El que cruzó con velas encendidas
Honor, a quien honor merece.
Q.E.P.D.
Entre velas y murmullos,
una sombra cruzó la plaza.
Traía consigo su propia muerte,
y la de un valiente,
dos destinos atados,
por el filo de un instante.
Ambos cayeron esa noche,
distintos y semejantes,
uno con la frente limpia,
otro con la conciencia oscura.
Quizás más allá,
caminen juntos o separados,
cargando cada cual su historia,
pues los hechos
—no los hombres—
hablarán por ellos.
Dicen que uno intentó salvar a un pueblo entero,
y el otro, corrupto, lo condenó en su veneno;
uno sembró valor en tierra doliente,
y el otro manchó su alma, ciego e insolente.
Pero la muerte, sabia y equilibrada,
no pregunta nombres ni distingue causas:
llega callada, exacta, infalible,
para santos y pecadores,
para valientes y cobardes,
para hombres y mujeres,
para los que aman y los que hieren
—incluso para—
Los que escriben y los que leen.
Su oficio es antiguo como el fuego,
y aunque cambie de rostro, de arma o de ego,
una sola verdad sostiene su paso:
viene por todos, sin tregua ni ocaso.
Aquella noche…
el aire olía a cempasúchil,
y las campanas tejían su eco.
Alguien gritó “¡Carlos!”,
pero el viento corrigió, sereno:
“no ha muerto… solo cambió de sendero.”
Hay hombres que se van sin irse,
que dejan su nombre grabado
en las paredes del alma colectiva,
como una promesa encendida
entre las flores del camposanto.
Y aunque muchos intenten apagar las velas,
ellas resisten: firmes, luminosas, enteras.
Como corazones que laten en la sombra,
como voces que aún llaman desde el recuerdo,
como promesas que se niegan a morir.
Gardenia Verchiel.
México.



