El legado de un lector.
A los 15 años, después de terminar el noveno grado, la vida de Pilarcito tomó un giro inesperado. Las vacaciones no fueron la habitual rutina, sino una aventura en el páramo familiar «Los Higueritos», un lugar muy retirado del pueblo Los Tres Canales de Agua. Acompañado de su padre, don Baudo, su hermano Blady y un grupo de peones, se internó en un mundo de neblina, vientos que cantaban y el brillo de un sol tímido. El trabajo de Pilarcito no era el del campo, sino el de cocinero en una pequeña cabaña de barro, madera y techo de tejas color de horno. Su misión era alimentar a los trabajadores tres veces al día, sin olvidar el café de media mañana y la merienda.
En ese viaje, Pilarcito llevaba un tesoro: una Biblia. Había decidido que, en sus ratos libres, la leería. Y así fue. Mientras el guiso burbujeaba sobre las topias del fogón, sus ojos se perdían en las páginas. Leía, vigilaba la comida y volvía a leer, un ciclo que lo mantuvo absorto durante el mes que pasaron en el páramo. Cuando regresaron a casa, ya había devorado una gran parte del libro.
A partir de ese momento, la lectura se convirtió en una pasión, luego en la finca, ubicada en la aldea Los Potreros Pequeños, continuaba con sus labores, pero la Biblia siempre lo acompañaba. Justo cuando las vacaciones terminaron, también lo hizo su lectura del libro sagrado. El hambre de conocimiento no lo abandonó y al día siguiente, ya tenía otro libro en sus manos. Un nuevo mundo se había abierto ante él y a partir de entonces, buscaba libros sin descanso, uno tras otro.
Cuando regresó al liceo para cursar el cuarto año, los viernes se convirtieron en un ritual: una visita a la biblioteca para llevarse cuentos que leía durante el fin de semana. Al llegar al quinto año, su amor por las letras seguía intacto. Se graduó y la vida lo llevó a prestar el servicio militar en la ciudad de «El Gritar», un mundo donde el tiempo escaseaba. Aún así, en los pocos momentos de calma, encontraba la forma de leer.
Su camino continuó en la escuela militar en la ciudad «La Victoriosa», en la parte central de su país Tricolor y aunque la lectura se volvió más difícil, nunca la abandonó del todo. Al graduarse como Sargento del ejército, fue trasladado a la ciudad Zumo de Yuca. A pesar de las exigencias del ejército, siempre buscaba una oportunidad para leer. Los domingos, un puesto de periódicos era su refugio, donde buscaba para devorar los artículos literarios de los diarios «El Universal” o “El Nacional».
Durante 20 años, Pilarcito sirvió en el ejército, un trabajo que él describía como «esclavizador» por la falta de tiempo libre. Sin embargo, ni siquiera eso pudo apagar su sed de lectura. En las noches, durante su turno de ronda en el cuartel, encontraba un momento para leer bajo la compañía de la luna.
Al retirarse de la vida militar, la pasión que había cultivado durante tantos años floreció. Se dedicó a buscar libros por doquier, creando un círculo de lectores con los que compartía su amor por la literatura. Regalaba y recibía libros y con el tiempo, se convirtió en una figura a la que otros recurrían en busca de recomendaciones o para pedir prestado algún ejemplar.
Hoy, su biblioteca personal es casi inexistente, ya que la mayoría de los libros que lee los dona a escuelas o a otros lectores. Su filosofía se resume en una frase que él mismo escribió: «Que me falte todo el tiempo del mundo, menos el de leer y aprender algo nuevo cada día.» Pilarcito, ahora poeta y escritor, sigue sumergido en las páginas de sus libros y en la creación escrita de nuevas historias.
Moraleja: La historia de Pilarcito nos enseña que la pasión no conoce de límites. Aún en las circunstancias más difíciles, podemos encontrar el tiempo y el espacio para cultivar aquello que nos nutre el alma. Su amor por la lectura, nacido en un páramo, se convirtió en una brújula que lo guía a lo largo de su vida, demostrando que un libro puede ser un compañero fiel, una ventana a otros mundos y un puente para conectar con los demás.
Willian García Molina.
Venezuela.