El violinista

El Violinista.

            Por allá en un pueblo, había una vez un joven muchacho inteligente y muy buen estudiante que tenía por ocupación predilecta, gracias a su talento, la de ser un gran violinista. Le habían regalado un hermoso violín fabricado con la más fina madera extraída de las montañas circundantes, cuya verde frondosidad ocultaba al pueblo. La caja de este violín era semejante en su contorno al número ocho, con cuatro cuerdas templadas de quinta en quinta, con el mástil carente de trastes y un arco también construido de madera y la cinta hecha con parte de la crin de un viejo caballo y junto a los hábiles movimientos de los brazos de aquel zagal violinista, emitía un sonido musical muy agudo convirtiéndose en armoniosas piezas folclóricas de los Andes.

            El violinista logró llamar la atención de una joven muchacha que tenía como oficio las labores del hogar y del campo. Más tarde se hicieron novios y siempre le acompañaba a algunas fiestas y celebraciones de la localidad que este fantástico músico hizo muy amenas y que junto a su violín conseguía ocupar la atención de muchas personas. Una fresca tarde, mientras caminaban juntos por un camino cubierto de bellas flores silvestres a orillas del río puro y cristalino, el violinista le manifestó a su hermosa compañera:

            -Me voy a la capital de la región a cursar estudios universitarios, cuando usted termine la secundaria sería de mucho engrandecer que también vaya allá a estudiar, donde yo siempre la esperaré.

            -Envíeme algunas cartas por el servicio del correo que yo te responderé y así nos vamos poniendo de acuerdo -contestó su novia.

            El joven músico partió a la ciudad, pero con el transcurrir del tiempo la joven enamorada no tuvo noticias del músico, ni siquiera una sola carta recibió. Al cabo de dos años la joven se marchó a la ciudad a empezar sus estudios universitarios y en la sede de la universidad, buscó con detallada preocupación por el patio, aula, jardines, pasillos y adyacencias la presencia de su violinista, pero sin éxito.

   Con el transcurrir de los meses, la joven paseaba por una de las plazas de aquella ciudad y escuchó unas hermosas composiciones musicales de violín y mucha gente presente en un rincón de la plaza, bajo unos árboles frondosos, que expandían sombra y tranquilidad. Al acercarse pudo reconocer al violinista, aquel amor del pueblo. Portaba la ropa sucia, los pies descalzos, la mugre en su rostro y en sus brazos, con la apariencia resaltante de un indigente esquizofrénico, tocaba con mucha pasión otro violín. Los espectadores colocaban algunas monedas sobre un sombrero viejo, muy cerca de sus pies. La joven muchacha corrió y se lanzó sobre sus pies abrazándole las piernas, lo miró hacia arriba mientras lloraba y lloraba, pero las melodías de este músico no cesaron, sin poder reconocer a quien en un pasado fue su amada. Ella se fue muy triste de aquel lugar sin poder hacer nada por él, ni siquiera fue capaz en los próximos días de volver al lugar donde todas las tardes el loco violinista ofrecía sus conciertos por unas monedas para poder comer.

            Aquella chica, hoy debe ser una mujer mayor y seguramente en su corazón guarda algunas lágrimas por su violinista y hasta que no lo vuelva a ver, serán por siempre tristes las notas musicales de cualquier violín.

William García Molina.

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