DE LA LUZ QUE FUE UN DÍA
Ella no está.
¿O caso es ésa que presiento
en la oquedad sin alma del ropero?
Persigo su olor y su perfume
hundiendo la nariz en las toallas
y un eco impreciso,
un halo que cimbrea mis certezas
me recuerda, impasible,
que estoy solo en medio de la nada.
Es tan reciente mi herida
que sangro en las esquinas del recuerdo,
en las aristas cotidianas de las cosas,
tan llenas de ella hace una vida
y tan vacías ahora para siempre.
En el cajón tranquilo donde guardaba
las ingrávidas sedas,
los tules bordados,
comienza a acumularse
la herrumbre de la ausencia,
el implacable orín de la distancia.
La noche es una inmensa vigilia sin oasis,
gélido desierto
que hiere mis pupilas sedientas de reposo.
Aún miro la almohada,
cual niño desvalido,
y en el pozo cálido que dejó su cabeza
me hundo lentamente
como un barco quebrantado
que anhela el frío abrazo de abisales,
oscuras simas.
Escucho un crepitar de madreselvas
hurgando en los rincones,
poblando los resquicios que han dejado
los besos que un día fueron
puntales de mi hogar,
los besos que ahora flotan
sin rumbo por la casa
habitando el olvido de pañuelos mojados,
de húmedos bordados robados al alba,
al sueño fugitivo de noches sin límites
y vainicas de lágrimas tejidas hacia dentro,
como se teje el dolor
rumiado en el silencio
de las agujas de la aurora,
de tantos alfileres mustios de madrugadas.
Ella se ha ido,
y los hijos no colman el vacío,
la estela de sombra y destierro
que supura mi herida.
Ahora sé que la soledad
es una muerte por entregas,
y consumo mi ración diaria
ajeno, ay,
a la premura de las horas,
al vaivén sin sentido de los días
y a las vanas urgencias de los relojes.
Juan de Molina Guerra.
Primer Premio
X Certamen Literario Verbo Azul 2019,
Alcorcón, España.