Nuestro milagro

Nuestro milagro

A los habitantes de “El Chama”,
especialmente a los devotos de
María de Coromoto (Nuestra Sra. de Coromoto),
que hicieron posible “Nuestro Milagro”,
al contar con una Fiesta Patronal en la Comunidad…
Basado en un hecho real narrado por la
Sra. Fulgencia de Mejías (+) a este servidor,
cuando investigaba el origen de tan
significativa expresión religioso-popular.

Clarita había estado nerviosa. No podía apartar de su mente la primera vez que vio Imagen de La Virgen de Coromoto cuando hizo el recorrido por el asentamiento. Sería, entonces, la segunda oportunidad que tenía de hablarle y reafirmar su profunda fe en que ocurriera el milagro. Muchas imágenes y recuerdos venían a su inquieta memoria, como aquella en la que había aprendido a conocer el poder del rezo y la oración, cuando sintió que El Ave María, La Santa María y El Padre Nuestro se unían, cual estruendoso río, provocando un ruido ensordecedor, que sus sensibles oídos percibían con inusitada preocupación.

—¿Qué es lo que se escucha, Sra. Olga?

—¡La oración, mija! Es la oración, el rezo; que está demostrando el inmenso poder que hay en él.

—¡Tanto así! —preguntó la infanta con curiosidad.

Doña Olga sintió que su pecho se comprimía; no pudo evitar que sus ojos se expresaran de la mejor manera, para acompañar los del inocente ser que, llenos de esperanza, navegaban en llanto. Tragó grueso. Sorbió aire, pues parecía faltarle y, mirándole a los ojos, soltó las palabras que azotaban su interior:

—Sí, y más. Lástima que no recemos siempre; y menos, así. Todo sería diferente —comentó la mujer con un dejo de tristeza en sus palabras.

—Desde hoy, voy a rezar así para curarme —expresó la niña y se aferró a la falda de la mujer.—Claro que sí, Clarita, claro que sí. La Virgencita te curará pronto —agregó, desviando la mirada hacia lo profundo del lugar buscando disimular su dolor.

—¿De verdad, Doña Olga? ¿De verdad? Correré por los cafetales, jugaré con mis amigas y…y…caminaré. Sobre todo, caminaré; me… me conformo con mover mis piernas y caminar aun… que sea un poquito. Y sabe, todas las noches rezo para que pueda caminar.

—Te voy a contar un secreto, pero prométeme que hoy no vas a llorar más, y, sobre todo, no te lo vas a decir a nadie.

—Así será, Sra., Olga; además yo no puedo hacer lo que hace la Sra. Eustaquia que se mete en la casa de la… vecina, y ya todos saben que es para hablar de…

—No está bien que comentes eso —interrumpió la mujer.

—¿Por qué, Sra. Olga? —preguntó, Clarita, clavando su tierna mirada en los de su interlocutora.

—Porque cada quien es dueño de sus actos, y debe responder por ellos. —Hizo un breve silencio.

—Está bien, pero…

—Pero nada. Mejor escucha…

— “Estaba medió dormida cuando…”

— “Tan, ta, tan, ta, tan”…

—¿Escuchas eso, Bernardo?” —expresó mientras movía a su esposo para que su despertara.

—¿Qué cosa, mujer? Déjame dormir; lo que escucho es a mi sueño que me llama para madrugar e irme a la finca.

—Pero yo si los escucho; son tambores, Bernardo.

—¡Qué tambores, ni que..! ¡Duérmase mujer! —dijo, y se arropó.

Doña Olga se recostó de nuevo, pero no pudo dormir; su mirada estaba fija en el techo de su humilde casa de bahareque y teja, y su pensamiento no dejaba de inquietarla…

—“Son tambores, claro que sí.” —pensó en voz alta.

Con esas palabras rondando su cabeza, concilió el sueño por breve tiempo, pues la madrugada la despertó para que le hiciera el avío a su esposo.

—¿Qué te pasaba anoche, mujer?

—Sé que te burlarás de mí, pero era cierto lo que te decía; llevo noches escuchando esos sonidos… Cada vez son más fuertes, es como si… si se acercaran a la casa.

—Aquí los únicos tambores que se escuchan son los de San Benito. —Hizo una breve pausa—. Al menos que… —concluyó el hombre, luego de pensar en otra posibilidad—, sean los de… —Se levantó de la mesa—. Pero no puede ser…

—Sí, lo sé…pero…

—¡¿Entonces?! —preguntó sorprendido, Bernardo.

—No sé, a veces me da miedo. Es un sonido desconocido, pero comprensible para mí; otras, me alegra porque puede ser una señal de algo muy importante que está por suceder en nuestro asentamiento.

—No tendrá que ver con La Fiesta Patronal que no se hace desde… —agregó el campesino.

—En eso estoy pensando.

Bernardo la observaba con detenimiento. Olga hablaba con mucha propiedad. Su mirada parecía captar algo que él no entendía, ni percibían los suyos. Con temor reaccionó.

—Mejor termine de prepararme el desayuno, mujer, porque hoy tengo que trabajar muy duro…

—Está bien, Bernardo. ¡Ah! Cuando pases por la casa de la señora Andrea, me saludas a Clarita y le entregas esto.

—¿Y qué es?

—¡Una estampita de La Virgen María de Coromoto! La compré cuando fui a la ciudad; se la había prometido.

—¿Usted cree que esa niña pueda caminar algún día? —preguntó extrañado.

—Sí, creo que sí, es una niña llena de mucha fe y esperanza.

—¡Yo lo veo difícil!

—Nada de eso, Bernardo. Para Dios y la Virgen todo es posible, y tú lo sabes.

El hombre terminó su desayuno y salió de su casa, despidiéndose como siempre de su esposa con un beso…

—¿Señora Olga y usted todavía escucha esos tambores? —preguntó la infanta.

—Sí, Clarita, todas las noches. —respondió, Doña Olga.

—¿Y qué podrá ser? —insistió con curiosidad, Clarita.

—Sólo Dios sabe.

—Pero no es nada malo, ¿verdad? —intervino la niña.

—No, mijita, no pienses en cosas malas. Dios en su momento nos dirá de qué se trata. Anoche no los escuché, y me pregunto si tiene que ver con la Fiesta Patronal que hace tiempo no se hace, como me dijo Bernardo.

—¡A lo mejor!, señora Olga, a lo mejor… Y si es así, ¿Por qué no se hace señora Olga? Usted podría organizarla… Lástima que no pueda caminar; me gustaría ir y ayudarte. Siento tantos deseos de curarme que…

—Cuidado con sentir lástima. Cuando puedas caminar lo harás. Ya me reuní con el señor José, Doña María y Don Matías —quien las inició—, y les conté lo ocurrido.

—¡Bravo, señora, Olga! ¡Así se hace! —aplaudió la niña.

Doña Olga no pudo evitar reír.

—¿Doña Olga por qué no se ha hecho más la Fiesta Patronal? —preguntó, Clarita, una vez más.

—Por la poca fe que hay en el corazón de mucha gente. Por eso, hija, por eso…

—¿Y cómo era cuando empezó la Fiesta Patronal?

Doña Olga hizo una breve pausa…

—“Todo era tan lindo cuando empezó…”

—¡Epa, José, despierte! Ya es hora; párese. Voy a llamar los muchachos. Mire que es domingo, y el Padre Andrés nos espera pronto para salir temprano a la peregrinación. Hoy será un día muy especial.

—Sí, de eso estamos seguros… —expresó el hombre todavía somnoliento.

Ya, Don Matías, había ascendido por las viejas escaleras al campanario y abría de par en par las puertas de la pequeña capilla que, al decir de las personas, sobre todo los niños, le pertenecía:
—¿Cómo es eso de que la iglesia es de Don Matías si, él no es cura? —interrumpió, Clarita.

—Debe ser porque él la ayudó a construir.

—¿Cómo? y ¿Cuándo?, señora Olga —insistió.

—Hace como cincuenta años, trayendo arena y piedra de la quebrada: la fría; y trabajando gratuitamente junto a otros vecinos.

—Entonces sí, es de él.

—Si somos justos creo que sí. Además, es quien tiene sus llaves; fue su primer mayordomo, y ha servido a todos los párrocos que hasta hoy han pasado por la comunidad.

—¿Cuántos años tiene Don Matías?

—¡Ochenta y cuatro!

—Cuando él muera deberían colocarle su nombre, ¿No crees?

—Sí, a lo mejor. Pero si no es a la iglesia, porque ellos, los curas, son muy celosos de sus cultos. Debería ser a otra cosa; algo que inmortalice su presencia entre nosotros porque se lo merece…

—¡Ojalá! —agregó la hermosa niña, mirando con esperanza aquella posibilidad.

Se acercaba el amanecer. El frío se paseaba alegre con el doblar de las campanas que, al son de “café con pan”, “café con pan, pal’ sacristán”, se dejaban escuchar entre los arbustos. A lo lejos eran replicadas por el canto de los gallos en los corrales. Sólo en los funerales cambiaba de tono, y al toque parecía que el sonido se desprendía por momentos de la cuerda para esperar con tristeza el siguiente compás del movimiento. La noche había sido una espera palpitante en el pecho de los humildes habitantes del asentamiento. La madrugada no dejaba de agitar, presurosa de contar con el calor humano.

Ese mismo día, otra María: María del Perpetuo Socorro, cedía su lugar para que una nueva promesa cristiana hiciera acto de presencia, y la devoción por María de Coromoto se estableciera entre los feligreses. No era suficiente la Misión. Necesitaban una Diosa, una Madre que los acompañara en su diario peregrinar de pueblo creyente y fiel a la tradición impuesta por la iglesia a nuestros padres aborígenes, Chamaes.

Por las calles, se escuchaban pasos y voces de la gente que poco a poco se reunía frente a la pequeña capilla, ubicada en el corazón de la comunidad, Las Tienditas, y cobijaba en su recinto a los creyentes que, contados en miles escasamente, estaban distribuidos en los distintos caseríos que conformaban el asentamiento, y asistían a misa cada quince días cuando un sacerdote acudía desde la iglesia catedral. Lejos estaba de convertirse en una parroquia, y contar con un cura que oficiara todos los días, y los acompañara en aquella celebración donde se encuentran la religión, la tradición, la fe y lo pagano, en traje festivo popular.

El Padre Andrés se levantó temprano. Oró con mayor fervor. Sabía que iba a hacer historia:

—“Seré el primero y Dios lo sabe”. Pero soy tan pecador, Señor, que me atemoriza arrodillarme ante ti; aun así, aquí estoy”.

Con estos pensamientos, permaneció en silencio contemplándose entre su pueblo, recibiendo ovaciones por su aporte significativo a la iglesia. A lo mejor, pronto sería obispo, y contaría con creyentes que oraran por él.

Afuera se escuchaban voces.

—¡Padre, Padre Andrés, buenos días! —coreaba la muchedumbre.

Era el saludo acompañado de un abrazo que unía a cada feligrés que llegaba.

—¡Buenos días, Antonio!, ¿cómo está? Veo que asistió con su familia.

—¡Bien, Padre, gracias a Dios! Hoy no se puede quedar nadie en casa.

—Tiene razón, hoy más que nunca, Dios necesita de nosotros.

Los morteros comenzaron a despertar el día, como señal no sólo de alegría sino de preámbulo a la peregrinación. Los perros ladraban con más fuerza ante el ruido producido por la pólvora. Las aves cantaban. Nadie quería perderse la celebración.

—¡Encendamos las velas y pongámonos en manos de Dios y la Virgen! —ordenó, el Padre Andrés.

La oscuridad, que solo era repelida por las linternas, salía corriendo a esconderse por entre los higuerones y cedros que rodeaban el lugar, o penetraba en las casas ubicadas a lo largo del angosto camino.

—¡En nombre de Dios! —dijo, Doña María— “Dame fuerzas Virgencita para subir y llegar hasta donde nos espera”.

—¿Qué dices, María? —preguntó su esposo.

—Me encomiendo a la Virgencita, José, para que nos ayude.

—¡Qué así sea, vieja, que así sea! —expresó y se persignó.

La peregrinación comenzó envuelta en cánticos y oraciones de alabanzas.

El largo camino, que luego de duras luchas y arduas diligencias había logrado hacer el gobierno del general Méndez Arroyo, se mostraba desafiante.

—Es todo lo que puedo hacer por ustedes: ampliarles el camino para que suban con más comodidad la producción agrícola de la zona —finalizó diciendo el alto personero del gobierno.

El general se levantó y se dirigió por el pasillo hasta otra oficina donde estaba un Teniente que al sentir sus pasos se erguía como un roble y hasta la respiración contenía.

—Atiéndame a esta gente, y el trabajo tiene que estar hecho en un mes.

—¡Sí, mi general! —respondió el hombre, sin atreverse a preguntar de qué se trataba.

—“Todavía recuerdo esa burda escena de actuación que al día siguiente trajo hasta la falda a un grupo de hombres, soldados, sobre todo, a jalar pico y pala de sombra a sombra, pues comenzaba con la oscuridad de la madrugada y terminaba con la de la noche que se quedaba atrás”. —agregó, Doña Olga.

El camino se amplió, y pronto la carretera salió al paso del progreso.

El día de la inauguración, luego del sonoro aplauso de los presentes al escuchar su nombre como artífice de la obra, El general Méndez Arroyo, simplemente dijo:

—¡Don Felipe!, ahí tiene su carretera; y procure que ese café y esos cambures lleguen más allá: a la capital; no olvide que mi general está pendiente de la provincia.

Don Felipe, hombre estudiado e inteligente, además rico latifundista, sonrió con igual gesto y agradeció con amabilidad.

—¡Gracias, así será, mi general?

—¡Ah!, y cuando pueda échese una pasadita por el cuartel a ver si negociamos algunas tierras que son muy ricas, por lo visto.

—¡Cómo no, mi general, cuando usted mande! —le respondió y prosiguió— “Mi general en nombre de la comunidad agradezco su favor; de verdad necesitábamos la carretera. Ahora será más fácil subir a la ciudad. Siempre se lo reconoceremos; y su nombre recordado por la historia y sus hombres”.

—¡No es para tanto, Don Felipe! Con unas gracias me conformo.

Luego se acercó y le dijo en el oído en voz baja:

—“Y por su puesto con que me tenga tranquila a toda esta gente. Mire que no queremos problemas” –finalmente, agregó:

—Y ahora me retiro.

—¡Viva el general Méndez Arroyo! ¡Viva el General Méndez Arroyo! —gritó desde el corredor de la antigua casona, el Padre Andrés, mientras arrojaba agua bendita sobre la obra, e imploraba a Dios porque ese fuese el camino al progreso.

—¡Viva! ¡Viva! —contestaron los presentes.

—¡Muy bueno eso! ¡Muy bueno! —respondió el general.

El puente era angosto, y hecho para el paso de mulas con carga. La subida era exigente, y los más ancianos comenzaron a rezagarse. Por lo que fue necesario caminar despacio.

Cuando llegaron a la llamada, curva larga, el Padre Andrés se detuvo y esperó sentado en un montículo frente al inmenso vacío que se ofrecía majestuoso ante sus ojos. La última en llegar fue, Doña Olga, quien camándula en mano no dejaba en ningún momento de orar, rezar y pedir por los más necesitados.

—¿Estamos todos?, —preguntó el cura, mientras observaba a los súbditos agruparse para compartir el desayuno de arepas de harina de maíz con queso y café, que todos llevaban como avío.

—“Pronto todo eso será un pueblo bautizado por Dios; pero también ese verdor de la naturaleza será sustituido por nuevas casas, nuevas personas, nuevas dificultades. El asentamiento de techos rojos irá desapareciendo con el tiempo, no precisamente tragado por la selva sino sacrificado por el progreso. Habrá cambios terribles, y la fe que hoy se fortalece será lo único que nos mantendrá unidos”. —expresó el reverendo.

El Presbítero se detuvo cuando observó que Juanita —una niña de nueve años lo miraba fijamente y afirmaba con sus ojos que no entendía nada.

—¡Ven, Juanita! —dijo.

Pero la niña se negó, y permaneció sentada al lado de su madre, quien parecía embelesada con las palabras del padre. Todos miraban el inmenso paraíso que desnudaba al verde y lo acercaba al cielo. La bruma era escasa y el río no detenía su charla, mientras recorría su largo camino hasta entrelazarse con el lago, Coquivacoa, que siempre estaba dispuesto a recibirlo con los brazos abiertos.

—¿Y cómo sabe usted eso, padre? —intervino, Doña Olga.

—¡Así lo he visto en mis oraciones! Lo que digo ocurrirá. Pero no debemos temer porque Dios siempre estará pendiente de nosotros.

—¿Eso es cierto, padre, o usted está exagerando?

—¡Exagerar! No, Bernardo. Será difícil luchar contra tanto cambio, tanta dificultad.

—¿Y cómo lograremos salir adelante? —preguntó la mujer temblando ante las palabas del prelado.

—No lo sé; quizás con la unión de todos los habitantes y la oración.

Después del duro caminar, los feligreses llegaron al templo, destino de su peregrinación. El padre Tomás salió a recibirlos.

—¡Gracias Dios por haberlos traído con bien! —dijo en voz alta, como si hablara para él mismo, mientras unía sus manos en forma de alabanza, y con una amplia sonrisa aplaudía.

Poco a poco fueron entrando. Afuera les brindaban un jugo de naranja frío para calmar la sed producida por la dura faena.

La iglesia lucía sus puertas abiertas de par en par como una madre que espera ansiosa la llegada de sus hijos porque la tarde está por caer, o la noche se ha hecho dueña de la oscuridad, y el seno materno es imprescindible para comenzar un nuevo día. Entrando, al lado izquierdo, una hermosa mujer sentada sobre un banco; con un pequeño niño en sus brazos y una linda sonrisa, esperaba la llegada de los peregrinos; a su alrededor, algunos devotos rezaban y repetían oraciones que acercaban a la fe a quienes creen en la religión como un camino seguro para acercarse a Dios.

—¡Es hermosa! —dijo Doña María, sin dejar de expresar su fe en la devoción a través de sus lágrimas.

—¡Es preciosa! —expresó, Doña Olga, y sus primeros deseos giraron en torno Clarita—. “Virgencita gracias por haber dado fuerzas a mi espíritu para llegar hasta ti; pero no es por mí por quien he venido, porque tú sabes que soy un servidora del Señor; es por Clarita, esa niña”…

El padre Tomás ofreció la eucaristía en compañía de algunos seminaristas que habían asistido por solicitud del propio párroco. El cansancio no fue razón para disfrutar de la homilía en la que el hombre hizo una exposición de los motivos por los cuales ofrecía la imagen a la comunidad…

—“Escuché su mensaje mientras dormía, hace unos dos meses, y su presencia se hizo reiterativa; cada vez que hacía oración, la imagen de la Madre de Dios, se posaba en mi mente como aquello que preocupa, que recuerda. Un día oré hasta muy tarde, y en medio de la oración, el Espíritu Santo me habló para decirme que cumpliera la voluntad de la Madre. Y hoy con el mayor de los orgullos cristianos: la humildad, les otorgo esta hermosa imagen para que veneren a través de ella a la Madre de Jesús: el Salvador…”

Entonces hizo su aparición en escena un grupo de jóvenes quienes con atuendos indígenas, parecidos a los indios cospes —dorso desnudo y medio cuerpo cubierto con una falda hecha con cascarón y pintados con color de onoto—danzaban en torno a la Imagen de la Virgen. El sonido de los palos al golpear el piso y cuando se encontraban en lo alto, llenó la iglesia, y los curiosos no dejaron de mirar hacia el grupo, encabezado por un joven cacique, quien, lanza en alto, indicaba los compases de la coreografía: la danza de la lluvia, la danza de la cosecha, la danza de la siembra, la danza de la fertilidad… Eran mostradas a los feligreses.

Había sido el trabajo de Doña Felicia y yo.

—¡Tenemos dos tribus! —dijimos con orgullo.

Había llegado el momento de partir hacia su nuevo hogar.

Cuatro hombres elevaban hasta sus hombros, la Imagen Sagrada que sobre una base rectangular y cuatro salientes, permanecía fija sobre un tablón de madera que habían adornado con hermosas flores, y hacían de su traje azul, blanco y rosado, un hermoso complemento a su belleza.

La pólvora marcaba el camino; atrás la música típica amenizaba el ambiente con bellos valses, acompasados por el violín como actor principal.

El padre Tomás se dirigió, una vez más, a los feligreses:

—Despidamos la imagen de nuestra Señora de Coromoto con un ¡Viva la Virgen de Coromoto! ¡Viva la Virgen de Coromoto!

—¡Viva! ¡Viva! —respondió a coro la multitud.

—Cuando llegamos, la comunidad nos recibió como héroes. Había una verdadera fiesta cristiana. Nadie se había quedado en casa. Nos tenían comida, sí, recuerdo que fue un rico sancocho. Era el mejor plato porque representaba un manjar más para el espíritu que para el cuerpo —continuó, Doña Olga, sin ocultar su sonrisa medio nerviosa.

La hermosa niña la observó un instante. Comprendió que su silencio…

—¡Qué bonito, Doña Olga! ¿Y cuándo comenzarán de nuevo?

El próximo mes de septiembre que es el mes de la Virgen María de Coromoto… —Hizo una breve pausa que delató sus lágrimas, agregó:

—“Y siento que esta vez será para siempre”.

—¡Así será, Doña Olga! ¡Así será! —concluyó, la niña, también envuelta en el manto de la emoción que se expresa con llanto.

Clarita recordaba todo aquello. La noche había transcurrido muy lentamente. Pensó en ella y en su vida…

Esa mañana despertó más temprano para orar y rezar. Movida por una fuerza superior a su voluntad —como le había ocurrido otras veces— salió al corredor de la casa. Su mirada estaba fija en el camino que daba hacia la calle principal. De vez en cuando levantaba su mirada hacia la montaña para ver los destellos de luz producida por los viajeros en la oscuridad del camino, mientras el alba poco a poco se acercaba, para que el amanecer hiciera su entrada triunfal ante el nuevo y maravilloso día.

—¡“Que bonito parecen estrellas que caminan!” —pensó en voz alta, y un tierno suspiro se dejó escuchar en el silencio que acompañaba a la oscuridad.

—¡Mamá, Mamá, venga a ver esto! —gritó de emoción.

La señora Andrea, preocupada por los gritos, corrió a su cuarto; pensó que a lo mejor Clarita se había caído por la necedad, decía ella, de estarse parando en las noches dormida a caminar…

—Otra vez, Clarita, hija mía, no debes seguir haciendo eso.

—¿Qué, Mamá? ¿Hacer qué? Ella me dijo que lo hiciera.

—¿Quién, mi amor? —preguntó con curiosidad la madre.

—Ella, la Virgen: me dijo que me levantara y caminara, Mamá que confiara en ella.

—Pero te estás haciendo daño; no es la primera vez que lo haces —insistió la mujer.

—¿Te has golpeado? —preguntó, una vez más.

—Sí, pero no me duele, Mami.

La señora Andrea dejó aflorar todo su amor de madre, y hecha un mar de lágrimas, la abrazó con ternura, la besó tantas veces, que cada vez la estrechaba más y más a su cálido pecho.

—¡Ay, hija mía, qué no diera yo porque caminaras, pero…

—Pero, nada, Mamá, y no llores. Ella me ayudará.

La señora Andrea observó que su hija le mostraba una estampa de María de Coromoto.

—¿Cómo la obtuviste?

—Fue un regalo de Doña Olga; me la envió con el señor Bernardo. —Hizo una breve pausa. Luego continuó:

—Mami, sabes que también me dijo la virgencita.

—¿Qué, mi Princesa?

—Que algún día volvería para quedarse para siempre con nosotros; y ese día llegó.

—¡No entiendo! ¡Explícate, por favor!

—¡Que volverá a tener su Fiesta Patronal, y para siempre!

—¿Qué más te dijo? —preguntó la mujer, hecha un mar de llanto.

—Que para caminar, todo lo que tengo que hacer es practicar, y ella, la virgencita, me dice cuando hacerlo.

—Pero llevas noches haciendo eso, y te tengo que levantar del piso.

—Antes tenía miedo; ahora, no porque sé que algún día lo lograré.

—¡Abrázame fuerte, muy fuerte para que llene mi corazón de esa fe y esperanza, y mis ojos puedan verte caminar…

—¡Gracias, Mami, por ayudarme; te quiero mucho…

—Yo también, mi amor, yo también. Y ahora a dormir.

—¡Ajá!

Esa misma noche cuando la imagen icónica de la Virgen recorría el asentamiento que la recibía con beneplácito, su espíritu tocaba las sábanas de Clarita.

La señora Andrea soltó las cosas que tenía en la mano y corrió al llamado de su hija. El cuarto estaba vacío.

—¡Clarita!, ¡Clarita!, ¿Dónde estás?

—¡Mire!, ¡Mami!, ¡mire..! —Y con su dedo índice señalaba hacia el camino.

—¡Clarita, no es posible!, ¿cómo llegaste hasta aquí? ¿Te hiciste daño?

—No sé, Mami, cuando me di cuenta estaba aquí, mirando hacia el camino que da a la ciudad, las luces que se ven y la gente que…

Impulsada por la misma acción, Clarita dio un paso hacia donde se encontraba su madre, quien cayó de rodillas.

—¡Dios mío, no puede ser!

—¿Qué no puede ser, Mami? ¿Por qué lloras?

—¡Estás de pie, Clarita! ¡Es un milagro…!

Clarita se acercó a su Mamá, le dio un tierno beso y la abrazó; y expresó…

—¡Nuestro milagro, mami. Nuestro milagro!

Tulio Aníbal Rojas

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