Senda propia
Primer Premio en el XII Certamen de Relato “Las Palabras Escondidas” de Villa del Prado (Madrid)
Puedo contar esta historia mía por episodios, y en cada uno de ellos circula un tren. En realidad, la primera de esas memorias no es un recuerdo real, sino la impronta indeleble que se me quedó tras oírle el relato, tantas veces, a mi madre.
Decidieron viajar a la ciudad antes de que yo cumpliera un año, y, con los bocadillos y la fruta en un cabás, y un hato de ropita para cambiarme tras los chapoteos entre las olas en otro, se subieron al tren. El tren de las ocho, las ocho de la mañana, el que cogían quienes necesitaban arreglar papeles, hacer una compra especial o una visita importante. Mis padres habían madrugado porque pretendían aprovechar bien el día de fiesta y regresar antes de oscurecido.
Contaba ella, sin que se le olvidara ni un detalle importante, que había resoplado la máquina justo en el momento en que ponía el pie en el estribo, conmigo en brazos, y que fue tal el sobresalto que me llevé, que rompí en un llanto desesperado e inconsolable que me duró las dos horas y media del viaje. Entre el pueblo y la urbe, unos cincuenta kilómetros, traqueteaban los vagones de hierro y madera durante ciento cincuenta minutos abundantes, estruendosos y agotadores.
Los viajeros, molestos al principio por mis berridos, preocupados más tarde por mi salud y compadecidos al final de la joven madre incapaz de calmarme, aportaban palabras de ánimo, alguna galleta, un caramelo, una cancioncilla infantil, muchísimos consejos, incluso un trago de vino de una bota, por si algo pudiera inducirme al sosiego. Todos los remedios fueron inútiles. Me dormí, rendida, al pisar mi madre tierra firme, y en vez de disfrutar de la fría arena de la playa, me pasé unas cuantas horas en su regazo, sentada ella en un jardincillo aledaño a la estación, mientras mi padre recorría el paseo marítimo procurando que se le disipara la agria contrariedad de soportarme.
Así que mis primeros contactos ferroviarios fueron poco prometedores, sumándole a esta anécdota la circunstancia de que el día que nací, en cuanto supo mi padre que su primer vástago era una niña, dio un portazo estremecedor, tragó a zancadas el pueblo y terminó postrado en uno de los incómodos asientos de la estación; se quedó allí porque era el último vestigio civilizado antes de que se acabaran las calles y empezara el monte, y dejó que pasaran ante su desencanto todas las líneas del día.
Desde nuestra casa se veían las vías, llegaba el ruido y la carbonilla que dejaban los trenes a su paso, sobre todo los mercancías. A mi madre le gustaban los de viajeros, porque le hacían de reloj y porque no levantaban tanta porquería; maldecía los hollines que arruinaban la blancura de las sábanas tendidas, arrancada a la tela a fuerza de calentar agua en barreños de cinc y de desollarse las manos frotando enérgicamente con ásperas pastillas de jabón.
Crecí bajo la prohibición de acercarme, ni a la estación ni a los raíles sin vallar que se dirigían al este, hacia las escarpadas montañas del puerto, o al norte, hacia la marítima gran ciudad, atravesando prados y bosque, bordeando el pueblo, dada la peligrosidad de jugar por allí. Y aunque la atracción era intensa, el miedo al castigo lo era más, y nunca osé desobedecer. Así que, cuando se decidió que asistiera a clases de violín y de inglés, los sábados, en la capital, lo que suponía un viaje semanal en tren, fue una aventura para mis diez años arribar a la estación, y no digamos, subir al vagón de tercera e instalarme sobre aquellos listones de madera que hacían de asiento corrido, en los que cabían tres personas y que frecuentemente albergaban el doble. Las listas de madera se quedaban tatuadas en los muslos, sobre todo si al viajero sedente no le llegaban los pies al suelo, que era mi caso, dejando a veces hasta laminillas de pintura marrón pegadas a la piel enrojecida, procedente de los desconchones. Mi padre pretendía compensar mi condición femenina con una esmerada instrucción, y eso que salí ganando. Golpeaba mi cabecita con los nudillos, levantándome un dolor inmenso, más en el alma que en la raíz del pelo, porque musitaba entre dientes “esto es lo que vale” y me miraba de reojo; siempre supe traducir sus amargas palabras “eres una maldita hembra, pero si sales lista…”. Me acompañaba mi madrina, mi madre tenía prohibido salir de casa.
Aún suponía más de dos horas el trayecto, así que para una escueta sesión de clase, entre la ida, la vuelta, los desplazamientos desde la gran estación urbana a la academia y desde la academia a volver a coger el tren, se nos iban las siete horas centrales del día. Comíamos un bocadillo de salchichón, un huevo duro y un plátano sobre las tres de la tarde, mirando al mar, que habitualmente se mostraba tan malhumorado como yo: él, porque el rompeolas contenía su furia, y yo, porque detestaba la pesadez de aquella enseñanza musical obsoleta y porque temía la regañina que me esperaba por no haber estudiado bastante. Aprendí a amar al mar y a odiar la música.
Mi juventud también tuvo un tren, el que me llevaba a la universidad, que ya empleaba poco más de una hora en hacerlo y que me abría horizontes tan liberadores como poder viajar sola, o contemplar las profusas instalaciones industriales que jalonaban el camino y que no recordaba de antes, tal vez porque nunca me habían interesado, y que ahora me llenaban de esperanza al poder reconocer una tolva, un recuperador de calor, los distintos tipos de conducciones, de chimeneas… A pesar de la malhadada condición femenina, iba para ingeniero y eso alimentaba las expectativas en casa, no un mejor trato.
Me he saltado algunos; mi memoria no debe pasar por alto aquellos viajes bulliciosos, cuajados de carcajadas adolescentes alborotadoras, de esperanza en lo desconocido, de fe en un futuro inimaginable y atrayente, a pesar de todo, como un poderoso imán. Los grupos de amigas se organizaban en las clases del instituto, y así, cada pandilla de muchachas, por un lado, y chicos por otro, eran homogéneos en edad y en nivel académico, y esperábamos al tren de las seis, los domingos por la tarde, ocupando respectivamente los dos extremos de la estación. El espacio central quedaba barrido por las miradas de reojo que continuamente se cruzaban de unos corros a otros. Apenas un cuarto de hora de viaje para alcanzar la capital del concejo, donde había baile, cine, un parque más grande y más bonito que el nuestro, y donde coincidíamos con bandadas de jóvenes de otros lugares que también acudían a la llamada de la naturaleza, cada tarde dominical. Y el mismo rito para esperar al tren de las diez, para regresar, haciendo recuento de los miembros de cada bandada, preocupándose si alguien se retrasaba amagando con perder el tren, sobre todo si era alguna de nosotras, jaleando a quienes llegaban corriendo, casi volando sobre la grava suelta de la carretera para subirse a los estribos en el último instante, envueltos en risas exageradas. El jefe de estación, rígida gorra bordada en oro, calada, esperaba muchas veces, misericorde y sonrisa de circunstancias, a que los rezagados se alzaran, gritones, a la plataforma, evitando así muchos dramas familiares.
Creí haberme enamorado, seguramente sucedió, y también en el tren, cordón umbilical a aquel futuro soñado; lloré más tarde en el mismo tren en vez de empujar al malnacido que se atrevió a maltratarme en cualquier cambio de aguja del trayecto la primera vez que osó insultarme.
Ahora, el ferrocarril sólo se llama “cercanías”, sólo lleva vagones de viajeros y no son de madera. Han pasado los años, aproveché las circunstancias de la vida, y sin embargo sigo odiándolo, como si las vías tuvieran la culpa. No me educaron para valorarme, sino para servir, obedecer y no dar disgustos. Y a pesar de todo, seguramente mi padre tenía algo de razón al afirmar que no tenía yo la cabeza hueca, porque del primero que me deshice fue de él. Y después del otro bruto, de cuyo tren me apeé con la satisfacción de las cosas bien hechas. Me alejé de los detestables jefes de estación y sus gorras de plato, de sus pitos estridentes y déspotas. A pesar de los aires malsanos que se respiraban y se respiran, hinché los pulmones y grité.
Mi orgullo es mi obra: las manos que pude tender a tantas jóvenes, para que siguieran su propia senda, libres. Y a otros muchos educandos varones, que aprendieron de mi ejemplo y de mi voz que aquello de “compañera te doy, que no sierva” quiere decir que a las compañeras se las quiere y se las respeta como a uno mismo y no cabe otro catecismo.
Libre, que me quiero libre; libre me quiero. ¿Dónde habré oído yo eso, o algo parecido? Cada arruga que el espejo me devuelve es huella de una lucha, cada cana, de una victoria: mereció la pena. Nací esclava, y en este mundo donde aún quedan tantos amos empapados de ignorancia, uno solo ya sería demasiado, yo logré caminar sin carriles establecidos, mis pies trazaron su senda a modo de las estelas machadianas, y ya cercana la última estación, me pregunto si al otro lado habrá trenes.
Eva Barro