mirado así.
Darío bajó la mirada. En sus ojos, Alia vio un reflejo antiguo. No era ella, quizás era otra mujer. Otro dolor.
—Tu voz me recuerda a Elena —murmuró él—. La única persona que amé. Era fuerte, valiente, sabia… como tú. Luché junto a ella cuando los dragones aún cruzaban el cielo. Yo era alquimista, no guerrero. Pero cuando la enfermedad se la llevó, me convertí en Guardián. Ella soñaba con proteger estos cristales. Juré custodiar la cueva hasta que llegara alguien digno.
Alia tomó su mano, despacio, con respeto.
—Entonces no solo has guardado piedras preciosas —respondió—. Has guardado amor. La joya más valiosa.
Darío sonrió sin decir nada.
Pero en ese gesto silencioso reconoció en la mirada de Alia el alma de Elena. No era la misma mujer… pero era el mismo fuego. La misma bondad, voluntad de resistir.
Y Alia, a pesar de las adversidades que la empujaron al páramo, no guardaba rencor.
Era una joya genuina. Bella. Bondadosa. Su larga cabellera negra llegaba hasta sus caderas, era abundante y hermosa. Sus músculos estaban definidos, tal vez hacía trabajo de un chico.
La cueva se encendió suavemente. Los cristales brillaban como estrellas dormidas.
Darío se alejó de ella, encendiendo en el centro de la cueva, una fogata como la de la entrada donde se había encontrado a la joven que huía y que ahora era la Guardiana, junto con él. Tenía mucho que aprender y que enseñarle. Aquí el tiempo pasaba lento y perezoso. Él lucía, para los habitantes del pueblo, como un anciano andrajoso, pero para Alia era un hombre maduro, de piel blanca y el cabello grisáceo largo hasta los hombros, que guardaba almas y cuidaba heridas como las suyas.
Alia se acomodó junto al fuego. El dolor seguía allí, pero ahora era compartido. Comprendió que su vida tenía propósito, ahora custodiaba junto con Darío el lugar.
Se miraron sin necesidad de palabras.
Allí, entre piedras antiguas y fuego que retaba la niebla, dos almas heridas encontraron alivio, se guardaría una a la otra. No por magia ni por destino, sino por elección.
Porque las almas rotas no se curan solas. Sanan cuando deciden cuidar a otro ser vulnerable, y dejan que la bondad disuelva las heridas, con tiempo, ternura… y propósito.
Mary Agnes Vega.
Venezuela.