El deseo de Carlota
Me crucé con la niña en la entrada del colegio y me guiñó un ojo mientras se le abría una sonrisa tan bonita que no me quedó más remedio que pararme y esperar a que hablara.
— Yo sabía que lo conseguirías, muchas gracias. No le he contado nada a mi madre. A nadie. Así que nuestro secreto está a salvo.
— Vale. Feliz Año Nuevo, Carlota.
Antes de vacaciones, después de los exámenes, la tutora entró en la clase y anunció lo que ya todos esperábamos, unos con más ilusión que otros, yo ya sabía lo que iba a hacer: negarme a pasar por el mismo trago.
— Ya sé que soy alto, ya sé que soy negro, ya sé que la mayoría de los peques prefieren a Baltasar, pero no voy a pasar por lo mismo que el año pasado.
— No sucederá. Las profesoras de infantil les han dicho a los niños que no deben pedir cosas difíciles.
— Son niños, piden lo que quieren, y algunos lo que necesitan. Creen en los Reyes Magos, pero los adultos no son ni magos ni reyes y nosotros ni siquiera somos adultos. No deberíamos representar el Belén.
— Bueno, tal vez Aziz quiera hacer de rey y tú podrías ser su paje. Quedará bien, es más corpulento que tú y es una suerte que esté este curso aquí.
— Vale, de paje.
— Pero no malmetas a Aziz, deja que le convenza.
Y nos convenció, a nosotros y a un Gaspar y a un Melchor y a toda la comitiva, incluida la Familia Sagrada. Hay que ver lo que llevo aprendido desde que llegué a este colegio, hasta de la religión cristiana, hay que ver. El año pasado un chavalín, agarrado a la bolsa de chuches que le había dado mi paje, que era Sara pintada de color chocolate, se me agarró a la túnica y me suplicó que le trajera a su padre, que hacía mucho tiempo que no le veía. De momento me quedé sorprendido, pero si hubierais visto los ojillos del crío, con qué ilusión me miraban… eso era fe de la buena tíos, y entonces me entró un cabreo del quince. La desilusión que se iba a llevar me dolió en lo vivo, me dieron ganas de largarme y acabar con aquel engaño. Supuse que su padre habría abandonado a la familia, pero después me enteré de que era peor, se había matado de una moto. Yo no era más que un alumno, y ni siquiera de segundo de bachillerato, que son los que se ocupan de la representación, pero mi físico era único y me llamaron aún siendo de primero. Este año ya me toca, y además está Aziz, también negro y rellena mejor el traje que yo. A esta tutora no se le pone nada por delante, se sale siempre con la suya, así que volví a subirme al escenario, qué remedio.
Carlota tiene ya seis años y es más espabilada que una ardilla. Se vino a mí de frente, creí que a por las chuches y se las di, pero no me soltó la mano. Pensé en la mala suerte mía que se me agarran los niños como si tuviera imán.
— Oye, ya soy mayor y sé que vosotros no sois los Reyes de verdad, porque Ellos no pueden estar en todas partes y os envían a vosotros, pero como vas a verlos, quiero que les des mi recado. Las cartas también son de mentira, esas cajas después las tiran.
— ¡Joder! — se me escapó entre dientes, pero se enteró.
— ¿Ves? Seguro que eres sobrino, o nieto de Baltasar, y si te oye te va a caer buena.
— Claro… — os juro que no acerté a decir más.
— Dile al Rey, al de verdad, que por favor, por favor, que no deje que le suelten, que es lo que mi madre dice a todas horas, que si lo sueltan estas vacaciones, nos mata.
— ¡Pero niña!
— Mi padre está en la cárcel porque cuando yo era bebé casi lo consigue, es lo que dice mi madre. No queremos que le den permiso.
Hablaba como si llevara una grabación oculta, os lo juro, no podía creerme que de semejante renacuajo rubio salieran aquellas palabras y la forma de decirlas no encajaba con una cría de primero de primaria para nada, hablaba desde el miedo. Los demás compañeros pasaban, les daban los otros pajes las golosinas y yo, como un idiota, en un aparte con Carlota. Me dijo que se llamaba Carlota, no entendí del todo bien su apellido, y me hizo prometer que le daría el mensaje a mi abuelo Baltasar, y que no iba a contarle nada a su madre, que aquello sería nuestro secreto. Este es mi último curso en el colegio, pero aunque no fuera así, a mí no me pillan en otra; salí de allí descompuesto, si fuera blanco se me habría visto más pálido que un yogurt. No le conté nada a nadie y me fui en cuanto pude a casa, ya os digo, con un cabreo del quince y una sensación de impotencia que te mueres.
A mi padre no se le escapa una, cuando llegó disparó de frente.
— ¿Qué pasa?
— No me gustan las fiestas del cole.
— ¿Qué pasa?
Se lo conté y estuvo de acuerdo conmigo, no es bueno jugar con la esperanza de nadie, pero menos de los niños. Había tenido un buen día, ayuda en el aparcamiento de un supermercado grande y la gente le deja propinas, ya le conocen y algunos clientes fijos le llaman en cuanto llegan, es fuerte y amable. Los días libres de clase voy con él y sacamos más dinero, no nos podemos quejar, tuvimos suerte al llegar a este pueblo, así que aquel sábado, ya antes de que abrieran las persianas, estábamos nosotros en nuestros puestos. Hacía un frío mortal, los charcos estaban helados y el sol de diciembre no era capaz de poner remedio. Empezaron a llegar los coches; nos turnamos, mi padre y yo. Vi que la que entraba por la rampa era la jueza del concejo, en su todoterreno azul, y se me pasó el frío de repente, las ideas calientan más que el café con leche del amanecer.
— Buenos días, señora. Madruga usted mucho.
— Qué remedio, criatura. No te alejes, que tengo guardia y mucha prisa.
— Desde luego, la acompaño si quiere y adelantamos más.
— Venga, vente, pero de todas formas iba a darte el aguinaldo, hombre.
— Señora… ¿podría pedirle algo especial?
— No soy tacaña, ya lo sabes.
— Claro que lo sé, y le estamos muy agradecidos siempre. Es un favor.
Y mientras cargaba las naranjas en el carro, las bolsas de patatas, las botellas, todo lo que pesa, le conté la historia de Carlota.
— Creo que se apellida Costra, Costa, Contra… algo así.
— Lo conozco de sobra, menudo elemento. Es uno de los permisos que tengo pendientes.
— ¡Por favor, señora! ¡Por favor!
— No me faltaba más que eso, que tener que hacerte caso a ti. Así que no quieres dejar mal a Baltasar…
— Cree que es mi abuelo. Pero no es por eso.
— ¿Entonces?
— Los niños deben vivir con ilusión, no con miedo.
Me dio veinte euros que yo me resistí a coger; yo sólo quería eso, justo que me hiciera caso. Rompió el celofán de un estuche de mazapanes, metió el billete en la ranura, y me puso la cajita bajo el brazo, siempre corriendo, esa mujer siempre va acelerada. Arrancó y giró como un cohete, por la ventanilla me gritó un ¡feliz Navidad!
¡Tíos! Esta mañana, al decirme eso la niña, estuve a punto de creerme que de verdad desciendo de un Rey.
Eva Barro.