Los demonios del destino
Quien sabe esperar tiene su recompensa, dicen.
Frida sin pensar en el mañana pasó más de veinte años amando al hombre que le ofreció eterna felicidad.
Ella tenía dieciocho años cuando lo conoció en el casamiento de su prima Ariana. Esta la alentó en su romance una vez que él le declaró su admiración e interés.
Frida mantenía cierta indiferencia pues Octavio le llevaba muchos años, tenía cuarenta. Además, tenía un pretendiente asiduo a su casa amigo de la familia, Juan Carlos. Este tenía treinta años, profesional, muy versado en varias disciplinas. Además, buen mozo y de pasar económico muy atractivo.
Octavio comenzó a transitar por la vereda de la casa de Frida y tiraba siempre un jazmín en su balcón cada vez que pasaba. Casi todos los días Frida se asomaba a recoger el jazmín y pensativa leía en una pequeña nota su nombre. Dudaba de él, pues no sabía nada, su prima no conocía su vida.
Un día Frida regaba las plantas en el balcón cuando encontró a Octavio trepando la verja del costado derecho.
–¿Qué hace Ud. aquí?
–Intento una respuesta, ya envié tres cartas.
–¿Quiere conocerme personalmente? Vaya el sábado a la Confitería Porvenir, allí estaré a las dieciséis horas en un té con amigas.
–Bueno, esperaré hasta ese momento con ansias, chiquita.
Frida se mira en el espejo, es alta, pálida, de ojos avellana y un largo cabello azabache. Observa con mucha atención. “Tan chiquita no soy; ¿me verá como una niña o es que se cree muy viejo?”
Ella pasó una semana en vilo. El sábado muy temprano se esmeró en elegir su atuendo. Unas horas antes de salir para el té gastó el espejo. Cambió tres veces su maquillaje y probó varios pares de zapatos, ninguno le convencía.
Esos días Juan Carlos no tuvo oportunidad de verla. Él iba todas las tardes a su casa, pero ella no bajaba a saludar. Tenía que merendar solo con sus padres.
El día tan ansiado llegó, fue un encuentro de amigas muy lindo. Algunas habían sido compañeras de la escuela, otras del liceo. Fueron horas entrañables que Frida compartía con inquietud. El té finalizó con fraternal despedida tres horas después. Ella volvía totalmente desanimada. Tomó una decisión, prestarle atención a Juan Carlos.
Octavio volvió a sus andanzas, jazmines, trepadas de verja, sin resultado. Ella ya no salía al balcón. Frida leía sus cartas y luego las rompía. Fueron muchas hasta que un día quedó en shock. En la última carta recibida él se sinceraba. Hablaba de su amor, en las diferentes formas que la amaría, llevaba su deseo hasta las cumbres. Contaba de las muchas noches sin dormir por pensar en ella. Mostraba una locura en sus proyectos con ella. El día del té estuvo impedido de ir porque su esposa justo aquella mañana terminó internada en un CTI por un paro cardíaco.
Frida no se enojó, si era un canalla, embaucador, sinvergüenza no le importaba, comprendía la pureza de su amor. Lloró largo rato en silencio, temblorosa. Desde ese día rechazó rotundamente a Juan Carlos a pesar que él quería un compromiso, fijar fecha de casamiento.
El tiempo pasaba y marcaba el destino. Frida ya se había encontrado en varias oportunidades con Octavio, un hombre de mandíbulas prominentes, mirada silenciosa, manos cuadradas, firmes. Ella sentía que se estaba enamorando de él. Él había empezado a entrar en su alma, en su cuerpo como un río que recorre su cauce.
Unos años pasaron sin concretar nada. Él solo le ofrecía ir a vivir juntos en una pieza y del divorcio nada. Vivía una vida difícil junto a su esposa que un accidente la había dejado parapléjica. Mucho antes el amor se había ido, la música se había acabado.
Frida era el horizonte de liberación y felicidad que se veía interrumpido cada vez que ella decidía alejarse. Su gran amor había ido apaciguándose, disolviéndose como la espuma en el mar.
Frida ahora tenía treinta y ocho años, de la comisura de sus labios y párpados pendía una fina redecilla de arrugas. Su amor se había convertido en un cariño manso. Sentía que ya no había diálogos en sus cuerpos.
Octavio entierra a su esposa. Muchas deudas por pagar, la jubilación que no alcanza, debe dejar la casa. Comienza un papeleo que le lleva semanas.
Él no se comunica con Frida desde hace semanas, no le ha dicho que ahora es libre, que su destino oscuro comienza a aclararse. Tiene los ojos hundidos y apagados, su piel ya hace algunos años que comenzó a aflojarse.
Octavio llama a Frida, se encuentran, el jadea al hablar, no puede emitir sonido. Las manos son torpes cuando intenta una caricia sobre las de ella. Frida retira suavemente las manos.
–Octavio, gracias por compartir un pedacito de tu vida conmigo, gracias por cruzarte en mi camino, mas no esperes otros momentos de ternura, mi cielo se ha cubierto totalmente, los sueños son solo lejanos recuerdos.
Los amores eternos se petrifican y las palabras se las lleva el viento.
–Te digo adiós y no lo siento, esta determinación es producto de una larga reflexión.
Octavio perplejo no atina a nada, apenas intenta abrazarla y recibe el rechazo. Sucumbe ante la realidad, sabe que su destino siempre estará con un manto de niebla y su compañera ahora será la soledad.
Ella se aleja sin volverse.
El día del cumpleaños de Juan Carlos ella lo llama por teléfono para saludarlo. Él se hincha, una alegría desbordante le moviliza el cuerpo, da un salto con los brazos extendidos hacia arriba. La invita a pasear por la costanera. Han pasado cinco años desde que la vio por última vez en brazos de Octavio. Sabe que esa llamada llega del final de una relación.
Se encuentran. Ella se acerca lentamente a Juan Carlos y él tiembla con el roce de sus manos.
“Me besó sin pedir permiso y a mí me pareció la gloria. Le devolví el beso con hambre atrasada.”
Ella dejó que él pasara su brazo por su cintura y recostó su cabeza en el hombro de él. Caminaron en silencio.
–Dime, ¿has vuelto para quedarte?
–Hasta que me digas basta, vete y no vuelvas. –Mientras hablaba, ella mantenía una mirada tristona y los ojos de Juan Carlos se hicieron blandos.
Juan Carlos siente un amor dulce como de ternura acumulada. Es un sueño cumplido después de un largo tiempo quebrado.
Ríen los dos, han vencido a los demonios del destino.
Lylián Rodríguez Méndez.
Uruguay.