El Corderito
Hace más de 2000 años, a un día de camino de Belén, ciudad cananea cuyo nombre significa “Casa del Pan”; vivía una familia de campesinos dedicados al cultivo de cebada, trigo, parras y olivos. El patriarca, hombre honesto y muy trabajador. Al final de su dura jornada, cenaba con su familia y luego dedicaba una hora para instruir a sus hijos en la historia de su pueblo y la ley de Dios, haciendo énfasis en que debían estar preparados para recibir al Mesías que proclamaban los santos profetas desde tiempo atrás.
El más pequeño de sus hijos era un joven pastorcillo llamado Baruj, que significa “bendito” porque había nacido en un año en que Dios había bendecido sus campos con una generosa cosecha de trigo y cebada, rebosantes viñedos y frondosos olivos como nunca antes habían visto.
Conforme Baruj crecía, su padre le asignó el cuidado de un hato de ovejas a las que llevaba a pastar cada día, y aunque recorría grandes distancias arreando el rebaño, alegres canciones inventadas por él mismo animaban su camino, así que Baruj se tomaba muy en serio su trabajo pues, aunque aún era muy joven, reconocía la importancia del trabajo que cada miembro de su familia realizaba, así que cuidaba cada oveja y cordero con amor y esmero.
Un día se aventuró a guiar su rebaño a una montaña que dejaba ver una alfombra de verdes pastos en lo alto. Al caer la tarde, cuando se disponía a regresar a casa, se dio cuenta que faltaba un cordero. De inmediato empezó a llamarlo y a buscarlo, sin darse cuenta que su rebaño iba quedando atrás mientras inspeccionaba debajo de cada árbol o arbusto, revisando cada recoveco a su paso. Cuando ya el sol empezaba a pintar de rojo el cielo antes de ocultarse tras la montaña, Baruj cayó de rodillas y uniendo sus manos, cerró los ojos y con toda la fuerza de su corazón empezó a orar, pidiendo al Dios de sus padres que lo pusiera en camino de su querido cordero.
Pasados algunos minutos, nuevamente se puso en camino dispuesto a encontrar su cordero, en tanto que el cielo dio paso a una capa nocturna plagada de estrellas que parecían animar a Baruj con el guiño de sus luces, haciendo que avanzara con mayor cautela debido a las sombras que se proyectaban en la superficie dispareja de la montaña.
De pronto a lo lejos pudo distinguir el resplandor de una chisporroteante fogata, y decidió acercarse pensando que tal vez el cordero perdido se había acercado a buscar refugio cerca del fuego.
Al llegar, se sorprendió de ver a tres hombres ricamente ataviados haciendo labor de sirvientes, preparando ellos mismos la cena y disponiendo una tienda de sedas finas para resguardar su descanso nocturno.
Baruj, se acercó con cautela, y después de un cortés saludo a tan distinguidos varones, les preguntó si por casualidad habían visto a su corderito. Los tres hombres se miraron entre sí, y después de un intercambio de palabras en un lenguaje desconocido para el pastorcillo, los tres sonrieron y negaron con la cabeza.
Descorazonado, Baruj bajó la cabeza y dándoles las gracias, se dispuso a marcharse para continuar con su búsqueda. Apenas había dado unos pasos, cuando uno de los viajeros llamó a Baruj y lo invitó a cenar, asegurándole que a cambio del honor de su compañía, le ayudarían a buscar su cordero en cuanto el sol despejara la oscuridad de la noche.
Baruj no se hizo del rogar, pues tras la larga caminata el hambre ya estaba haciendo sus estragos, y el delicioso olor que emanaban las viandas puestas al fuego, le habían abierto el apetito.
Los hombres inspiraban confianza, y al calor del fuego surgió una conversación donde tanto Baruj como los viajeros iniciaron el juego de las palabras, intercambiando información. Baruj no tardó en contar su historia entre bocado y bocado, ganándose la simpatía de los tres viajeros. Por su parte Baruj casi se atraganta al escuchar que tenía ante sí a tres poderosos y ricos reyes que habían pasado su vida estudiando las estrellas hasta convertirse en expertos astrólogos: el buen Melchor reinaba en algún lugar de Persia, Gaspar era un rey venido desde la India y finalmente Baltazar, cuya piel oscura lo hacía verse más imponente; regía la exótica Arabia. Según le hicieron saber a Baruj, sus estudios los llevaron a conocer las profecías que anunciaban el nacimiento de un hombre que reinaría sobre toda la humanidad, y como un hombre tan poderoso no podía pasar desapercibido, el cielo daría señales inequívocas de su nacimiento. Los tres hombres eran estudiosos de los cielos, y “leyeron” las señales escritas en las estrellas, que anunciaban el portentoso nacimiento de un hombre que cambiaría el destino de la humanidad. De inmediato, los tres sabios hombres dejaron sus reinos en pos de ese poderoso rey, y en su largo andar, se encontraron en algún lugar de su peregrinaje. Tras darse cuenta que a los tres los guiaba el mismo propósito, decidieron continuar juntos su camino, y mientras viajaban estos hombres, compartieron experiencias y conocimientos que enriquecieron su ya vasta sabiduría.
Baruj escuchaba atónito, hasta que una deslumbrante luz venida del cielo llamó su atención. Era una estrella tan brillante que destacaba de entre todas las demás, y más bien parecía apuntar hacia un punto que destacaba en la oscuridad de la noche. De inmediato los Reyes Magos decidieron que era el momento de continuar el camino marcado por la estrella desde el firmamento.
Fue entonces cuando a Baruj se le ocurrió que si eran tan sabios y poderosos que podían detectar el nacimiento de un rey que ni siquiera conocían, entonces, tal vez pudieran indicarle la ubicación de su cordero perdido.
Los tres hombres se retiraron unos metros para deliberar entre sí, hablando nuevamente en la lengua en la lengua extraña que ya Baruj había escuchado. Tras unos minutos que a Baruj le parecieron eternos, los tres voltearon a ver al pastorcillo con una sonrisa enigmática en los labios.
Le dijeron que sí podrían ayudarlo, siempre y cuando siguiera sus instrucciones al pie de la letra. Baruj nuevamente se sintió reconfortado y prometió obedecerlos y hacer cuanto le pidieran. Entonces le ordenaron que se hincara junto a la hoguera y rezara a su dios, y mientras Baruj oraba pidiendo asistencia divina, los tres Reyes Magos echaron unos polvos al fuego de la hoguera, lo cual levantó tal humareda que obligó a Baruj a cerrar los ojos y cubrirse el rostro.
Cuando el humo se hubo disipado, los Reyes habían desaparecido. Baruj no entendía cómo habían podido desmantelar sus tiendas, recoger todos sus utensilios y aditamentos y alejarse en tan solo unos segundos…. pero bueno; magos al fin. Se habían burlado de él dejándolo solo sin más cobijo que las estrellas. Entonces se levantó y sacudiendo el polvo en sus rodillas, recordó al asunto que lo había llevado hasta ahí, así que decidió seguir en busca de su cordero consentido. De pronto, volteó al cielo y nuevamente vio la estrella que había llamado su atención cuando se encontró con los Reyes Magos, y haciendo caso a una corazonada, decidió seguir su luz.
Caminando, no tardó en llegar a un montículo. Al subirlo; alcanzó a ver el resplandor de la ciudad de Belén, así como a un grupo de pastores que se encaminaban a un pequeño portal iluminado por la estrella que venía siguiendo. De pronto; divisó a tres figuras conocidas que dejaron sus monturas a prudente distancia, hurgaron en sus alforjas sacando algunos objetos que no alcanzó a distinguir, pero con ellos en sus manos desaparecieron al interior del portal.
Intrigado, pero reanimado con una extraña energía, Baruj descendió rápidamente del montículo en que se encontraba y en cuestión de minutos ya estaba en la entrada del portal, pero como era pequeño, los pastores que abarrotaban la entrada no le permitían ver lo que sucedía adentro. En ese momento un sonido muy conocido llegó a sus oídos, por lo que no esperó más y como pudo se abrió paso.
Sus ojos no podían creer la imagen que tenía enfrente. Un hermoso bebé en un pesebre a manera de cuna. Una joven que no apartaba su amorosa mirada del recién nacido. Un hombre que parecía cubrir a la madre y al hijo con un manto protector invisible. Frente a ellos los tres Reyes Magos, que a pesar de sus lujosos ropajes y relucientes joyas, hincados humildemente frente a este niño que parecía envuelto en un halo de luz.
Baltasar le ofreció un cofre lleno de oro como reconocimiento a la realeza del recién nacido.
Gaspar colocó un recipiente lleno de aromático incienso a los pies del niño, reconociendo así su origen divino.
Melchor por su parte obsequió mirra, un bálsamo precioso, como un símbolo que reconoce al Niño como el hombre que algún día crecerá, sufrirá y ofrecerá su sangre para salvar a la humanidad.
Baruj se preguntaba: “¿quién es este rey que nace pobre entre los pobres, que yace en un pesebre y recibe calor no de finos lienzos ni aromáticas antorchas, sino del aliento de un buey y un asno que permanecen cerca?” y en eso pensaba cuando escuchó un sonido muy conocido, y ahí, a los pies del pesebre; encontró echado al cordero cuya búsqueda lo llevó hasta ese lugar.
Los Reyes magos le guiñaron un ojo en señal de aprobación. El hombre detrás de la madre del niño, que después supo se llamaba José, de manera casi imperceptible le hizo una seña animándolo a que levantara en brazos su cordero. María, la madre le lanzó una tierna mirada y Jesús el divino niño esbozó una sonrisa tan tierna y sanadora como nunca vio.
Baruj salió de ese portal que no era mas que un establo, pero que se había transformado en una alcoba real gracias a la grandeza del espíritu del Salvador. La paz inundó su alma, una fe inquebrantable lo envolvió, y supo entonces que la nobleza no viene de la riqueza material sino de la humildad, el conocimiento y el amor a la humanidad.
Así, con su corderito en brazos, emprendió el regreso a casa, llevando para siempre la luz de la estrella y la sonrisa del Niño Jesús en su corazón.
Lourdes Brubeck.