MADRID DESDE EL QUIJOTE
Vi las Meninas una mañana de tanto estadio esotérico, pude descubrir que el pintor de los Reyes, los guardó en un espejo y entre los ecos del silencio, él con la cruz templaria de los caballeros. Más adelante describir a Cayetana desnuda con la pureza del Lucientes en maestro de los arreos taurinos y el testigo de los fusilamientos. Porque del alba un Cronista debe ser humano y sincero y no guardar las cintas de los muertos…
Llegué como el vuelo de las golondrinas y de tanto viajar venia en busca de Guernica. Era 1987. Entre los salones de Monjuit para ver a Joan Miró y hablar con «Los Gritos de América». Muy después volví con las vidas y los colores de un caballete venido de Francia. Y antes en 1982, estudiaba en la Llotja de Barcelona. Con una beca que me regaló el Ministerio de la Defensa venezolano.
¡Dios mío! Si en la Gran Vía se abría de abanicos aún el canto de Lola Flores y del templo de San José, vi aún las lozas por donde Bolívar tan joven se casaba con su Maria Teresa.
Había olor a pan en la Puerta del Sol y las balas impresas en los muros de la Guerra Civil, mientras detrás del Arco de los Cuchilleros hacia la Plaza Real donde Felipe IV aún está esperando la llave del Potosí de América, para acuñar la corona de la reina. Allí entre las arcadas pude ver de alegrías a Antonio Cano, «el paleta» que se volvió el canto de la España dolida, del llanto de García Lorca y del panadero mundo de Miguel Hernández.
Fui a la calle del Sordo donde vivió Goya, el pintor de las traiciones y el de los «Caprichos» y de amor con hojas de papel me adentré al Prado para creer en Velázquez donde una vieja de 1634 freía huevos y su Cristo se moría antes del retrato de la judía en Jerusalem Berrnice.
Hablé en sus parques, Madrid y fui a las tabernas con el poeta Juan Sánchez Peláez de quién una carta de Hugo Baptista me regaló los versos y me mostró el ático del pintor para contemplar la plaza donde Miguel de Cervantes en mármol contemplaba a su Caballero andante partir en compañía de Sancho, sonriente en bronce y burlándose de los crueles terratenientes del mundo. Estaba viendo al Quijote de la Mancha. Despertando a los siglos y sintiendo los dolores de los humillados.
Me bebí los vinos con tortillas de España y entendí a Sorolla debajo de las mantas de los gitanos. Recé en la iglesia del Palacio Real y encontré los abrigos de la vida entre las tintas de las letras de Hemingway en su novela periodística de un «Por quién doblan las campanas». Entonces en la plaza de las Ventas subí las escalas para ver a Juan Belmonte, y desde las zapatillas de Manolete la capa de paseo de César Girón. Por fin hablé solo y en el Cazón del Buen Retiro fui a venerar a Guernika, en la inmensidad de Picasso en la oratoria de las memorias con los reclamos de madera a un hecho social. Y en el inmenso estanque descubrí, la luna, mientras en la fuente de Cibeles me aprendí el sonido del fútbol y más adentro del teatro «Tirso de Molina» escuché a los gitanos detrás de las guitarras, al devenir en el rastro con el cantar de un niño «gamberro» en los temples de un violín.
Fueron muchos los viajes desde el país catalán a la señorial Madrid en busca de los cristos de Salcillo. Y del color de San Isidro las cartas con los naipes de reyes en la baraja de una mozuela cantando la plegaria de la poesía. Con aretes árabes y un pañuelo rojo volando al viento. Y los labios como un clavel para los toreros. Madrid de monjas cocineras, bordadoras de las capas de Juana La Loca, de la cima del monte con la sierra del Guadarrama en diamantes de nieve y del Atocha circulando los trenes para ver llorar en Barajas en un mural del ecuatoriano Guayasamin. Con los tiempos de un reloj de arena.
Porque desde «La Adoración de los Reyes Magos» de Rubens comprendí el secreto de los grandes lienzos. Aún saliendo por la puerta de Velázquez para llegar al arco de Toledo donde Victorio Mayo burló las guardias y logró defender a quien iba a ser el Libertador del nuevo mundo.
Un día en Madrid dibujé los encantos de la fuerza de Zuloaga y me despedí queriendo volver para beberme las manzanillas en su plaza de Toros y rezar en el templo del Escorial, viendo los trajes de los muertos y las alabadas profanadoras del templo de Moctezuma, en México, del oro del Perú y de la vida de Guicaipuro. Allí, junto a las palomas blancas mostrando el espejo de Aranjuez… con colores moros e inciensos de la India. Y comprender a Eduard Manet el pintor francés defendiendo después de trescientos años la obra manierista del Greco en la vieja capital de Toledo…
¡Bendita Madrid! por fin, aún del Café de Pompo.
¡Bendita Madrid!, escalera hacia el cielo…. fue de leer aquellas palabras escritas por algún vagabundo donde se decía: …»Madrid, Madrid. Que tus platos bebí y un gitano me enseñó a robar corazones. Madrid, Madrid»…
Néstor Melani-Orozco.
Venezuela.