DULCE COMPAÑÍA
Esta mecedora no durará mucho más. Fíjate como está el tapizado, si ya no aguanta el desgaste, y rechina de una forma… bueno, para mi peso… pero claro, es casi todo el día sobre ella… Ya han empezado, abajo. Pues mira, hoy parece conversación en calma. De momento. Ni cinco minutos durará. Marga la pinchará, no sé cómo puede arreglárselas para fastidiarla tanto, si ella dice que cada día se propone todo lo contrario. La chica salta a la mínima, ya ha cogido el hábito. Y es que Tania tiene un genio demasiado vivo y no sabe llevar a su madre, no tiene mano izquierda, se enfrenta. Y es inteligente, se lo he explicado varias veces, lo comprende, pero no puede evitarlo, su madre la exaspera. Cosas de la edad. De la edad complicada, claro, porque la muchacha tiene capacidades para hacer muchas más cosas de las que le están permitidas y de las que se le suponen obligadas está harta. Se aburre. La edad de desear volar sin tener alas, de no resignarse a que en esta vida ha de hacerse lo que se puede dentro de lo que se debe. Pobre Marga. No es la edad, pero también se aburre. La rutina la aplasta y sólo ella sabrá dónde han muerto sus ilusiones. A lo mejor todavía palpita alguna, condenada por inviable, que le amarga el despertar. Y le chilla a la muchacha porque habrá demasiada distancia entre preparar desayunos y dejar la comida y la casa arregladas y sus recónditas y antiguas aspiraciones. Las vacaciones son para ella una carga, porque en Madrid, está todo más organizado, está la asistenta y su marido no anda por ahí sin más ocupación que disimular el aburrimiento pero sin ocurrírsele echar una mano. Y es que mi hijo, este hijo mío, siempre fue muy comodón, muy egoísta. Diecisiete años aguantándole, yo que no les auguraba ni diecisiete meses cuando se casaron. Para colmo estoy yo, recordándole continuamente la inevitable vejez.
—¡ Abuela! – Tania vocea a media escalera cumpliendo una orden de mala gana, no por lo que el mandado supone sino por el hecho de obedecer.
—¿No subes?
—Quería saber si estabas despierta. Si no, me ahorraba el paseo.
—Con la voz que tienes me habrías despertado, no te escapabas.
—Vale. Por eso he subido. ¿Te bañas?
—Si me ayudas…
—¡Abuela! ¿Para qué estoy aquí?
—Hoy van bien las cosas, me parece.
—Bueno…
—No te ha regañado, no estás enfadada, no está mal.
—Es que tú lo ves todo color de rosa. Debe ser un don o algo así.
—¡Un don! No, hija, más me parece una costumbre. Se aprende a ser positiva y he practicado mucho. Se aprende también que es el único modo de arañar un poco de felicidad. Deberías probar.
—¡Qué filosofías, tan temprano! Eso de la felicidad es una estupidez.
—Según.
—Abu, que eso de “y fueron felices” es un cuento de hadas.
—Con cierto sentido. Verás. La felicidad existe en estado relativo. Quiero decir, que no es algo que se lleva como el nombre, y unos Manolo y otros Pepe para el resto de la vida. Pero existe. Hay momentos, instantes, quizás, intensamente felices. Y son los que hacen que esto merezca la pena. No me mires así, sabes que tengo razón.
—Pues ya podrían ser más seguiditos.
—¿Sabes, Tania? Si no fuera así, si no estuvieran rodeados de mediocridad y hasta de dolor, no podríamos apreciarlos. Un eterno estado de beatitud sería una vida anodina.
—Jo, abuela, menuda mañanita la de hoy.
—Hay que aprender a reconocerlos, a saborearlos, a atraparlos para siempre en el recuerdo. Y rescatarlos de la memoria en el momento adecuado. Los momentos felices, digo. Aprenderás.
—No te enrolles, abu, yo no soy como tú.
—Desde luego. Para empezar, tú eres una buena moza, y yo ya ves, de la talla de la rana.
—En tus tiempos eras guapa.
—Ah, eso sí. Guapa sí. Pero sin tu tipazo. En mis tiempos jóvenes, dirás, porque aún hoy el tiempo es mío ¿no?
—Pues si que te ha dado. Venga, al baño, a ver si encuentras allí alguno de esos maravillosos episodios de álbum.
—Pues ya que lo dices, me hace muy feliz ver la cama hecha. Y sí, una ducha. Si no fuera por ti…
—Venga, zalamera, si tú sabes que te quiero un poquito. Además, yo no soy como Merce.
—¿La rubita que vino ayer?
—No, esa es Vera. Veracruz. Anda que también, vaya nombre que le han colocado. Menos mal que Vera disimula. Merce es la otra, la de pelo corto, la más gordita (si me oye me mata). Tiene al abuelo paralítico, bueno, casi vegetal.
—Ya sé, la que se tiñe de pelirroja, ¡hay que ver! También es simpática.
—Pues no soporta al viejo. Le da asco. Tienen que darle de comer, es como un bebé grande y arrugado pero no huele precisamente a polvos de talco. Merce no soporta ni ver como le alimentan, cómo para encargarse ella…
—Pobre hombre. ¿Te da asco a ti?
—Me da pena. Yo creo que lo haría, lo de darle los purés y eso. No sé lo de lavarle, porque le ponen pañales ¿qué te parece?
—Qué tarde o temprano somos una carga. Espera, hija, que se me enreda un botón en el pelo, no tires.
—Es que parece que tienes prisa esta mañana. ¿Te traigo el desayuno o vas a alimentarte exclusivamente de ideas profundas?
—¿Por qué no estudias derecho? Con ese pico…
—Ya estamos. No, si ya algo me olía yo. ¡Que no quiero estudiar! Haré una pancarta, a ver si os enteráis de una vez.
—Era un decir, mujer. Sabes lo que opino sobre eso.
—Ya. Como para fiarse. Vamos, la otra pierna. Tú verás si el agua está a tu gusto.
—¿Me acercas la esponja? ¡Tania, que eso no es el gel!
—¿Ves? Ya no sé ni lo que hago. Si tú empiezas a agobiarme también con el maldito colegio…
—Mira nena, ya lo hemos hablado muchas veces.
—Sí, pero al final resulta que me van a obligar a terminar el bachillerato.
—No les dejas otra opción.
—¡Seguro! Encima tendré la culpa yo, ¡vamos!
—Di qué quieres hacer y lucharemos por ello. Lo que no tiene sentido es que te quedes en casa holgazaneando.
—¡Abuela! ¿Has visto eso? Tienes un poquito de sangre en la uña gorda.
—Por eso me dolía. Terminará encarnándose.
—Si me pidieras que te las arreglara…
—Ya lo hace tu madre.
—Sí, ya se nota. No veas que bien lo hace. Ponte el albornoz y déjame ver.
No sabe que hace ya meses que se lo pido a la asistenta. Para no molestar. Marga siempre está ocupada, no quiero ser cargante. Lo malo es que yo no puedo, que no logro alcanzar mis propios pies, que estoy llegando a la infancia pero del otro lado. Y es que esto de envejecer es como recorrer el camino al revés; la cabeza no, de momento parece que se mantiene, pero tampoco hay que descartarlo. La primera vez que yo me corté las uñas lo hice a escondidas para evitar un regaño y una negativa, porque a mi madre había que darle las cosas hechas y sin problemas, si no se ponía muy nerviosa y decía invariablemente “no”. No lo hice mal, eso sí, me llevó tiempo. Cuando se lo conté, que había cogido sus tijeritas y su lima y que ya no debía preocuparse más por mi aseo se sorprendió, pero me permitió bañarme sola. Me regalaron un estuchito de manicura. Tenía seis años. ¿Me quedarán esos seis años hacia atrás? Realmente tiene razón Tania, me he despertado demasiado, hoy.
—¿Te hago daño?
—No. Entre nosotras, Marga sí me lo hacía, a veces.
—Tienes un trocito incrustado en la piel ¿me dejas?
—¡Pues claro!
—¿Y si te duele?
—Te lo digo.
—Te hace falta un podólogo.
—Aquí no hay.
—Lo que son los pueblos. En Madrid, a patadas.
—Ya ves. Alguno debería venirse.
—Mira, abu. Todo esto se te espetaba en la carne. ¡Pobre dedo!
—Tania, voy a decirte algo importante.
—¿Te ha dolido?
—Un poco.
—¡Pues haberte quejado! ¿Me vas a sermonear?
—Iba a decirte eso, que me has hecho daño.
—Vale, ya sé que no hago nada bien. Enterada.
—¿Cómo vas a hacerlo bien sin que te enseñen? No me extraña que te sientas frustrada, con esos planteamientos.
—No acabo de entender.
—Podrías ser podólogo.
—¡Ah, ya! Si se olía. Resumen, no hay salida. Tu también. ¡Pues no me da la gana! ¡Yo no vuelvo a ese estúpido colegio! La era de los mártires ya pasó.
—Exagerada. No pienses en el colegio. Ve más lejos. Te veo con bata blanca haciendo curas, por los pasillos de un hospital… Harías una buena enfermera. Y te pagarían por ello. Y aquí no hay ni un miserable callista y tú dices que te encantaría darle un portazo a Madrid y quedarte en la playa.
—¡Qué rica! Pero para eso, antes tendría que tragarme todo un año de matemáticas, y de física y de química y de inglés…. no, gracias. Te aseguro que allí no vuelvo.
—Hay más centros donde librarse de esos ocho mesecillos de esfuerzo. Después ya sería aprender lo que te gusta.
—¡Qué fácil! Como saltar una zanja para alcanzar el cielo.
—Exageras, pero sí.
—¿Y si no lo saco?
—Has aprobado primero.
—Por los pelos.
—Tampoco has trabajado para más.
—¡Tania! ¿Se puede saber dónde te has metido? – desde el pie de la escalera asciende el berrido.
—Vamos, ve. No irrites a tu madre, que ya me apaño sola.
—Abuela, no lo cuentes.
—¿El qué?
—Eso de ser yo enfermera. Si se lo dices ellos le darán vueltas hasta que me deje de gustar.
—No te preocupes. Anda, baja a ayudarla.
Todavía me valgo sola. Si no fuera por estas piernas… me da miedo escurrirme en el baño y romperme algo. La escalera es todo un problema. Cuando compré la casa, poco más de treinta años tendría, esa escalera era un cómodo acceso a los dormitorios y hoy aleja mi habitación del resto del mundo. Para mis hijos pequeños fue el obstáculo insalvable que les separaba irremediablemente el día de la noche, y mientras ellos fueron aprendiendo a subirla aumentó mi miedo a bajarla, hasta hacerse para ellos invisible y para mí insuperable.
Ya se van. Camino de la playa. ¿Los ves? Ramón, Marga y Tania; mi hijo mayor, mi nuera y mi nieta. Ellos dos delante, cada uno con su sillita, él la sombrilla y ella la bolsa floreada de las toallas. Tania detrás, con su bolso de plástico, su pareo, sus sandalias de goma, mira, se queda esperando en la verja de ese chalet, el de su amiga Vera. Y después en la playa se juntan más. No me ha contado nada pero también hay chicos. Estos días les pasean la calle una pandilla de muchachos en bicicleta, se pone colorada, y Marga está más nerviosa, la castiga por nada; algún gallito ronda el gallinero.
Me gusta quedarme sola. Me encanta que el silencio de la casa reciba al sol de la mañana que poco a poco gana mi terracita y me acaricia, tímido al principio para ir ganando confianza hasta que su contacto pica, llega a doler. Entonces bajo el toldo y se queda la brisa que el mar cercano me envía, obsequioso, saturada del olor de los jazmines que se columpian en ella dejándose arrancar su fragancia. Cuando compré la casa, lo hice enamorada de este cuarto. La pequeña terraza, la puerta de cristal, el mar infinitamente azul enfrente, el sol casi todo el día… Los jazmineros los planté yo. He disfrutado mucho de ella. Primero con mis hijos chiquitos, que se fueron haciendo mayores cada verano, y en uno de ellos, Alvarito no volvió. Con algunos amigos, pocos, porque a Ramón no le gustaba la gente. Sola, a veces, y aprovechaba entonces para llorar bajito, sin que me oyeran las paredes (siempre tuve la certeza de que las casas pueden oír pero no ver). Hace ya años, con la familia de mi hijo mayor. Y con él, naturalmente, porque aunque nunca estuvo aquí, no se separa de mi lado. Es más que vivir conmigo, soy yo la que vivo en él. Mi Ángel. Le hablo a menudo, cuando me quedo sola, que no estoy loca. Su presencia es más intensa que el sol, que el aire que se cuela por cada rendija; es el éter en el que mi alma se sostiene, es mi medio de supervivencia. Mi compañía, mi cómplice, mi amigo dispuesto a escuchar, a sonreír, a fruncir un poco las cejas si no aprueba mis actos. Le conozco bien, solicito sus consejos y los acato porque los dos sabemos cuál es el camino. Su mirada supervisa mi vida y se alegra conmigo y me consuela cuando me gana la tristeza. Mi hacer es mérito suyo porque he sometido cada uno de mis actos a su aprobación, instante a instante. Es la conciencia que dirige mis aciertos y sabe perdonar mis faltas. No es una obsesión, es una presencia real, aunque intangible; es quien me proporciona la esperanza.
Esta mecedora va a romperse, hay que ver como gruñe, como rechina. Mejor dejo de balancearme, no sea que se rompa, me caiga y no pueda levantarme después. Cuando vuelvan, le pediré a Ramón que la ojee, por si acaso.
Me he levantado cansada, hoy. Y profunda, como dice Tania. No he dormido bien, pero eso es habitual. No sé. Mi nieta está tan desorientada… Mira que si prende la idea de hacerse enfermera… Fue una improvisación, se me ocurrió sin más, pero me llama la atención el que quiera mantenerlo un poco en secreto. Y sería buena. ¡Quién sabe lo que cuece esa cabecita! Ya veremos. Sí, yo también soy escéptica. Ya veremos. No me negarás que es un encanto de jovencita. Pero ese padre suyo… no se sabe si está o no. Por lo menos se mantiene en su trabajo. Y Marga… ¿por qué estará siempre tan seria, tan malhumorada? Es buena, qué voy a decirte que tú no sepas, y tiene mérito, tantos años con este hijo mío que es como un figurón de cartón—piedra; ella tan preocupada y él tan insensible… Al menos no es como su padre. De acuerdo, no empezaré. No le juzgaré. ¿Por qué eres tan comprensivo? Me hago demasiadas preguntas, hoy. Ya lo decía la niña, menuda mañana. ¿Te acuerdas, Ángel, hace ya tantos años, todavía correteaba Marcos con aquel perro que tuvimos, cuando aquel tipo se sentó a mi lado en el muro de la playa y me dijo que yo era adorable? Yo le contesté que no, que era un reflejo. Y él se creyó que le devolvía intencionadamente el piropo, pobre iluso, ¡cómo iba a sospechar que me refería a ti! Solté una carcajada al comprender el equívoco y se fue pensando que le tomaba descaradamente el pelo. Fue divertido, además no le mentí. Y me gusta ser tu reverbero.
—Abuela, ¿te subo la comida o te bajo?
¿La oyes? Habla de mí como si fuera una silla. Realmente me estoy convirtiendo en un mueble poco decorativo.
—No grites, mujer, vas a dejarme sorda, si total, ya subías…
—Voy a cambiarme ¿vale? Ni te imaginas lo buenísima que está el agua. Hay ensalada de verduras y merluza en filetes ¿quieres mayonesa? En un momento te lo subo ¿vale? Mamá te lo prepara mientras me arreglo.
¡Qué torbellino! Pregunta para decidir ella, la verdad es que acertadamente, me subirá la bandeja. ¿Te has dado cuenta? Ha dicho “mamá” y no las lindezas de otras veces. ¿Habrá pasado algo? A ver si la sonsaco. Tengo curiosidad, cierto. Parece más calmada y no sé si algo triste. Pocas cosas me quedan ya, aparte de la curiosidad. Y tú.
Tú, siempre. En cada momento, aún en sueños, he podido levantar mis ojos para encontrar en los tuyos consentimiento, o un leve gesto de duda que me impidiera equivocarme. Y aún así, ¡cuántos errores! Pero he sido afortunada, por tenerte, por contar siempre con mi Ángel. Aunque a mis manos les haya faltado tu cuerpo, aunque mis labios se hayan secado al despedirnos. ¿Te acuerdas? Temo hacerme vieja por si los años deterioran mis recuerdos y pierdo aquellas tardes sin estar segura de que tú las guardas.
El despacho parroquial, las grandes ventanas vestidas de gruesa tela cruda que apenas dejaban pasar la luz, el aviso a gritos de la señora de la limpieza que aún resuena en mis oídos “¡que me voy, padre Ángel, que le dejo la llave por dentro y cierro por fuera!” Y tú que contestabas sin apartar de mí tus ojos, más grises que verdes por el atardecer, desde el otro lado de la mesa “¡hasta mañana!”.
—¿Qué hago yo, ahora?
—No te angusties. No puedes decidir así. Hasta que no puedas valorar fríamente…
—¡Ayúdame a razonar!
—Antes que nada deberías asegurarte de que en realidad Ramón es…
—Lo he visto, Ángel. Me parece una pesadilla pero lo he visto. Nada de equívocos, la escena fue demasiado explícita. ¡Dios mío! ¡Cómo me arrepiento de haber vuelto a casa!
—No podías adivinarlo. Ni siquiera tenías una sospecha, así que no cabe arrepentimiento donde no hubo intención.
—Desde luego. De haberlo imaginado… no habría existido lugar suficientemente alejado para evitar… Y no es de ahora. Ya sabes que nunca tuvimos una relación perfecta, pero ¿cómo iba yo a suponer esto? Daría cualquier cosa por no haberme enterado. ¡Dios mío! Si por lo menos fuese otra mujer… Es curioso, en el fondo él no me lo ocultaba, siempre llamándose los dos por teléfono; José Luis era la excusa cada vez que llegaba tarde a casa, y era verdad, estaba con él. ¡Dios mío!
—Llora, no te preocupes. Nadie te oirá, aquí. Desahógate.
—Perdona, no tengo derecho a disponer de tu tiempo, de tu paciencia…
—¡No, no! ¡Oh, no! Yo… yo haré lo que sea para ayudarte…
¿Te acuerdas? Había tanta dulzura en esa frase, tanta sinceridad… Supe que era cierto, que estabas dispuesto a todo. No he olvidado ni una de tus palabras, ni una inflexión de tu voz. Se te asomaba el alma a los ojos. Fue cuando empezaste a derramarte sobre mí, envolviéndome en tu presencia.
Te lo he contado muchas veces, ya lo sé, desde aquella tarde, pero creo que ni siquiera tú podrías aproximarte a la impresión que recibí el día aquel en que, contrariadísima, regresé a casa a por unos papeles olvidados y me los encontré. Y ellos ni siquiera se dieron cuenta. Retrocedí por el pasillo, apoyada en la pared, creo que sin hacer ruido aunque el corazón me ametrallaba el pecho mientras tronaba mi respiración. Cerré la puerta del piso metiendo la llave en la cerradura para que el resbalón no chasqueara. No llamé al ascensor. En el garaje, me senté en el coche y no pude llorar. Faltaba una hora para recoger a los niños en el colegio, Alvarito estaba a punto de cumplir tres años, y acababa de estrenar su periplo escolar. No podía moverme. Tardé mucho en reaccionar, en llamar a la abuela para que los recogiera y se los llevara a su casa. No escuché sus protestas, le colgué en cuanto me dijo que se hacía cargo. Después, años después, se me ocurrió que podría haberle espetado de golpe: «Sí señora, son tres, como deditos de una mano, sí. Tres hijos en cuatro años de casada, tres disculpas fabulosas para evitarme durante tres embarazos y tres lactancias, tres niños en apenas tres intentos. No señora, no es que no he sabido hacer feliz a su hijo es que yo no podía. Sí señora, son muy traviesos, pero no me diga que igual que su padre de pequeño porque nada deseo menos que ese parecido de mayores. No, señora, no he sido dichosa a su lado porque ahora comprendo que me ha utilizado para guardar estúpidamente las apariencias y aunque lo he sabido hoy, llevo sufriéndolo mucho tiempo. Sí, señora, su hijo es un pobre desgraciado que prefirió sacrificar a una mujer, y me tocó a mí pero podría haber sido cualquier otra, antes de aceptar su realidad y encauzar una vida acorde con su naturaleza. No, no señora, no sé que va a suceder ahora, no sé que puedo hacer ahora, no sé como seguir. Al menos entiendo su mal carácter, pero sigue siendo injusto que yo lo pague.»
—¿Tú no comes?
—No tengo ganas.
—Habrás tomado algo en la playa.
—Es que no me gusta el pescado y detesto las verduras. Mira, así guardo la línea.
—Le estropeas la comida a tu madre y después te atiborras de galletas.
—Es otro punto de vista.
—¿Más real?
—Puede.
—¿Pasa algo, Tania?
—No sé. Oye, el curso ese de brujería aplicada ¿es por correspondencia?
—¡Claro! Pero no se lo dan a cualquiera, no te hagas ilusiones.
—¡Abuela! ¡No soporto que te rías de mí!
—No mi niña. Jamás haría eso. Tania, hija, es que soy ya muy vieja…
—¡No me llames niña! ¡Y tú no eres una vieja!
—¿Ves? Me hace gracia. Tú eres mayorcísima a los dieciséis años, pero yo debo considerarme una jovencita de casi ochenta.
—Me entiendes perfectamente.
—Bueno, lo tuyo sí. En mi caso, no sé cómo me verás…
—Una señora mayor, pero con la que se puede hablar.
—Ya.
—Con ellos no. Tu hijo es un cafre y su mujer una histérica.
—¿Tu padre y tu madre, quizás?
—Es compatible. Está demostrado.
—¿Y Raúl?
—¿Queeé?
—No te pongas colorada, ayer le nombraste tantas veces que me pica la curiosidad.
—¿Has estado escuchando? ¡No me lo puedo creer!
—No querida, me obligasteis a soportar vuestras voces toda la tarde, Vera y tú.
—Pues no se repetirá. Hemos cortado esta mañana.
—¡Vaya! Así que eso es lo que pasaba.
—Si le parece que el que yo sea podóloga es una estupidez, pues viento fresco. No te alegres abu, me gustaba.
—Ya, ya, hija, no es eso lo que me alegra. Bueno sí, verás, me sorprende gratamente que defiendas tu independencia, tu vida. ¿Eso de ser podóloga?
—Lo he decidido. Enfermera no. No podría establecerme por mi cuenta, aunque sea en Madrid. Lo peor será tragarse otra vez el colegio.
—¡Vaya!
—¿Qué pasa? ¿Es que no puedo planificar mi vida o qué? En realidad ya lo había pensado alguna vez. También le arreglo los pies a tu nuera.
—¡Vaya!
—Y total, Raúl… es un imbécil. Me da pena, pero a mi nadie me insulta ¿sabes? Me ha dicho que estoy loca, que lo que pasa es que no tengo narices para plantarle cara a mi madre… ¡a la porra!
—¡Vaya!
—¿Podrías cambiar el disco? Se ha pasado de moda.
—Tania, sí que vas haciéndote mayor. Lo que pasa es que cualquiera me quita a mí el verte como a mi niñita… no lo tomes al pie de la letra.
—¡Tania! ¡Baja a comer! ¡Pregunta a la abuela si necesita algo!
—Ve, hija, no la hagas gritar. Ayúdala a recoger la cocina. Oye, dile que la comida está estupenda.
—¿Vas a acostarte?
—Sí.
—Vale, después de la siesta subo otro ratito.
—Sí.
¿Qué te parece? Ya, ya sé que es una buena chica. Saldrá adelante. Mira que fue afortunada la sugerencia. ¿No sería cosa tuya? Te siento especialmente cercano, hoy. Estoy nerviosa. Debería relajarme hasta el duermevela, hasta ese momento bienaventurado en que las almohadas se convierten en tus brazos que me rodean y siento mi espalda apoyada en tu pecho y tu aliento en mi mejilla. Una tarde cualquiera, de un día de tantos y sin embargo me encuentro inquieta, aquellas otras tardes tan lejanas reviven con mucha fuerza. ¿Te acuerdas? Han sido muchas, clasificando los alimentos donados, la ropa vieja que nos traía la gente. Hacíamos paquetes cuidando mucho lo que se daba a unos y a otros para aprovechar al máximo los recursos y para no herir susceptibilidades, que a la salida, comparaban las bolsas, sobre todo las mujeres. Aprendí que no es tan fácil dar, aunque no sean más que cosas. Y la primera vez que nos vimos ¿te acuerdas? Iba yo a arreglar el bautizo de Alvarito. Pregunté por el padre Sebastián y tú te presentaste como el nuevo coadjutor, me explicaste que el párroco tardaría un tiempo, me pediste ayuda para organizar aquel mar de comida que se amontonaba en bolsas de plástico por todo el suelo. Nos costó repartir todo en lotes similares, no teníamos experiencia, pero fue divertido y cada lunes por la tarde tuvimos ocasión de convertirnos en expertos. Hacíamos un buen equipo, hablábamos mucho, simpatizamos. La confianza se instaló entre nosotros con la misma naturalidad que lo había hecho la simpatía. Tuve a alguien a mi lado, por primera vez, con quien no necesitaba pensar antes de expresarme, y recibía a cambio tus confidencias que me hacían sentirme importante porque tú me considerabas digna de ellas. Supiste que mi matrimonio era un fracaso desde el principio y me animabas a luchar por mi familia. Conociste a mis hijos, bautizaste al pequeño ¡mi pobre Alvarito! ¡Cuánto te necesité cuando el accidente! Pero lo comprendí. Lo comprendo. Oigo tu voz y siento el auricular clavándose en mi cara, me duele aún la sien, la oreja, de tanto incrustarlo para sentirte más cerca.
—No te culpes. Sucedió y es horrible, pero no te atormentes.
—Yo le compré la bicicleta…
—Como a Marcos, y a Ramón. Como la buena madre que eres.
—Debí avisarle, no dejarle solo, era más atolondrado… todavía era tan pequeño…
—A los doce años todos hemos tentado al peligro, en bicicleta o en patines o en miles de lugares diferentes… debemos aceptarlo. Te necesitan los mayores. No puedes romperte.
—No puedo dejar de llorar…
—Daría cualquier cosa por liberarte de ese sufrimiento…
El dolor inmenso del momento no me permitió apreciar la profunda ternura de tu consuelo, pero cada palabra tuya quedó fielmente grabada en mí y bajo su caricia fue cerrándose la herida; para siempre, aquellos sonidos fueron bálsamo para la terrible cicatriz que la pérdida de mi niño me dejó.
Cuando murió su padre, demasiado tarde, no te llamé. Tú habías respetado mi decisión y yo no iba a destrozar tu vida para ofrecerte apenas un crepúsculo.
Veo tu cara de frente, tus grandes ojos anegados en cariño, fijos en los míos… toda mi vida ha sido un mirarme en ellos.
—¿Estás despierta, abuela?
—¿Qué hora es?
—Casi las cinco y media. ¿Te he despertado?
—No dormía, hija.
—Pues sonreías. Como si soñaras cosas agradables.
—Los sueños de vigilia siempre son mejores. Ya lo descubrirás.
—Todavía no se han levantado ellos.
—Déjalos descansar.
—Es que ha llegado el tío Marcos.
—¡Marcos! ¿Dónde está? ¿Por qué no sube? No oí nada. ¡Llámale, mujer!
—Vale, vale, no te excites, no sabíamos si dormías, ahora sube tu hijito preferido.
—¡Tania!
—A ver si te atreves a negarlo. Menos mal que ha tenido el acierto de seguir soltero, porque no sé si podría yo competir con unos primitos hijos suyos.
—¡Tania, si tú eres mi nieta predilecta!
—¡Qué guasa!
Sí que es hoy un día especial. Ya estamos todos juntos y hacía mucho tiempo. Quizás por eso estaba yo alterada, a lo mejor lo intuía. ¿Los has oído hablar? Mis hijos se traen algo entre manos, hace mucho que Marcos no nos visitaba. Es todo un carácter, Marcos. El primero en independizarse. Ya, ya lo sé, más que el primero, el único, porque Ramón nunca se fue de mi lado. Tiene mérito Marga, no creas, cargar con una suegra vitalicia, aunque eso les haya evitado comprarse un piso y todo eso… Mientras he podido ayudar… Tania es más hija mía que suya, pero ahora… Es duro esto de retroceder, de perder facultades en vez de conquistarlas, de precisar cuidados en vez de ofrecerlos, sabiendo que no hay alternativas. De momento sólo han sido las piernas, las traidoras. ¡Qué calor hace hoy! En todo el verano no me han molestado las mangas. ¿Te acuerdas de este vestido blanco? No, claro, si solamente me lo ponía aquí, para bajar a la playa. Es del año de la nana, pero es precioso, tan sencillito… ¡qué grande me está! Bueno, anudando el cinturón, disimula un poco y estaré más fresquita. ¡Qué tarde más extraña! Me he puesto una de aquellas batitas playeras… Todo el día es diferente. Los recuerdos son tan nítidos…
Me atrapan con más intensidad que nunca tus ojos verdes, grises a veces, con dos manchitas doradas como trocitos de luz. Me dejo cautivar más que nunca por esa sonrisa tuya que se dibujaba poco a poco, haciéndose desear, creciendo despacito hasta formarte arrugas en las mejillas descubriendo tus dientes tan blancos, como en una de esas imágenes trucadas en las que nace una flor en pocos segundos. Tu pelo, ondulado, dónde el castaño claro delataba una adorable infancia rubia, tu piel blanca bajo la sombra de la barba cuidadosamente afeitada en tu rostro amplio… Te siento hoy tan cerca que si extendiera mis manos podría tocarte. Apenas corre la brisa hoy, las delicadas danzas del aire acurrucan en mi regazo una calidez que se me antoja tu proximidad. Si tuviese alguna noticia tuya… Como cuando me escribías ¿te acuerdas? Mientras estabas en España. Cartas valientes, animosas, sabias, escritas con tinta enamorada y resignada pluma que yo consumía ávidamente, releyéndolas una y otra vez hasta sabérmelas de memoria y a las que contestaba procurando estar a la altura. Guardo la última más en mi corazón que en el estuche dónde reposan: «me han destinado tan lejos que me duele decírtelo, aunque hoy, más que nunca, sepamos que las distancias son relativas y que más o menos kilómetros no nos acercarán ni nos alejarán más. Otro continente, otra misión que es posible dificulte nuestra comunicación. De cualquier forma, todo está ya dicho, lo sabes bien, y ningún cambio de espacio o de tiempo puede alterar la profundidad de los sentimientos De los nuestros. Viviré en el gozo del deber cumplido, de la renuncia necesaria, y también allí habrá estrellas que contemplaré con la esperanza de no hacerlo solo». Desde entonces me entretengo por las noches observando el firmamento y es el viento el que me trae tu voz, el chal que me abriga son tus brazos que me estrechan y aquellas estrellas pequeñitas son las que iluminan tus ojos que se detienen en los míos. Pero sobre mis labios, únicamente se posa el rocío.
Algunas veces me ha preguntado Tania, y mis hijos también cuando eran niños, en qué pienso cuando me quedo absorta, que parezco ida. Mi nieta me dijo una vez que se me pone cara de felicidad triste cuando me quedo sola. Y en una ocasión le dije que todo me parecía bello porque a mi lado estabas tú. Le dije Ángel y ella entendió un ángel, uno cualquiera. Le pareció muy poético pero poco práctico ¡cómo podría ella comprender! Tampoco quiero que necesite hacerlo, quiero para ella un compañero que la merezca, quiero que exprima la vida sin necesidad de confiarse a la imaginación o al recuerdo.
—¡Abuela! ¡Que nos vamos!
—¿No subes?
—Me esperan fuera. Ya te lo habrá dicho el tío ¿no? Que cenamos fuera.
—Sí, sí. Ve, corre.
—¿Quieres algo?
—No, nada. Ya me arreglo.
Menos mal que no tenemos vecinos, porque las voces que soporta esta pobre escalera… ¡Qué calor! En todo el verano no hemos tenido una noche tan sofocante. ¡Cómo me gustaría caminar descalza por la orilla del mar! ¡Qué generosos son los jazmines a estas horas! La dama de noche estará abriéndose en el jardín, y entre los dos consiguen hacer olvidar la alegría del sol que se esconde; armonizan bien sus perfumes. Pronto brillará el cielo como una fiesta.
Ángel… ¡qué día el de hoy! Te he extrañado mucho toda mi vida pero creo que en las últimas horas se me han condensado los recuerdos y los deseos, tanto que te siento justo aquí, aquí mismo. Un atardecer como éste fue aquel último. No volvimos a vernos. Esperabas ansioso mi respuesta. Me habías ayudado a distinguir los dos caminos que se me ofrecían, pedir el divorcio o aceptar el sacrificio. Habíamos valorado juntos lo bueno y lo malo de cada una de las dos opciones, habíamos procurado ser objetivos, todo lo imparciales que nuestros sentimientos nos permitieron. Después dejaste todo en mis manos, sólo a mí me correspondía decidir, y temías tanto el sí como el no, porque cualquier resolución entrañaría dolor. Me obligaste a esperar dos días antes de pronunciarme y me aseguraste tu apoyo incondicional en cualquier caso. Nos miramos en silencio, uno a cada lado de tu mesa. La mujer de la limpieza voceó: “¡Padre Ángel, que me voy ya! La llave queda por dentro, ya desde fuera cierro yo”. El silencio fue ocupando el hueco que la luz dejaba al ocultarse el sol a lo lejos, tras las ventanas, presuroso.
—Estoy desgarrada. — me mirabas, me mirabas expectante – No puedo dejar a mis hijos… los niños le quieren… no es un marido pero es su padre… es un ídolo para ellos… no tienen por qué saber…
Los dos sacrificábamos el futuro por ellos. Leí en tu rostro cierto alivio que luchaba con la pena. Apenas me salían las palabras.
—He hablado con él… no le he acusado, no le voy a descubrir… yo … le pedí habitaciones separadas… ya nos habíamos planteado no tener más hijos. Al principio se mostró sorprendido, se fue tranquilizando… se sintió liberado… casi me dio las gracias…
Susurrabas a pesar de que en todo el edificio estábamos nosotros solos.
—¿Podrás soportarlo?
—No lo sé. Creo que debo intentarlo.
—Eres… eres admirable. Te admiro profundamente. Yo… no… nada.
Aquellas palabras me dolieron tanto… Te sentías anulado. Tu cabeza me daba la razón pero el resto de tu ser se rebelaba. Nos pasaba a los dos lo mismo. Volviste a romper el silencio, en tono sombrío; entonces esperé yo, impaciente, tus palabras.
—Voy a cursarla. Es mi petición de traslado.
Había dos sobres iguales sobre la mesa, dirigidos a tus superiores. Separaste uno de ellos y rompiste el otro, lentamente, con infinita pesadumbre.
—¿Era… era..? – no me atrevía a nombrarlo.
—Era mi renuncia. La solicitud de dispensa de votos…
La cabeza se te hundió en el pecho, los párpados cubrieron el dolor de tus ojos, los pedazos de papel caían al suelo, uno a uno. Me levanté angustiada. Podía soportar mi inmolación pero no la tuya. Me ahogaron los sollozos. No te vi levantarte, ni te oí, hasta que sentí tus manos en mis hombros.
—No llores. No debes llorar ahora. Nunca más…
La calidez de tu abrazo, tus dedos temblorosos que acariciaban mi pelo, que intentaron limpiar mis lágrimas, tus labios que desde mi sien buscaron mi boca por primera y última vez… He revivido tantas veces aquellos momentos… Y sin embargo hoy me parecen recién estrenados.
¿Has visto eso? ¿Qué es ese brillo del espejo? Nunca me había fijado… nunca ha estado, nunca lo he visto. No es un brillo, es… parece una imagen, una figura que se agranda, que… ¡Ángel! Ángel ¿eres tú? ¿qué es lo que está pasando? ¡Dios mío! ¡Ángel! ¿Dónde estás? ¡Te veo en mi espejo! ¿Cómo puedo verte? No me estoy volviendo loca ¿verdad? ¿Dónde estás? ¡Ángel! ¡Ángel! ¡Cuidado! ¡Es una carretera! ¡No cruces! ¡¡Espera!! ¡El camión! ¡¡Cuidado!! ¡¡Ángel!! ¡¡¡Ángel!!!
—Fue por aquí. Yo estaba en la terraza aquella. Mi padre y el tío Marcos discutían por no sé qué. Me aburría como una seta y me dediqué a observar la playa. Los vi entonces. Caminaban lentamente, por la orilla, ella menuda, como una ciruelita pasa, le costaba avanzar y él la sujetaba, un brazo por la cintura y el otro por delante, así; y ella se apoyaba en él que era igual de mayor pero más ágil; y se miraban, Vera, se miraban y se sonreían como si fuese la primera vez. No, como si hiciese mucho tiempo que lo desearan, como si tuviesen toda la eternidad para ellos solos por delante. Ella con un vestidito blanco, él de oscuro. Se miraban cómplices, emocionados. Fíjate, Vera, a su edad, con lo que habrán pasado juntos, y se les veía felices, por la arena húmeda, una noche de verano en la que se bastaban el uno al otro. Se me han quedado en la memoria ¿sabes? Casi me emociono al recordarlos, como una estampa romántica, más conmovedora si cabe por la edad. Supe que el amor era eso y eso es lo que yo quiero. No voy a conformarme con menos. Me tomé una cucharadita de helado y cuando me volví ya no estaban. Cómo lo oyes, con lo despacito que iban, pues no sé que pasó pero ya no pude divisarlos. Y después, cuando llegamos a casa… ya ves. Mientras que nos aburríamos en ese restaurante espantoso, la abuela… mi abuelita…
—Venga, Tania, tendrás que esforzarte en superarlo. Era muy vieja.
—¡De eso nada! ¡Nada de vieja! ¡Era mayor, mi abuela! Tenía años…
—Perdona.
—Me he quedado sola. En casa solamente se podía contar con ella. Para hablar…
—Pero si tu madre es estupenda…
—Te la regalo. ¿Sabes, Vera? Tengo la impresión de que la abuela me oye, de que me ve, incluso. Y me comprende, casi mejor que antes.
—Anda, no desvaríes.
—Voy a empezar a hablarle.
—Mientras no te conteste…
Eva Barro García.
Primer Premio “Federico García Lorca”
(Parla – Madrid).