En la selva

EN LA SELVA.

Algo pasó detrás de mí, sentí el movimiento de las hojas de las plantas como una ráfaga. Con una reacción instintiva volteé, no se puede decir que vi una quietud total, había un ligero balanceo de los matorrales, quedé inmóvil, observé concentrándome en los detalles. Nada correspondía a lo que me había hecho darme la vuelta. Las hojas se mecían como por una ligera brisa. Mi vista se deslizó hacia uno y otro lado con el mismo resultado, inclusive miré a lo alto, las ramas de los árboles apenas y tenían el mismo balanceo suave, como celosas de dejar descender hasta mí la claridad del cielo despejado.

Decidí continuar la marcha. No había ningún sendero, la selva tropical solamente permite pasar por donde se encuentre menos tupida, por eso es imposible seguir una línea recta. Se puede decir que me guiaba un cierto sentido de la orientación.

Mis oídos se aguzaban, tenía la impresión de escuchar el susurro de algunas palabras, pero a fin de cuentas solo distinguían con claridad el sonido de la brisa, los gorjeos de las aves vigilantes entre las ramas.

Caminar exigía un gran esfuerzo, saltar las piedras o los troncos de añejos árboles en pudrición, hacer a un lado las ramas que obstruían el paso, agacharme para evitar el choque con aquello que estaba a la altura de la cabeza. Sentía mi ropa empapada por el sudor y la humedad del aire, a veces tan caliente que tenía miedo de meterlo a mis pulmones.

Exhausto me senté en un tronco cubierto por el musgo. De vez en cuando, con la manga de la camisa hacía a un lado el sudor que quería entrar a mis ojos. Un pequeño movimiento en el suelo me atrajo, una hormiga cargaba en su lomo un trozo de hoja, por su posición vertical me recordó a las cigarras con ese tipo de cuerpo. Concentrándome vi que no iba sola, formaba parte de una fila irregular, iban camino a su hormiguero sorteando los obstáculos del humus.

Mientras descansaba me percaté que había perdido la noción del tiempo, tampoco recordaba la causa por la cual me interné en ese lugar. De nuevo tuve la misma sensación del movimiento repentino a mis espaldas, como impulsado por un resorte salté con un giro de ciento ochenta grados. Una vez más, nada. La ansiedad empezó a agitarse en mi alma. Volví a caminar, aunque más bien deseaba correr para alejarme lo más pronto posible, para desahogarme, pero con la espesura de la vegetación eso era imposible.

Me sentía vigilado, perseguido. La angustia se hizo acompañar por el miedo a esos ojos encubiertos. El ruido que hacía al apartar las ramas para poder pasar, el crujir de las ramas que pisaba, la respiración agitada, opacaban los ruidos sutiles a mi alrededor. Con frenesí continué siempre hacia adelante. En un pequeño alto escuché el fluir del agua, la resequedad de la garganta recordó que en todo el día no había bebido nada. Seguí el sonido por entre los gruesos troncos que debía rodear, era un arroyo pequeño, descendía con suave agilidad. Sin pensarlo me hinqué en su orilla, la llevé a la boca haciendo un cuenco con las manos, luego mojé mi rostro, calmé mi sed, apacigüé el calor. Cerré los ojos, el fresco del agua que bañó mi cara empezó a relajar todo mi cuerpo, no quería mover ni siquiera los párpados para no romper esa sensación, era lo primero agradable que sentía desde que entré en la jungla.

En esa quietud percibí de nuevo aquella presencia, cuando abrí los ojos lo vi por primera vez, como cinco pasos más allá del arroyo; su piel olivácea, terrosa, se confundía fácilmente con la vegetación, me observaba con curiosidad. Me levanté despacio mirando fijamente. Desapareció. Casi al mismo tiempo, en distinta dirección percibí otro movimiento de ramas, presentí que eran varios vigías.

–Hola –saludé con cautela, mostrando una tranquilidad que estaba muy lejos de ser real–, pueden salir, no les voy a hacer nada.

No hubo respuesta. Insistí.

–Estoy perdido…

Cauteloso, uno de ellos se dejó ver. Le extendí la mano en gesto de saludo amistoso.

–No les voy a hacer daño…

Otros tres salieron de sus escondites, se comunicaban entre ellos con ruidos guturales, comprendí que no me iban a entender. Prácticamente estaban desnudos, solo una piel de mono, a manera de taparrabo, les cubría sus intimidades. Apareció una mujer con sus pechos al descubierto, el cabello hirsuto le llegaba hasta la cintura. Cuando me di cuenta una docena me rodeaba. A empujones me llevaron hasta la aldea; como Dante, me sentí acosado por los demonios en las profundidades del infierno.

Un anciano levantó la mano, su gesto hizo que todos callaran. El hombre de pelo blanco estaba cubierto por una piel de jaguar. Mis captores se hicieron a un lado. Me inspeccionó con detenimiento, mientras en su dialecto hablaba con la gente. Se quedó mirándome a los ojos, su mirada era dura.

–Buenas tardes, señor –empecé a hablar dubitativo–. ¿Me entiende lo que le digo?

Su respuesta fue otro sonido de significado desconocido y un movimiento despectivo de su mano.

-No voy a hacerle daño a nadie… simplemente me perdí en la selva… necesito que me ayuden a salir de aquí.

La gente se hizo a un lado para dejar paso a otro hombre, estaba cubierto por una especie de capa de hojas alargadas entretejidas que le llegaban debajo de las rodillas, y en la cabeza llevaba atada la calavera de un animal de largos colmillos. Se quedó parado unos pasos atrás del jefe, me observaba con atención.

Con su lengua rudimentaria, el jefe dio órdenes, me llevaron a un jacal de ramas y hojas, donde me dieron frutas y agua. Cuando sacié mi hambre intenté salir, pero un par de hombres apostados en la entrada, me impidieron el paso.

Horas después, vi como el chamán dio órdenes a los guardias para que se retiraran, e ingresó a la choza. Seguro de que ya nadie más estaba en la cercanía, me sorprendió cuando me habló en un español afectado por un extraño acento producto del desuso durante largo tiempo; me hizo algunas preguntas sobre mí y, para saciar mi curiosidad, me explicó que había llegado a la aldea hacía muchas temporadas de lluvia.

–Años atrás, vivíamos en un país más allá de la sabana –recordó–. En aquel entonces era estudiante de medicina, como la mayoría de mis compañeros teníamos grandes ideales en contra de las injusticias sociales y la pobreza del pueblo. El gran jefe, aprovechando su habilidad manipuló nuestras conciencias, así lo elegimos presidente del país. Apoyado por algunos críticos inconformes, impulsó el odio de la gente pobre en contra de los que tenían un poco más, removió los rescoldos del resentimiento social para preconizar la igualdad absoluta, la sociedad en la que los bienes fueran de todos, sin prejuicios morales. Su discurso fustigó duramente la corrupción de los gobiernos anteriores.

Desmanteló las instituciones que le estorbaban para sus ambiciones particulares. En una conferencia de prensa, el gran jefe afirmó que los votos del Partido Popular Revolucionario procedían de la gente más ignorante, entre más analfabetismo, más apoyo para su partido. Poco después y en medio de un discurso poscolonialista, disolvió la Academia Nacional de la Lengua, acusándola de ser agente extranjero, órgano de espionaje, instrumento de penetración cultural. Como parte de la estrategia, cambió los programas educativos imprimiéndole la ideología que lo guiaba, por lo que, en lugar de buscar la excelencia académica, sirvió para incrementar la ignorancia mediante la manipulación de las conciencias de los niños.

Hizo una pausa, encendió su pipa y con atención dio un par de bocanadas a un humo que poco se parecía al del tabaco.

–Esto le facilitó la orden que dio, una vez que ya estaban aquí en la selva, de no hablar español, por eso inventaron el dialecto que escuchaste durante tu cautiverio.

Volvió a quedarse pensativo por un par de minutos, para retomar el hilo de sus recuerdos.

–Casi al terminar su período, los partidos de oposición sacaron a la luz pública la corrupción de él y sus allegados de una manera más escandalosa que sus antecesores, pero siempre lo negó con el argumento de que eran palabras de rencor de quienes perdieron sus privilegios.

–¿Realmente era cierto ese nivel de corrupción? –le interrumpí.

–Algo había de eso, pero al igual que la mayoría, le creía todo lo que decía, y cuando alguien hablaba mal de él, yo lo tomaba como un insulto personal y me enojaba mucho.

El caso es que pronto la economía se hundió, hubo desabasto de alimentos, de combustibles, de energía eléctrica. Los militares dieron un golpe de Estado, pero el presidente, junto con un grupo de sus principales seguidores y gente del pueblo, lograron escapar, atravesaron la sabana y formaron esta aldea.

Una vez más hizo una pausa acompañada por el humo de su pipa.

–Por un tiempo fui activista clandestino en contra de la dictadura militar, hasta que ya no me fue posible permanecer ahí. Cuando llegué aquí –me explicó–, huyendo del ejército, me asombré de cómo, a casi un año del derrocamiento, los fieles al líder se deshumanizaron por efecto de la degradación constante. En un principio, hubo quienes intentaron aprovechar mejor los recursos naturales de la selva para mejorar sus condiciones de vida, pero otros, por envidia los hacían caer de la gracia del jefe, quien los castigaba según su estado de ánimo.

–¿Y eso por qué? ¬–le pregunté intrigado.

–Desde un principio no permitió que nadie lo contradijera; como ya te dije, inventó un lenguaje porque el español era un símbolo del colonialismo y la explotación europea, así cayeron en el estado primitivo en que ahora los ves.

La pipa lanzó la última voluta de humo. El hombre sacudió las cenizas en el suelo. Por unos minutos quedó en silencio y sin despedirse ni decir más, salió del jacal con precaución.

Al día siguiente, el brujo regresó ya en la noche. Me dijo que el cacique me había calificado de sujeto peligroso para la comunidad, por lo que al amanecer sería sacrificado para calmar la ira de los dioses, y mi cadáver sería arrojado a las fieras.

–En realidad tiene miedo de que, al hablar con ellos para intentar darte a entender, despiertes entre los más viejos los recuerdos del idioma y les abras lo ojos a cosas que ya han quedado en el olvido; teme que la gente piense de manera independiente, por eso ha decretado tu muerte.

En el momento de la calma absoluta, del gran silencio de la naturaleza, el chamán aprovechó su poder. Me sacó del jacal, me ató una liana a la cintura para que no me separara de él, y así como Virgilio, me guio por los caminos de ese infierno.

Un grito me paralizó de pánico. Más bien fue un aullido en el que se reflejaban el terror y el dolor, gruñidos, luego el silencio de nuevo.

–Ha de haber sido alguien que se separó del grupo –aclaró–, por eso quedó a merced de las fieras. Por el rugido, debió haber sido atacado por un jaguar.

En una parte del trayecto se detuvo, me pidió lo tomara del hombro, como se guía los ciegos, para que no me desviara en lo mínimo del camino, pues podría quedar atrapado entre las ciénegas de esa zona. Ahí, por su soberbia, muchos se habían hundido en los pantanos de la adulación indiscriminada por repetir como autómatas las consignas del cacique, sin razonarlas, sin parar en su injusticia o maldad, ellos se habían encargado de hacer cumplir los decretos del jefe, de mantener acallado cualquier posibilidad de pensamiento individual, independiente.

Durante un descanso, mi guía me explicó que en esa zona, muchas personas aventureras, a pesar de ser incondicionales del gran jefe, fueron atrapadas por bandas de sicarios para venderlos como esclavos en las plantaciones de narcóticos.

En el lindero de la selva, a la orilla de un arroyo, justo donde empieza la sabana se detuvo, ahí empezaba el paraíso, la tierra prometida de los grandes espacios libres para vivir sin la opresión de los lugares cerrados, donde la luz permite ver todo con claridad, la extensa llanura cubierta por pastizales, el cielo brillante y al fondo las montañas azules. Hundí mi cuerpo en el agua del arroyo para lavar la mugre acumulada durante mi estancia en la jungla y refrescarme.

El viejo chamán, recargado en un árbol se despidió de mí, aunque estaba arrepentido de sus antiguos pecados no podía regresar a la civilización.

Mientras caminaba rumbo a la ciudad, comprendí que la obsesión fue lo que me llevó ahí, una idea fija obnubiló mi conciencia. El miedo de ir al infierno me condujo directamente a ese inframundo tropical donde estuve a punto de sucumbir.

Phillip H. Brubeck G.

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