CUADERNO DE BITÁCORA
Gotas de cera caliente acarician el cuerpo de la vela. En un cuarto donde apenas cabe un camastro, está el cuerpo sin vida, aún caliente, de Villa. Saco mi estetoscopio y de manera automática reviso el cuerpo tratando de encontrar los latidos cardiacos.
Después de trabajar tantos años en la sierra me he acostumbrado a interrumpir la consulta para acudir de prisa a donde se encuentra algún enfermo muy malo, como en este caso, que al decir de sus familiares o vecinos, requiere de atención urgente. La muerte tiene un olor extraño que se percibe desde antes de revisar al cristiano. Como en otras ocasiones, lo olí al trasponer la puerta, luego aquel sudor fino cubriendo el rostro de Villa (nadie sabía su verdadero nombre), las pupilas dilatadas, su huesuda mano apretando un vaso de peltre despostillado que contenía no sé que yerba y, por su olor, también generosa cantidad de alcohol.
Quienes me fueron a avisar sabían que Villa estaba muerto, pero no me lo dijeron; en este pueblo tienen una forma muy curiosa de valorar la intervención del médico: nadie está muerto hasta que no lo determine el facultativo. Apenas solicité a los curiosos que avisaran al Agente del Ministerio Público para que diera fe del deceso, cuando no sé de dónde salieron dos viejas de cara afilada y cabezas cubiertas por sendos chales negros que, rosario en mano, atacaron con un Dios te salve María llena eres de gracia… Al parecer esas viejas se reproducen como hongos en tiempos de aguas, porque en menos de diez minutos el patio se llenó de chales negros, rosarios y aquella oración como un estruendo Dios te salve María llena eres de gracia… La gente seguía llegando.
Cuando regresaba del sepelio de Villa, vi a lo lejos un pequeño grupo de personas que se dirigía hacia la clínica, parecían apresurados, así que apreté el paso, no fuera a ser la de malas y llevaran algún paciente grave. Llegamos al mismo tiempo, abrí rápidamente la puerta para franquearles el paso. Traían un niño cubierto de lodo de los pies a la cabeza; a través del oído izquierdo le fluía un hilillo de sangre, la frecuencia cardiaca estaba por encima de los doscientos latidos por minuto, tenía muy baja la presión arterial, y entre la capa de lodo, se adivinaba un sudor fino, muy fino. Apenas lo pusieron en la mesa de exploración, afloró aquel olor a muerte. A toda prisa canalicé una vena, indiqué a los acompañantes que solicitaran una avioneta para trasladarlo a un hospital. En ese instante escuché llanto a mis espaldas; en toda mi vida no había escuchado llanto más desgarrador. Era el sollozo de una señora con el rostro desencajado, los ojos parecían salírsele de las órbitas; a su lado el esposo, con la mandíbula apretada, cargaba en brazos a otro pequeño, estaba también batido en lodo y sangre, el cuello le caía hacia un lado.
Les indiqué que lo pusieran junto al otro paciente. Con una lamparilla revisé sus pupilas, estaban tan grandes que parecían mirar hacia adentro; el corazón no latía y la palidez del niño era absoluta. Le dije al padre que el pequeño estaba muerto: los chillidos de la madre arreciaron. Sentí que el consultorio daba vueltas y la boca se me ponía pastosa. El padre me pidió permiso para lavar y amortajar el cuerpo del pequeño. A los dos se nos arrastraban las palabras. Accedí indicándole el baño.
Volví con el primer paciente, en ese momento me avisaron que la avioneta estaba en camino, la presión arterial se normalizó aunque continuaba inconsciente; ya con ayu8da de la enfermera atamos al pequeño a una camilla rígida, le inmovilizamos el cuello, los brazos y las piernas, y lo trasladamos a la pista de aterrizaje, que se encuentra en un cerro. La avioneta ya nos esperaba en la pista, el piloto desmontó los asientos para acomodar la camilla, despegó hábilmente, y en un minuto era sólo un punto en el horizonte.
Hace menos de una hora enterramos a Villa y me parece que ha pasado un siglo; mis zapatos pesan terriblemente a causa del lodo. La subida es muy pronunciada, siento adormecida mi mano derecha.
De regreso al pueblo, una de las personas que ayudó a cargar la camilla me contó lo ocurrido: Los niños estaban con un preparador de caballos de carreras que alistaba a dos de ellos para correrlos el sábado de Gloria; ya tenían quince días en este asunto cuando Diego, el niño que había muerto, le dijo a su amiguito Carlos que los caballos ya estaban listos para la competencia, que siendo las bestias tan mansitas podían echarse unas carreritas. Carlitos aceptó. Acordaron correr desde el mezquite hasta el río y regresar al punto de partida. Dicen que los caballos volaban. El que montaba Carlitos se adelantó; casi llegaban al río, cuando delante de los caballos saltó una liebre que asustó a los animales, los caballos tropezaron entre sí cayendo con violencia. Jinetes y bestias eran una sola cosa rodando entre las piedras del río. Levantaron a Carlos inconsciente y a Dieguito ya muerto. Al finado lo llevaron a la clínica a ver si se le podía hacer la lucha, pues un minuto más de vida… es vida, reflexionaba el que contó los hechos.
Me encuentro hojeando un periódico retrasado, aquí eso no importa; el tiempo transcurre más o menos igual. En la página policiaca encuentro una noticia que me hace sonreír. Se trata de la muerte de los pequeños (después supe que Carlitos murió en un hospital de Chihuahua). La noticia dice: “…dos menores fueron atropellados y muertos por una camioneta y aunque no se ha detenido al responsable, se le tiene plenamente identificado…”
Apenas caben cuatro mesas en la cantina, en el fondo están un acordeón y una guitarra. Entré para tomar una cerveza; como es temprano no hay parroquianos y el cantinero se entretiene limpiando vasos con un trapo más negro que su alma. Cuando me ve entrar dibuja una sonrisa que más bien parece una mueca. Quihubo mi Doc, agárrese la guitarra para que me acompañe el nuevo corrido, dele en Do. Le sigo el juego, doy una afinadita a la guitarra e inicio con un rasgueo. El cantinero empieza a cantar con voz ladina:
¡Ay abril tan desgraciado!
es este abril que pasó
se vinieron tantas muertes
la causa no la sé yo
esas carreras famosas
hubieron de suspenderse
dos inocentes chiquillos
se encontraron con la muerte
las patas de los caballos
destrozaron sus cuerpitos
y esa noche desdichada
velamos dos angelitos…
Se terminó la canción y me tomé la cerveza. Cerveza más amarga no he probado. El cantinero me despidió diciendo: Verá, Doc, la próxima vez que venga ya le tengo el arreglo con el acordeón.
Al doblar la calle alcancé a escuchar las notas del acordeón dándole un parecido a la canción del cantinero. De seguro llegó el profesor y mi amigo lo puso a trabajar en el arreglo de su nuevo corrido. La cabeza me da vueltas, creo que no es a causa de la cerveza. Me recuesto y entrecierro los ojos, el techo se detiene y se me empalman dos imágenes: veo dos viejas de caras afiladas y chales negros, que rosario en mano atacan con un Dios te salve María llena eres de gracia… Enseguida aparece el cantinero aporreando el acordeón y con voz pérfida empieza su canto:
¡Ay que abril tan desgraciado!
llena eres de gracias…
se vinieron tantas muertes…
el Señor es contigo…
la causa no la sé yo…
bendita eres entre todas las mujeres…
esas carreras famosas…
Los rebozos tapan las miradas de las viejas, el cantinero me enseña su sonrisa desdentada. Siento un sudor fino, muy fino cubriéndome el rostro. Es extraño oler la presencia de la muerte.
Everardo Antonio Torres González.