El silencio de la cueva

EL SILENCIO DE LA CUEVA

(Segunda parte de El Guardián de la Cueva del Diablo).

Los días pasan sin aviso alguno dentro de la cueva, no sentía en su piel el cambio de la temperatura, ni la brisa suave, ni la neblina húmeda, ni el frío que recorre los caminos callados del páramo. Por la entrada ven desfilar los amaneceres, uno tras otro, como si el tiempo se deslizara sin tocar nada. Sin embargo, dentro de la cueva no hay cambios visibles. El aire permanece quieto, la temperatura constante, y el silencio parece tener raíces.

Darío observa a Alía con una mezcla de ternura y resignación. Él ya no necesita alimentarse como ella. Su cuerpo, acostumbrado a la cueva, se sostiene con una infusión de hierbas y musgo que crece en las paredes húmedas. La mezcla tiene un sabor terroso, casi mineral, y le basta para mantenerse en pie.

Comprende que Alia, aún pertenece al mundo exterior. Su cuerpo exige carne, pan, agua, fruta. Darío le enseña a recolectar lo que la cueva permite: raíces dulces, gotas de condensación, hongos que sólo brotan en la penumbra, pero a pesar que los acepta con generosidad, sabe que no son suficientes. Debe iniciar con ella su entrenamiento físico para que desarrolle los instintos y sus músculos, que le ayudarán a defenderse.

Una mañana, cuando aún el sol perezoso se asoma entre los picos nevados del páramo, Darío decide llevarla a cazar. Alia duerme plácidamente cubierta con el musgo de la cueva que ha entretejido raíces secas, y el silencio de la cueva parece custodiar su descanso. Se acerca a ella, le toca su hombro con ternura sonriéndole. Con un leve gesto de cabeza, le indica que le acompañe afuera. Hoy saldrán a buscar algún animal que le provea la fuerza que necesitará desarrollar.

El camino es largo, serpentea entre piedras partidas y arbustos que susurran al paso del viento. Avanzan con paso firme, uno detrás del otro, apoyados en sus bastones, que les dan el equilibrio necesario para mantenerse en pie y sin tropezar. Alia mantiene la mirada en el camino que indica las pisadas de Dario, pero está temerosa de que los descubran. Darío no teme ser visto, su bastón, tallado con símbolos que sólo la cueva conoce, los mantiene invisibles al ojo humano. No es que desaparezcan, sino que el mundo simplemente no los nota, como si fueran parte del paisaje, una leve sombra que se escurre entre las rocas y los arbustos.

Tras varias horas de caminata, llegan al río. El agua corre lenta, como si también estuviera despertando. Darío se detiene en la orilla y clava el bastón en el barro. Alia lo observa, expectante.

—Hoy no aprenderás a pescar —dice él—. Aprenderás a escuchar al río, debes sentirlo.

Hunde los pies en el agua helada, y espera. La brisa se detiene por un instante. El bastón en sus manos parece vibrar con la corriente. De pronto, con un movimiento seco, lo alza y lo deja caer sobre el agua. El golpe es preciso, casi ritual. Un pez salta, atravesado por la punta, temblando entre el cielo y el río. La luz resplandece en su cuerpo plateado y azul. Darío lo observa atentamente.

Alia contiene el aliento. Darío no sonríe. Solo extiende el bastón hacia ella.

—No se trata de fuerza —dice—. Se trata de saber cuándo el río respira. Cuando la fuerza de la corriente le traza el camino libre, el pez sale a buscar su alimento. Es en ese momento, en ese instante, tu bastón te dirá que lo entierres en la corriente.

—Antes no podía atrapar a ninguno, me dolía verlos nadar mientras los ruidos del hambre me atormentaban —dijo con dolor esas palabras —. Es una bendición no tener miedo y saber que no volverás a tener hambre jamás.

Darío asintió y salió del río con el pez que había dejado de moverse. Regresaron a la cueva y le mostró cómo encender la fogata dentro de ella, así el olor del pescado no atraería a los animales. Colocó unas ramas secas y un poco de musgo amarillo. Frotó sus dedos, y una chispa encendió el musgo. Luego, colocó el pescado sobre las ramas, separadas para que danzaran sobre él sin quemarlo, reposando sobre el fuego. Alia buscaba entre las paredes los hongos y el agua dulce para acompañar la comida.

Una noche, mientras el viento silba en la entrada como si contara secretos, Darío le habla por primera vez de los rituales.

—No somos guardianes de objetos, Alia. La cueva no guarda tesoros, guarda memorias. Aquí vienen los que han perdido algo que no saben nombrar, ese algo que les falta pero que no saben qué es. Y nosotros no debemos intervenir. Solo escuchar.

Alia frunce el ceño —¿Escuchar qué?

Darío se acerca a la pared más profunda, donde la piedra parece respirar, con un movimiento leve.

—El viento. Los ecos. Las voces que no se atreven a salir. Hay que aprender a leer el viento, como se lee una carta sin palabras. Hay que saber cuándo callar, y cuándo actuar. Ese es el verdadero poder.

Ella lo observa en silencio. En sus ojos no hay miedo, sino el nuevo temor que crece como la niebla. Debe aprender muchas cosas y en su corazón el miedo ahora es que el tiempo no sea lo suficiente para aprender de él.

Esa noche, cuando Darío se retira al fondo de la cueva. Alia permanece cerca de la entrada, alejada de su lugar, es una sensación de su cuerpo como si le hablara. El viento aún silba, pero ahora ella lo escucha distinto. Ya no parece solo aire: hay pausas, giros, murmullos que rozan las piedras como sombras invisibles.

Se sienta en cuclillas, con el bastón entre las piernas, y cierra los ojos. Respira profundo, llenando sus pulmones de aire, ensanchando su torso y luego lo deja salir despacio.

No busca entender. Solo estar.

El silencio se estira. El viento cambia de dirección. Por un instante, parece detenerse. Luego, una ráfaga leve le acaricia el rostro, y Alia siente algo que no puede nombrar: una tristeza antigua, como si alguien hubiera llorado allí mucho antes de que ella naciera.

Abre los ojos. Frente a ella, una pequeña piedra se ha movido. No por el viento, sino por algo más. La toma entre sus dedos. Está tibia, como si guardara un recuerdo.

La acerca al pecho. No sabe por qué, pero lo hace.

En ese momento entiende lo que Darío quiso decir: no se trata de escuchar con los oídos, sino con la memoria del cuerpo. Con la intuición que nace cuando el miedo se calla y guarda silencio.

No hay voces claras. No hay respuestas. Pero hay presencia, y eso basta.

El viento cambia de repente. Ya no silba como antes. Ahora parece arrastrar algo más pesado, más antiguo. Alia cierra los ojos y lo deja entrar, es un recuerdo. No lucha contra el, lo deja venir.

Ve a su padre. No como lo vio por última vez, sino como era cuando la enseñaba a caminar entre piedras, cuando le hablaba del valor de escuchar antes de hablar. Su voz no está en el aire, pero su presencia sí. Está en la forma en que el viento roza su mejilla, en el olor a tierra húmeda, en el silencio que se instala como un abrazo.

Alia siente el hueco que dejó su ausencia. Pero también siente algo nuevo: una certeza, la fe.

No puede traerlo de vuelta, pero puede guardar lo que él le enseñó. Puede convertir esa tristeza en raíz, en fuego, en guía.

Abre los ojos. La piedra tibia que aún sostiene parece latir. La coloca en una grieta de la pared, como si sembrara una promesa.

—Te escucho —susurra.

Y por primera vez, el viento no responde. Solo se queda quieto, como si respetara su decisión.

Alia se pone de pie, es tarde, debe dormir. Ya no teme olvidar. Ha aprendido que recordar no es aferrarse al dolor, sino dejar que se transforme en algo que acompañe, que proteja, que guíe y que poco a poco deje de doler. Durante muchos años evitaba recordar, el dolor le quebraba los huesos del pecho y partía su corazón.

La cueva aún duerme, pero el viento ya comienza a moverse, como si supiera lo que está por ocurrir. Alia despierta antes del alba.

Toma el bastón y la piedra tibia que encontró la noche anterior, escondida en una grieta. La piedra ya no late, pero conserva el calor de la memoria. Sale sola, sin que Darío la acompañe. Este ritual es suyo, aunque ella no lo sabe aún.

Camina hasta una grieta donde el viento se arremolina. Allí, donde la tierra se abre como una boca silenciosa, se arrodilla.

Coloca la piedra en el centro. A su alrededor, acomoda fragmentos de cuarzo que ha recogido en el camino, trozos de barro seco que guarda el color del páramo, y musgo amarillo que aún respira humedad. No los elige al azar: cada uno representa algo que ha aprendido. El cuarzo, la claridad y la luz. El barro, la raíz y la tierra de lo que estamos hechos. El musgo, la vida que persiste.

Con sus dedos, cubre la piedra lentamente, como si la envolviera en un secreto. La oculta dentro del camino, no para esconderla, sino para que forme parte de él. Para que otros, algún día, la encuentren sin buscarla.

Luego, enciende una pequeña llama con las ramas que Darío le enseñó a usar. El humo sube lento, como si llevara palabras que no se dijeron, quemándolas poco a poco.

—Padre —susurra—, ya no te busco en la ausencia. Te llevo en la forma en que escucho el viento, en la manera en que cuido el fuego, en cada paso que doy sin miedo. Estoy aquí viva para honrarte.

Desde la distancia, Darío la observa. No se acerca. No interrumpe. Solo sonríe, con los ojos brillando como si el viento le hubiera contado lo que acaba de ocurrir.

Sabe que Alia ha encontrado el camino que la hará única. No será una guardiana como él. Será otra cosa. Algo nuevo. Algo que la cueva aún no ha nombrado.

Alia se levanta, y entonces lo ve.

Darío está allí, a unos pasos, envuelto por la neblina que empieza a cubrirlo todo.

Este amanecer trae consigo una luz distinta, acompañada por una niebla clara y dulce, como si el día también estuviera despertando con ella.

Alia se acerca lentamente. El viento, suave y persistente, susurra su nombre: Alia.

Ella lo escucha como si fuera la voz de su padre, como si el aire llevara su aliento, sonríe porque tenía tantos años de no oírle, y se complace.

Mira el rostro de Darío. Y en sus ojos, en la quietud de su presencia, recuerda la voz que la llamaba cuando era niña, la que le enseñó a mirar el fuego sin miedo.

A sus espaldas, una leve llovizna comienza a caer, como si la tierra también quisiera bendecir el momento.

La piedra, enterrada bajo cuarzo, barro y musgo, empieza a integrarse en el camino que lleva a la cueva, para no ser un objeto, sino para formar parte del sendero.

Darío extiende su mano y Alia la toma sin decir palabra, para comenzar a caminar hacia la cueva.

La niebla los envuelve y el amanecer los acompaña, aún sintiendo la llovizna sobre su espalda, como si el cielo quisiera bendecir cada paso.

El viento sigue susurrando su nombre: Alia. No como un llamado, sino como una confirmación.

La cueva aparece ante ellos, silenciosa, expectante.

Pero algo ha cambiado. La piedra que Alia enterró comienza a integrarse en el camino, y una línea de cuarzo tenue se dibuja sobre la tierra, guiándolos hacia la entrada.

El musgo brilla con humedad nueva. El barro se ha oscurecido, como si la tierra hubiera absorbido su promesa. Alia se detiene frente al umbral respira hondo. La cueva ya no le parece oscura ni fría. Es como si la estuviera esperando, da un paso.

Y el eco de su pisada no es vacío: es acogida.

La luz del amanecer se filtra por detrás, mezclados con la niebla clara que entra con ella, como si la cueva también respirara. Dentro, las paredes parecen más vivas porque las piedras murmuran en silencio.

Alia siente que algo la reconoce. Mira a Darío, pero él no dice nada. Solo la observa con la misma sonrisa serena de antes, como si supiera que ya no necesita guiarla.

Ella recuerda la voz de su padre, no como un recuerdo lejano, sino como una presencia que camina a su lado.

Está en el viento, en la piedra, en el fuego que aún arde en su pecho. Alia entra, y la cueva, por primera vez, la llama por su nombre tan claramente que parecen las palabras de alguien que la ha esperado con amor desde siempre.

Mary Agnes Vega.
Venezuela.

You may also like this

20 septiembre 2025

Los demonios del destino.

<!-- wp:heading --> <h2 class="wp-block-heading">Los demonios del destino </h2> <!-- /wp:heading --> <!-- wp:par

admin
16 septiembre 2025

El diputado.

<!-- wp:heading --> <h2 class="wp-block-heading">EL DIPUTADO.</h2> <!-- /wp:heading --> <!-- wp:paragraph -->

admin
11 septiembre 2025

El legado de un lector

<!-- wp:heading --> <h2 class="wp-block-heading">El legado de un lector.</h2> <!-- /wp:heading --> <!-- wp:parag

admin

Leave Comment