Almas rotas

Almas rotas

El domingo había amanecido especialmente frío. En los pasillos del hospital solo se escuchaban las ruedas de los carritos de la limpieza, que iniciaban su acostumbrada ronda.

Este hospital había sido diseñado por un arquitecto cuya hija, muy enferma, no tenía dónde ser recluida para ser tratada. Estaba a las afueras de la ciudad, era una estructura de dos plantas, rodeada de una vegetación espesa, llena de árboles gigantes y muchas flores en la entrada como en los alrededores. Su fachada era de piedra, sus paredes de cemento rústico para que resistiera el paso del tiempo, pero sus pisos eran de granito blanco pulido, la entrada principal tenía mármol en una de sus paredes y una lámpara hermosa de hierro. No parecía un hospital, parecía en realidad una casa de gente muy rica, espaciosa y clara, la luz tenía tanto espacio que se perdía en ella misma.

En los buenos tiempos había sido un hombre de mucho dinero, tanto que no lo afectaba que dispusiera de este inmenso terreno y dedicara sus últimos años productivos a la construcción de El Hogar, como le gustaba que le llamaran.

Es una historia realmente triste y casi melancólica. Hoy voy a contarles cómo ocurrieron los hechos.

Francisco se había enamorado de una joven de dieciocho años hija de un político, el gobernador del estado para ser exactos. Para ese tiempo tenía treinta y ocho años, con mucho esfuerzo superó la pobreza de sus orígenes y se convirtió en un profesor respetable.

Esa jovencita logró romper todos los esquemas, él se mantenía ajeno a cualquier tentación femenina y sus relaciones no pasaban del año, pero con Carolina las cosas fueron diferentes. Tenía un rostro tierno, ojos grandes oscuros y blanca su piel. Sus labios carnosos la hacían parecer una muñeca viviente, pues sus mejillas estaban siempre rosadas.

Carolina también había sucumbido a los encantos de su profesor de diseño, aquel hombre alto, delgado, con cabello abundante y barba cerrada oscura que caminaba como si volara por los pasillos anchos de la facultad. Fue amor a primera vista, se veían muy bien juntos y
a pesar de las trampas que el padre de la chica le creó, para hacerlo perder credibilidad delante de su hija, no lograron separarla de él.

Francisco y Carolina decidieron irse de la capital y llegaron hasta una ciudad oculta en las montañas, donde los tentáculos de su padre no pudieran alcanzarlos, o al menos eso pensaron. Se casaron en un pueblo escondido en la montaña y con lo poco que Francisco tenía, compraron un terreno con una casita y se dedicaron a cultivar flores.

Sin embargo, los encantos de esta pareja no pasaron desapercibidos. El pueblo comenzó a experimentar la ayuda de ambos, Francisco contribuyó con los arreglos de la Iglesia, el Palacio de Gobierno, la plaza y otras estructuras. Carolina junto con las Hermanas del Santo Rosario arreglaron el Colegio y reunieron lo suficiente para construir una casa para los desamparados.

Pero no todo era felicidad, Carolina no podía tener hijos. Buscaron ayuda con los médicos de la zona, y como sabían que no podían ir a la capital, viajaron al país vecino y pasaron una temporada allá.

Un año después regresaron a casa, trayendo en sus brazos a una niña hermosa, de mejillas rosadas como las de ella y cabello negro abundante como él. La llamaron Helena y la criatura tenía la atención de las Hermanas del Santo Rosario, así como de la gente de la gobernación que afectuosamente la llamaban la chiquita.

Cuando la chiquita cumplió diez años, en el pueblo llegaron unos señores muy extraños buscando a su padre, Francisco. Unos señores vestidos muy elegantes, con zapatos brillantes el hombre y puntiagudos la mujer, que pidieron ver a Carolina. Ella sorprendida no podía creer que la hubieran encontrado y se limitó solo a darles las explicaciones necesarias.

El padre de Carolina le reclamó que se hubiera marchado sin decirles, y a Francisco, lo acusó de haberla raptado y abusado de la inocencia de su hija. Les explicaron que tenían más de doce años de casados y que no podían hacer nada en su contra, que no iba a regresar con ellos y los dejaran en paz. En toda su vida no había sido más feliz, que la vida con Francisco había sido lo mejor que le había pasado y que por nada del mundo la cambiaría, ni siquiera por todo el dinero que ellos podían darle a cambio.

Esa vez se fueron con los policías que los custodiaban y abandonaron el pueblo, no sin antes recordarle a Francisco que pagaría, con su vida, el haberse llevado a su hija a este pueblo, olvidado en la montaña. No les importó la presencia de Helena para enfrentárseles cara a cara. La chiquita, asustada, agarrada de las piernas de su padre, presenció toda la discusión frente a la casa debajo del árbol de pino que vestían para navidad. Ninguno de ellos le dio muestra de afecto, como si no existiera o como si esa criatura no fuera su nieta, era tal la rabia que tenían ambos que no le prestaron atención.

Los padres de Carolina necesitaban que ella firmara unos papeles, que la hacían partícipe del dinero mal habido, durante su paso por la gobernación. Sería su testaferro, estaba por terminar su mandato, y ese dinero iba a ser parte de su herencia, por lo que debía colaborar con su firma. Carolina y Francisco se negaron y con la negativa se habían ganado la mala voluntad del padre de ella, que era capaz de hacer cualquier cosa fuera de la ley.

Para finales de ese año, Francisco, Carolina y Helena se fueron de vacaciones. No querían estar en el país durante las elecciones, así que viajaron por tierra al país vecino. Las Hermanas del Santo Rosario tenían una casa y los recibieron con todo el cariño del mundo, pasaron navidades y año nuevo rodeados de mucho afecto.

Francisco y Carolina se amaban mucho, parecían hechos el uno para el otro, era tal su amor que se respiraba al estar cerca, era una paz que los rodeaba que daba gusto estar a su lado.

Helena se convirtió en una buena mujer y al igual que su madre, trabajaba en el hogar de las Hermanas del Santo Rosario, enseñando a leer y matemáticas a los pequeños. A pesar de que Francisco no quería que dejara el pueblo, Carolina lo convenció para que la chiquita fuera a la universidad en la capital.

Helena llegó a la capital junto con Francisco y Carolina, en un viejo auto Chevette de los tiempos cuando era profesor. Aún en la Universidad había personas que lo conocían y le ofrecieron un puesto como profesor de diseño. Francisco y Carolina sonrieron mutuamente pero no querían regresar a la capital, aunque era difícil dejar a Helena, este era su tiempo y con dolor y nostalgia consintieron en una residencia para estudiantes.

Helena regresaba al pueblo cada vez que podía y Francisco junto con Carolina la llevaban de vuelta todas las veces. Así pasaron casi tres años de carrera, hasta que una tarde Carolina sintió una molestia en su espalda que le impidió moverse. El médico del pueblo le sugirió a Francisco que la llevara a la capital y la recomendó con un especialista amigo. La peor de las noticias, tenía cáncer y había avanzado con tal rapidez que no podía hacerse nada más, al menos en este país.

Una tarde mientras Helena y Francisco estaban fuera, Carolina decidió visitar a sus padres, tal vez podían ayudarla prestándoles el dinero para el tratamiento en el extranjero. Venderían todo lo que tenían porque no quería dejarlos solos y ansiaba seguir viviendo.

Tomó un taxi y apoyada en su bastón llegó hasta la casa de sus padres. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que se habían visto y el recuerdo no era el mejor, pero era una buena razón para intentarlo de nuevo. Cuando tocó el timbre de aquella imponente casa de dos pisos la nana fue quien la recibió, abrazándola y besándola con aquel aprecio de siempre. La Nana le contó que su madre había fallecido hacía un año atrás, pero su padre no permitió que la llamaran para avisarle. Su madre había sufrido un infarto fulminante. Con esa noticia no tenía mucho sentido pensar, ni siquiera por un instante, que su padre la ayudaría. Regresó a la residencia toda desanimada y triste, pero debía cambiar de actitud frente a ellos y lucir de mejor ánimo que la decepción que sentía y la tristeza que la embargaba.

Francisco regresó al pueblo a vender sus pertenencias porque la enfermedad de Carolina requería de mucho más dinero, para hacerla morir lo mejor posible. Con dolor se desprendió de la casa, la tierra y los amigos pues debía comenzar de nuevo, ahora con casi cincuenta y tres años. Ese año Carolina murió mientras dormía, junto a él, como siempre desde hacía más de veintiún años.

Para Francisco y Helena la vida perdió sentido, dirección y las ganas de vivir que Carolina les daba; era como si sus almas estuvieran rotas, vacías, incompletas sin ella a su lado. Sin embargo, con esfuerzo y teniéndose el uno al otro iniciaron una nueva etapa, ahora sin ella a su lado.

Al primer aniversario de la muerte de Carolina, un abogado llegó a la universidad buscando a Francisco, su suegro había fallecido y le correspondía recibir la herencia de su esposa al igual que su hija. El señor Torres había dejado claro que todos los bienes y el dinero que tenía en inversiones debían ser entregados a su yerno Francisco, para que administrara el patrimonio familiar, en beneficio de su única nieta Helena Rodríguez Torres.

En esta nueva etapa Francisco se dedicó a hacer lo que más amaba, crear las estructuras que había abandonado por el amor a su esposa. Con el trabajo excesivo trató de llenar la ausencia, pasando de proyecto en proyecto, uno cada vez más grande que el anterior.

Helena se sentía vacía y rota por dentro, no encontraba sentido a su vida sin su madre, además su padre se dedicaba solo a trabajar alejándose cada vez más uno del otro. Conoció a un chico estudiante llamado Alfonso, un basquetbolista, quien la llevó a probar experiencias extremas como correr a alta velocidad en su auto, beber, fumar y drogarse.

Una noche cuando celebraban el cumpleaños de uno de los amigos de la facultad, luego de haber bebido mucho, tuvieron un accidente y Alfonso murió al lado de Helena. Helena iba al volante porque él no podía manejar, pues habían combinado unas pastillas con el alcohol.

Francisco llegó a verla al hospital y estando en la cama junto a ella, esperando que despertara, tomó su mano besándola una y otra vez. Helena giró su cabeza para verle y le acarició su cabello.

–¿Qué pasa Francisco?

–Cariño, gracias a Dios despertaste.

–Qué te trae hasta aquí, ¿ya terminaste tu gran obra? ─le respondió reclamándole. Su rostro estaba golpeado en la frente, el ojo derecho y había perdido los dientes delanteros.

–No aún no, pero debo reconocer que me llevará más tiempo de lo que había pensado ─le dijo viéndola a los ojos con lágrimas a punto de salir.

–No es necesario que te quedes conmigo. Alfonso cuidará de mí en cuanto sepa que estoy aquí. Tranquilo puedes irte.

–¿No recuerdas qué pasó? ─ le preguntó despacio modulando cada palabra.

–¿Pasó? No sé de qué me hablas. ¿Dónde estoy? ¿Dónde está Alfonso? ¡llámalo, dile que venga!

–Tranquila, tranquila.

–¡No! ¡Alfonso! ─ comenzó a gritar y Francisco se le acercó para tomarle los brazos
e impedir que se levantara, pues sus piernas estaban enyesadas.

La enfermera y el doctor de guardia entraron a la habitación y colocándole un tranquilizante lograron que se durmiera. Francisco veía cómo la trataban forzándola a que se quedara en la cama y comenzó a llorar, las lágrimas bajaron por sus mejillas, recorriendo su rostro.

Cuando Helena se quedó dormida el doctor se acercó a él y le pidió que lo acompañara fuera de la habitación.

–¿Es usted su padre?

–Si. ¿Qué ocurrió?

–Tuvo un accidente en auto, el vehículo se estrelló contra un árbol, el chico que iba con ella se desnucó y ella venía conduciendo. Ambos estaban borrachos y drogados. No entiendo cómo sobrevivió, pero sus piernas están muy maltratadas, en especial las rótulas, están completamente rotas. No creo que vuelva a caminar.

–¿Qué dice? No, no puede ser.

–Por lo que dicen los exámenes que le hemos hecho, lleva tiempo bebiendo y drogándose. Es una adicta a las sustancias. Le sugiero que la hospitalice, busque ayuda psiquiátrica para que pueda recuperarse, creo que cuando este consciente de lo que le ocurrió a Alfonso pueda atentar contra su vida.

–Dios, no puede ser.

–Lo siento mucho, pero soy de los que piensa que es mejor conocer todo para tomar la mejor decisión.

–Gracias, te lo agradezco mucho.

–Conozco un lugar donde puede llevarla. Pasará aquí como dos meses, pero después le recomiendo que la hospitalice, no puede manejar solo la situación. Busque ayuda y mucha.

Francisco le dio la mano en señal de agradecimiento y caminó hasta la sala de espera, necesitaba sentarse. ¿Cómo habían llegado a pasar tantas cosas y no darse cuenta?, el dolor propio lo había cegado y había abandonado lo que más quería después de Carolina, a su hija.

Meses después, tal y como había dicho el médico, Helena trató de suicidarse en dos oportunidades al enterarse que ella iba conduciendo cuando Alfonso murió. Pasaba los días y las noches prácticamente sedada, no tenía ganas de vivir y simplemente esperaba que la muerte viniera por ella. No podía caminar y eso la entristecía aún más, además no aceptaba ver a su padre, quería que se olvidara de ella, que pensara que había muerto al igual que Alfonso. Durante esa época había dejado de comer y permanecía sedada todo el tiempo para que no se agrediera.

Francisco, con ayuda de la universidad y el nuevo gobernador, ofreció la compra de un terreno y la construcción de un hospital para recuperar a los enfermos como su hija. Un hospital para recuperar a los drogadictos y los enfermos mentales, construirles un lugar que pareciera más un hogar que un hospital, con mucha vegetación y flores de variados colores. Además, una pequeña laguna artificial con una fuente donde el agua circulara todo el tiempo. Ese sonido calmaba la tormenta interna que cada uno llevaba dentro.

Cuando El Hogar estaba prácticamente terminado, Francisco llegó a visitarla. Pasaba a verla casi todos los días antes de llegar a casa, la observaba de lejos: bien cuando estaba tomando el sol en el jardín del hospital donde estaba internada, cuando estaba sedada por la ventana de la habitación o a su lado, cuando sabía que no se despertaría al verlo junto a ella.

Se conformaba con verla, acariciarle sus manos, aunque no pudieran conversar como lo hacían antes de que todo esto pasara. Se sentía arrepentido de haberse alejado de ella, haberla abandonado a su dolor, en lugar de compartirlo. Si no lograba sacarla de aquí la perdería, eso lo sabía, tenía que probar otra forma de atenderla, no podía ser solo sedarla y mantenerla perdida en la maraña de su mente vacía.

Buscó integrar un equipo de especialistas dispuestos a manejar el caso de su hija de otra manera. Tenía que existir otra forma de tratarla y con su equipo decidieron remodelar una de las salas, convirtiéndola en el quirófano y prepararon un piso para traumatología y fisiatría. Había que lograr que su recuperación fuera completa y por lo menos hacer el intento de que pudiera caminar.

Hoy hacía casi dos años de su accidente y encontró a una psiquiatra que estaba dispuesta a probar otras opciones diferentes y aplicar otro tratamiento. Recordó que las Hermanas del Santo Rosario le tenían especial afecto cuando niña y fue a buscarlas ofreciéndoles un área en El Hogar para que lo ayudaran.

Esa tarde Helena estaba en el jardín, esperando que la enfermera viniera por ella, cuando vio que un hombre de barba se acercaba acompañado por dos monjas vestidas de blanco y con un rosario de madera que reposaban en su pecho. Su cabeza colgaba de su cuello, casi como si estuviera roto, su rostro había perdido la lozanía de antes y su piel parecía la de una anciana, no de una mujer joven de veintitrés años.

Una de ellas llevaba unas rosas en sus manos y al estar frente a ella se inclinó para entregárselas y lograr ver su rostro. Helena por un momento, con la mirada perdida al principio, solo la miró extrañada y luego despacio levantó las flores de sus piernas llevándolas a su rostro para olerlas, eran sus favoritas, unas hermosas rosas rojas. Su rostro se iluminó y sonrió, era como si su otro yo reconociera el olor y su cara.

–Hermana Rosa, gracias por venir a verme.

–Cariño, hija, Dios te guarde. Vengo por ti, vamos a llevarte a un hermoso lugar donde te cuidaremos y te recuperarás.

–No hermana, ya no voy a recuperarme.

–Claro que sí, con nuestra ayuda y la de tu padre podrás recuperarte.

–¿Mi padre? ─dijo y levantando la mirada del suelo con dificultad logró ver su rostro. Llevaba un sombrero y su barba cerrada estaba casi blanca al igual que el poco cabello que sobresalía de él.

–¿Francisco? ¿Has venido por mí?

–He venido a llevarte a un lugar mejor que este, a tu nuevo hogar. Las hermanas estarán con nosotros y te recuperarás.

–Cariño ya no hay mucho que hacer. Mi madre viene pronto a buscarme.

–No digas eso hija, dame la oportunidad de encontrarnos de nuevo.

–Ya me has encontrado. Estoy contenta de verte, sé que siempre viniste a verme, aunque estuviera dormida.

–Déjame llevarte conmigo. ─Francisco se arrodilló para verla a la cara y tomó sus manos con las rosas en ellas.

–No voy a durar mucho, ya te dije que mamá vendrá pronto, me he cansado de llamarla todos los días y anoche la vi cerca de mi cama.

–Amor, por favor, no me digas esas cosas. Dile que me deje intentarlo al menos.

–Papá ya no soy aquella chica de antes, ya no soy nada, todo lo he perdido, he hecho que desaparezca poco a poco. Pero estoy bien, ya tengo paz, la paz que tanto buscaba.

–Helena, hija mía, ven conmigo ─Francisco comenzó a llorar desconsolado sobre sus manos que besaba una y otra vez. Helena se quedó mirándolo durante unos minutos, el tiempo suficiente para que su padre llorara toda la tristeza de tantos años solo. Entonces se compadeció de él y reconoció que se debían una oportunidad, ambos tenían que recuperar el tiempo perdido.

–Está bien, voy contigo donde quieras, pero debes saber que no voy a estar mucho tiempo. Sin embargo, el tiempo que estemos juntos te prometo que vamos a ser el uno para el otro, perdonarnos por habernos distanciado cuando nos amábamos tanto.

–Porque nos amamos tanto es que quiero llevarte conmigo, cuidarte y llenarte de mi amor.

–De acuerdo, llévame contigo ─Helena sonrió. Francisco colocó su brazo sobre sus hombros y el otro debajo de sus piernas para levantarla de la silla.

La frazada de cuadros cayó al piso al igual que su sombrero, dejando libre su cabello lleno de canas que el viento movió, mientras Helena recostaba su cabeza en su pecho como cuando era niña. Después de ese día el tiempo parecía que se multiplicaba y cada día no tenía veinticuatro horas, eran eternas, pasando un día tras otro, como un ciclo eterno de amaneceres y atardeceres con sus noches todas llenas de amor. Recuperaban el tiempo perdido, las palabras no contadas, las historias no compartidas hasta crear las nuevas y la vida les permitió unirse de nuevo, como si nada hubiera pasado y el tiempo no hubiera transcurrido. Todo el sufrimiento fue borrado, quedando en el pasado.

En El Hogar hay dos cuadros, unas enormes pinturas, hechas por un amigo de Francisco, un pintor reconocido inmortalizando con ellas el amor que se tenían. Las personas de la pintura que se encuentran en la entrada principal y la otra en el área de hospitalización, son ellos, Francisco y Helena. En ellos estaban uno al lado del otro, sonriendo ambos observando a cada uno de los visitantes, casi saludándoles y recibiéndoles con amor.

Helena se recuperó y hasta logró caminar, muchos lo consideraron un milagro, aunque siempre estuvo ayudada con las muletas y luego con un bastón. Las Hermanas del Santo Rosario y Francisco acordaron que se encargarían de El Hogar a partir de la recuperación de Helena.

Fueron muchos años que se disfrutaron el uno al otro, tanto que Helena volvió a la universidad y se gradúo de médico. Poco a poco la edad fue marchitando a Francisco, aún cuando seguía trabajando en la remodelación de otras áreas de El Hogar para que su hija pudiera encargarse del lugar.

Aún me parece verlos caminando, tomados de las manos, recorriendo los pasillos cuando eran pasadas las cuatro de la tarde, justo cuando casi nadie quedaba y los pacientes habían sido atendidos durante la jornada. Ese amor de padre e hija fue lo que los hizo recuperarse y reparar, con el bálsamo del perdón, esas almas rotas.

Mary Agnes Vega.

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