Día de muertos

DÍA DE MUERTOS.

Desde la noche anterior, la abuelita siguiendo una antiquísima tradición mexicana, ya cayendo en desuso por la invasión de las materialistas costumbres anglosajonas, en el comedor había dispuesto la ofrenda para los fieles difuntos: abundantes flores, veladoras, un crucifijo en medio de la mesa, relleno negro –llamado en Yucatán “Chilmol”-, tamales yucatecos, aguas frescas de horchata, tamarindo y jamaica, fruta de la temporada, ricos pudines y pan de muerto.

Mientras los chiquillos intentaban burlar la vigilancia rígida de la abuelita y los adultos para pillar un poco de fruta o una pizca de pudín, salí de la casa a deambular por las calles sin rumbo fijo.

Las calles estaban prácticamente vacías, la mayoría de la gente se había volcado sobre los panteones, costumbre que en mi familia no seguimos por estas fechas. La razón es clara, recuerdo que en una ocasión acudí a uno acompañando a un amigo frutero, para vender caña de azúcar, entonces vi la gran cantidad de vendedores ambulantes de frutas, aguas frescas, dulces, fritangas y cervezas, para que lo consumieran dentro del camposanto, sobre las tumbas, sin respeto alguno para el lugar, para todos los que nos habían precedido y que ahora reposaban en su descanso eterno.


Caminaba sin tener un objetivo y así recordé una vez en que por varias noches soñé a mi primo Juan que lo estaban velando, con el sarcófago entre cuatro cirios y mucha gente a la que no identificaba, rezando entre llantos lastimeros. Durante esas tres noches las variantes fueron mínimas y ya alarmado se lo platiqué a la abuelita, quien me dijo que pronto se habría de casar, según su interpretación de los sueños. Lo que restó de ese día no pude estar tranquilo. Al poco tiempo mi tía, la mamá de Juan, me dijo que éste se iba a ir a Guanajuato esa noche en compañía de unos amigos, por lo que de inmediato lo fui a buscar a su cuarto, donde estaba arreglando su equipaje.

– Hola Juan –dije sin muchos ánimos.

– Hola, qué bueno que vienes, vámonos a Guanajuato.

– No gracias…

– Hombre, no seas aguado, ve por tus cosas y nos vemos aquí dentro de una hora.

Me le acerqué lentamente y lo tomé de un brazo para que me mirara a los ojos y así poder estudiar sus reacciones.

– Juan…

– ¿Qué te pasa hombre?

– No vayas…

– ¿Por qué no?

– No vayas –dije mecánicamente- por favor hazme caso.

– ¿Qué te pasa tú, estás loco?, si nos vamos a divertir a lo lindo, no hay razón para dejar de ir, ándale anímate.

– Sí la hay…

– ¿A ver, cuál? –dijo desesperado.

– Presiento un accidente.

– ¡Bah! tú y tus locos presentimientos, de verdad estás loco, anímate y vámonos.

– No gracias, nos vemos, Dios quiera que yo esté equivocado y que no sea la última vez que nos vemos, adiós.

– Bueno, allá tú, no sabes de lo que te vas a perder.

– No dije más, me di la vuelta y salí sin despedirme de nadie, cabizbajo y con las manos en los bolsillos me fui a mi casa al ver que se frustró mi intento de convencerlo.

Al llegar a la casa ya me esperaban para cenar todos juntos, mi padre intrigado por el mutismo en que me encontraba, trató de saber lo que me preocupaba.

– ¿Qué te pasa?

– Nada.

– Tú tienes algo.

– No, nada.

Molesto de tantas preguntas y a sabiendas de que no me iban a hacer caso, me retiré de la mesa disculpándome. Todavía no salía del comedor cuando escuché que mamá discutía con papá.

– Ya déjalo, le conviene estar solo, mañana estará de buen humor.

– ¿Pero es que no entiendes mujer? a éste le pasa algo, desde hace dos días que lo noto raro.

– De seguro es un lío de faldas.

– ¿Pero por qué no me lo dice para que le dé un consejo?

– Déjalo, ya se le pasará.

– Voy a ver qué tiene –dejó la servilleta sobre la mesa e intentó levantarse en mi búsqueda.

– Deja que reflexione, es necesario que lo haga solo para que madure, déjalo en paz viejo.

– Bueno –dijo resignado y siguió cenando.

Ya en mi cuarto, me desvestí y me acosté. Tardé en dormirme, de pronto, me despertó el aullido lastimero de un perro, ya todos dormían, escuchaba el acompasado respirar de mi hermano, mientras, yo sudaba y tenía la respiración acelerada, encendí la luz de la lámpara, miré el reloj y estaba parado, tomé un cigarrillo y comencé a fumarlo, entonces despertó mi hermano.

– Apaga la luz.

– No des lata.

– Que la apagues.

– No muelas.

– ¿Qué te pasa que andas de malas pulgas?

– Algo malo le ha pasado a Juan –dije apesadumbrado.

– Estás loco.

– ¿Qué hora tienes?

– Las doce, ya déjame dormir.

No dije más, miré mi reloj que marcaba las once con cuarenta y cinco minutos, apagué el cigarro bruscamente, encendí otro y apagué la luz, y así, recostado en la cama terminé el último cigarro intentando conciliar el sueño.

Al poco rato, entre mis sueños, escuché que alguien me gritaba dentro de una confusión de ruidos, de chirridos de llantas y de hierros al retorcerse entre ayes lastimeros e invocaciones al Omnipotente o aterradoras blasfemias, por lo que desperté sobresaltado nuevamente.

Sin encender la luz, me dirigí a la cocina para tomar un vaso de agua, el silencio era pesado y la oscuridad densa, trataba de relajarme, de tranquilizar mis nervios alterados. No quería cerrar los párpados por el terror que me embargaba, pero el cansancio fue superior a mis temores y presentimientos.

Cuando terminaba de bañarme escuché el insistente repiquetear del teléfono despertando a todos, inmediatamente me sequé y me vestí, sabía que hablaban de casa de Juan.

– ¿Cómo fue? –escuché la voz apagada de mamá cuando salí del baño.

– Pobrecito, tan buen muchacho que era.

Me dí cuenta que era cierto lo que había querido prevenir, si me hubiera hecho caso.

– ¿Dónde está su cuerpo?

“Murió Juan”.

– Vamos para allá.

Colgó el auricular mientras unas lágrimas rodaban libremente por sus mejillas.

– ¿Qué pasó mamá? –inquirí para ratificar mis pensamientos.

– Murió Juan.

Fui a mi cuarto y me quedé sentado como autómata al borde de la cama, mi hermano me preguntó qué pasaba.

– Ya te lo dije anoche, murió Juan.

Él, enmudecido, no salía de su asombro. Después escuché el llanto de mis hermanas, él había sido el primo con quien más trato habíamos tenido, tomé un libro que tenía en la cabecera de la cama.

“No desafíes el destino, ni intentes cambiarlo, lo que tiene que suceder, sucede, aún cuando el hombre en rebeldía intente evitarlo.”

Así quedé por un lapso indeterminado hasta que papá me sacó de mi estado emocional, bajé a desayunar sin apetito, vestido de negro, la ropa que me había puesto al salir del baño.

Nunca había entrado en aquella capilla ardiente, pero ya la conocía en todos sus detalles, ahí estaba él, en su ataúd, entre cuatro grandes cirios…


Sin darme cuenta, en mi continuo y lento vagar, mis pasos me llevaron nuevamente a casa de la abuelita, donde ya se encontraban mis padres y la mayoría de mis tíos y primos. No tardaron en llegar los restantes, y ya estando reunidos todos, procedimos a rezar el Santo Rosario por los difuntos de la familia.

Una vez que terminamos, nos sirvieron tequila o jerez como aperitivo, entre pláticas aburridas de tipo familiar de los grandes, y bromas de los jóvenes, nos sentamos a la mesa y dimos cuenta de los ricos manjares que se habían puesto como ofrenda a los muertos.

Cuando sirvieron el café de olla, encendí un cigarrillo como de costumbre y le pedí a la abuelita que nos platicara anécdotas propias del día, siendo secundado por mis hermanos y primos.

– Esto que les voy a contar –inmediatamente todos guardamos silencio y pusimos atención a lo que nos iba a decir- sucedió hace setenta años en Mérida, fue a un sobrino mío, se llamaba Rafael, como de costumbre, desde la noche del primero de noviembre había puesto en la mesa la ofrenda para los muertos. Rafael llegó tarde con mi hermano Jaime. Desde que llegó no hacía otra cosa más que mirar golosamente el pudín, por lo que le dije que no fuera a tocar nada, ya que esa ofrenda le pertenecía a los difuntos, pero él no hizo caso.

En un descuido mío con una cuchara tomó un bocado del postre, no bien acababa de comerlo, cuando sintió que una mano misteriosa le apretaba fuertemente el estómago, por lo cual comenzó a vomitar ensuciando todo el piso, a tal grado que vomitaba sangre, mientras que una extraña voz lo amonestaba:

– ¡Escarmienta! ¡aprende a respetar a tus antepasados, te has comido aquello que nos pertenecía, respétanos siempre, arrepiéntete de tus actos, esto lo pagarás fuertemente…!

Yo miraba asustada, sabía que ante la cólera de los espíritus del más allá no podía hacer nada, solamente veía cómo se ponía su rostro morado por el esfuerzo de no poder vomitar más. De pronto, trastabilló y esa mano misteriosa le levantó los pies bruscamente, dando con toda su pesada humanidad en el piso. Al poco rato, dejó de vomitar y escuché su voz débilmente que les pedía perdón por haber profanado su altar.

– Cuéntanos otro “abue” –dijo María Rosa.

– A ti por las noches voy a venir a jalarte los pies cuando me muera.

– ¿Y a mí me vas a venir a preparar un relleno negro? – preguntó Humberto, un muchacho bastante gordo que únicamente se dedicaba a comer y a dormir.

– Sí, y a Jaime le voy a jalar el rizo de su copete.

El aludido únicamente sonrió pasando su mano sobre el copete tratando de alisarlo.

– ¿Y a mí? –inquirí curioso.

Ella volteó divertida.

– A ti, cuando te portes mal, te voy a dar un pellizco en el brazo, y cuando engañes a tu mujer, te voy a pellizcar las nalgas.

Todo mundo rió de buena gana.

– Bueno –dije abochornado- lo mejor es que para eso falta mucho.

– Ni creas –respondió abuelita- yo pronto me voy.

– ¿A poco? Si todavía tienes que conocer a mis nietos.

– No, no quiero vivir tanto, ya he vivido suficiente.

– ¿Pero cuando me porte bien, por lo menos vendrás a darme un besito?

– Sí, y cuando estés en peligro yo vendré a defenderte de tus enemigos.

– Ya deja que nos cuente otro, ándale “abue”, queremos oír otro –insistió María Rosa.

– Éste, le sucedió a tu papá –lo dijo dirigiéndose a mí, por lo que de inmediato me puse a reconstruir la escena paso por paso.


Esa tarde mi padre había tomado unas copas de más, las cuales le soltaron la lengua.

– Es que ese hijo de… estaba nomás… con sus tonterías, a la fuerza quería que le comprara las porquerías que vendía el muy…

– Efraín, por favor cálmese.

– Usted no esté molestando señora, que yo soy quien manda en esta casa.

– No hable usted así, ¿qué no sabe que hoy es día grande?

– Qué grande ni que la… es un día como cualquiera.

– Está equivocado, hoy es fiesta de guardar, hay que tenerles respeto a los fieles difuntos.

– A mí no me venga con esa sarta de… y fanaticadas…

– Pero Efraín, no blasfeme, ¿qué no es católico?

– Sí, pero no fanático, y además, el muerto al pozo y el vivo al gozo.

De pronto se oyó como aporreaban fuertemente el aldabón de la puerta de entrada. Mi padre se asomó asustado y pudo ver cómo se movía violentamente esa barra de fierro de tres metros y medio de largo que colgaba del ángulo superior derecho del umbral de la puerta, se quedó callado, mi hermano y yo, nos asomamos para ver qué pasaba, pero al ver a nuestro padre y nada anormal, proseguimos nuestros juegos, mientras tanto, por el susto que había recibido, se le bajaron los efectos del alcohol y de inmediato salió a la calle.

Cuando lo vi entrar, estaba pálido, asustado, en un brazo cargaba un grueso ramo de flores y en el otro una bolsa con veladoras.


Todos quedamos callados, nos mirábamos unos a otros con algo de miedo, aspiré una fuerte bocanada de humo. Mi tía Angélica rompió el silencio para platicarnos una historia que le había sucedido en Córdoba cuanto tenía quince años, estaba de visita en casa de unas amigas.

– Eran las diez de la noche del día primero, todas departíamos en la velada alegremente…

– Angélica, ¿podrías ir por favor por la hojaldra?, que ya me está dando hambre.

– ¿Dónde está?

– En el comedor, y de paso traes unos platos y tenedores.

– ¿Me acompañas Luisa?

– Sí.

Caminamos alegremente al comedor, donde se encontraba la ofrenda para los muertos, el cuarto estaba iluminado débilmente por una vela, una vez que entramos cerramos la puerta y nos dirigimos a donde estaba la hojaldra, al llegar, la vela comenzó a parpadear y se apagó, instintivamente nos tomamos de la mano temblando de miedo.

– ¿Para que le soplas Luisa?

– Pero si yo no fui.

– ¿Entonces cómo se apagó si no hay ninguna corriente de aire?

– No sé.

Ambas sentimos que los cabellos se nos erizaban, y al minuto de que se había apagado, solita se volvió a prender.

– Oye.. ¿qué tiene tu vela?

– Nada.

– ¡Aaay muertito, si quieres llévate lo que gustes, pero a nosotras no nos hagas nada! –chillé histéricamente.

Luisa, de un espíritu más débil, se soltó llorando y me arrastró hacia fuera lo más rápido que le permitieron sus piernas. Cuando llegamos a la sala, lloramos largamente y entre sollozos les contamos a las demás lo sucedido.


La plática de sobremesa se fue alargando con las historias de las tías, y poco a poco se fueron retirando a sus casas, yo les dije a mis padres que más tarde los alcanzaba en casa porque quería platicar con mi primo Rodolfo.

Me puse mi chamarra de cuero y mi sombrero vaquero, me despedí de todos y caminé hacia la casa. A unas cuantas cuadras me encontré con tres chiquillos de diez a doce años de edad.

– ¿Nos da para nuestra calaverita? –dijo uno.

– Ándele, no sea tacaño –agregó otro.

Al ver que continuaba caminando con las manos en los bolsillos y sin decir una palabra, un escuincle más atrevido que los otros dos, intentó quitarme el sombrero, cosa que evité con un violento movimiento de la mano, como si espantara una mosca, acto con el cual dejaron de molestarme, no sin antes haberme soltado una cascada de insultos.

Continué mi camino molesto por la invasión de la costumbre anglosajona del Halloween, fiesta maldita de los brujos para intentar contrarrestar la fiesta de Todos los Santos en su víspera, con un aquelarre demoníaco, y que después degeneró en los países de habla inglesa, mandando por las calles a los niños disfrazados para pedir dulces, amenazando con una travesura a quien no les diera, y que en nuestro país había degenerado aún más, porque los niños salían a pedir dinero para su calaverita, convirtiéndose sin saberlo, en vulgares pordioseros. Caminaba con estos pensamientos, cabizbajo y con las manos en los bolsillos, de pronto, vi otro niño, venía hacia mí, solo, nadie más estaba en la calle, traía entre sus manos una caja de zapatos con unos agujeros que burdamente imitaban a una calavera, en su interior, traía una vela, sentí como mis músculos se tensaban, como mis rasgos faciales se hacían más rígidos, una risa gutural escapó de mi garganta, primero quedamente con la boca cerrada, luego una serie de carcajadas estridentes, roncas y maléficas, no podía contenerme. El chiquillo espantado primero se quedó paralizado ante la mueca horrorosa de mi cara, luego, al ver que seguía avanzando con tan demoníacas risotadas, presa del pánico se dio la media vuelta y corrió velozmente con los pelos erizados.

Phillip H. Brubeck G.

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