El lamento Andino de junio
Los últimos días de junio de 2025 se tiñeron de un gris implacable sobre las cumbres andinas de Venezuela. No fue el frío habitual de la sierra, sino una pena líquida y torrencial, desatada por la onda tropical número 9 y el incansable pulso de la Zona de Convergencia Intertropical.
Mérida, alma de los Andes y sus hermanos Barinas, Táchira y Trujillo, se vieron envueltos en una declaración de emergencia que resonaba con el eco de un dolor profundo.
La furia del agua no discriminó. Cientos de hogares, el refugio de tantas vidas, se desvanecieron por completo y otros quedaron heridos, con cicatrices de lodo y desesperanza. El suelo, que antes era cimiento, se convirtió en traidor, demoliendo y deslizando sueños y recuerdos. Familias enteras, desarraigadas, observaban con ojos vacíos como la tierra les arrebataba lo más preciado.
Pero quizás la herida más profunda se abrió en las venas de la comunicación. Muchos puentes, hilos de conexión entre comunidades, cedieron ante la embestida y la mayoría de ellos desaparecieron por completo. Miles de familias quedaron aisladas, prisioneras de un paisaje fragmentado. Las carreteras, antaño caminos de vida, se convirtieron en abismos y el paso por doquier se cerró como una herida que no deja de sangrar. La legendaria Trasandina y La Variante, testigos de innumerables historias, sufrieron el embate de ríos desbordados como el Chama y el Mucujún, que rugían con la fuerza de la desolación.
La oscuridad también llegó. Los servicios básicos, el tenue consuelo en tiempos difíciles, se cortaron. La luz se apagó y el agua dejó de fluir, dejando a los páramos merideños en una penumbra fría y sedienta.
En Apartaderos, el río se desbordó, llevándose consigo la inocencia de los hogares. Timotes, Mucuchíes, El Pedregal de Tabay, Cacute con su Complejo Recreacional Valle Hermoso, ahora casi que sepultado, todos lloraban bajo el mismo cielo encapotado, al igual que Fernández Feo, Cárdenas, San Cristóbal y Junín en el Estado Táchira.
Los productores agrícolas de Los Andes, con sus cosechas perdidas y sus vidas incomunicadas, observaban impotentes como el trabajo de un año se disolvió en el barro.
Frente a la adversidad, los paisanos andinos se unieron con admirable solidaridad. A pesar de derrumbes, ríos crecidos y el cansancio, abrieron caminos con manos tendidas y corazones compasivos para llevar ayuda a los afectados. Cada gesto fue un acto de amor, transformando la tragedia en una historia de unión inquebrantable, que demuestra la fuerza del pueblo andino.
El mes de junio se despide con un lamento colectivo, un recordatorio sombrío de la fragilidad de la existencia frente a la indomable fuerza de la naturaleza. Los Andes, que tantas veces habían sido fuente de majestuosa belleza, ahora son el escenario de una tragedia que dejará una marca indeleble en lo más insondable del corazón de sus habitantes. Pero bajo la gracia y la perfección del Creador, Los Andes volverán a florecer de nuevo.
Willian García Molina.
Venezuela.