Por azar, parte 2.

Caras nuevas.

En buenas manos.

Efectivamente: Aquella tarde aparecieron a la hora del aseo dos caras nuevas. Entraron vivarachos y sonrientes en la habitación y se dirigieron hacia el lado donde se encontraba su mirada para presentarse.

—¡Hola, Daniel! Soy Pilar. Ya sabes: “la suplencia del verano”―enfatizó con sorna a la vez que soltaba una simpática risilla.

Daniel sonrió (o eso pretendió) ante la espontaneidad y lozanía de aquella mujer que, según sus apreciaciones, justito pasaría de los 40. Intentó articular algún sonido pero no se movió ni un músculo.

—No te esfuerces, sé que no puedes hablar, pero intentaremos adivinar lo que necesitas. Estás en buenas manos…

Sí, buenas manos. Siempre estaba en buenas manos, eso no podía negarlo. Él lo que necesitaba era otra cosa; y parecía que iba a tener suerte.

El compañero de Pilar salió del baño con dos palanganas colgadas en un nuevo armazón. Era un artilugio moderno con dos aros horizontales —bien podría pasar por un cantarero del nuevo milenio— destinados a colocar en ellos, según pudo observar Daniel, sendas palanganas, una con agua limpia y la otra con agua jabonosa, que a modo de perchero metálico de las tiendas de ropa estaban sujetos a un tubo vertical que en su base se dividía para formar cuatro pequeños pies con sus respectivas ruedas, todo ello destinado a facilitar la labor del personal y, por tanto, el bienestar del paciente.

—Y yo soy Javier —se presentó el auxiliar de enfermería—. Aunque me veas cara de niño, no te preocupes, que ya no soy tan joven y tengo experiencia —también rio—. Pronto nos entenderemos, ya verás, así que tú tranquilo.

Daniel no había oído una perorata tan larga dirigida a él desde hacía mucho tiempo. Estaba asombrado y contento, aunque también algo ansioso por el cambio de personal dadas sus dificultades para transmitirles qué movimientos le suponían cierto dolor durante las tareas de higiene.

—Ya sabemos cuáles son tus puntos de dolor —le tranquilizó Javier—; hemos leído tu historial: Iremos con cuidado.

Parecía haber interpretado sus pensamientos. Era increíble. Sobre todo le tranquilizaba el hecho de que hubieran leído su historial porque significaba que tenían interés y que le conocerían un poco mejor. Poco a poco su ansiedad fue cediendo durante un aseo en el que no le hicieron daño en ningún momento y que además se pasó volando ante la charla animada que mantenían, haciéndole partícipe de ella.

—Si me hubieras visto, Daniel —decía Pilar—, me puse colorada hasta las cejas…

De esta y otras formas fueron incluyéndole los sucesivos días en la conversación. Daba igual que él en realidad no pudiera opinar o responder, se sentía feliz al verse tratado como un ser humano “vivo”.

—Oye, Daniel, hemos estado murmurando a tus espaldas —dijo una semana después su cuidador—. Como no estaba claro en el informe por qué no te levantan al sillón al menos un par de horas mañana y tarde, hemos dejado una nota para el médico. Vendrá a verte y ya nos dirá el motivo o si podemos hacerlo.

—No te preocupes: si nos da permiso, lo haremos con sumo cuidado y estaremos contigo al principio por si te mareas o te sientes mal. Después de tanto tiempo tumbado habrá que ir despacio —lo tranquilizaba Pilar—. Tal vez te pilla por sorpresa ¿verdad? Bueno, poco a poco.

Llevaba ya tres días levantándose a aquel sillón especial. Tal vez era el primer día que no había sentido molestias de ningún tipo y estaba contento. Solo le faltaba una cosa: que cambiaran el sillón al otro lado de la cama, junto a la ventana. Este lado, junto al baño, era aburrido, pues casi no alcanzaba a ver los edificios de enfrente. No en vano su diversión ahora consistía en observar el mecanismo de apertura de la puerta del aseo, dando vueltas y vueltas con la mirada alrededor de sus contornos, despacio, mientras pasaban las dos horas. ¡Quién iba a decir que echaría de menos aquel bodrio de balconada! Pero no podía hacérselo entender a sus cuidadores, por lo que tendría que esperar a que interviniese el azar.

Y el azar no se hizo esperar. Una mañana, después del desayuno, los cuidadores iban a levantar un par de horas a Daniel, como ya era costumbre. Entonces uno de ellos, Alfonso, cayó en la cuenta de la diferencia que había entre ambos lados de la cama: donde se encontraba el sillón, Daniel tenía como paisaje las paredes y la puerta del cuarto de baño. En cambio, si colocaran el sillón al otro lado, Daniel estaría justo al lado de la ventana, y aunque no había una gran extensión delante para admirar, siempre tendría algo más de interés para sus monótonas mañanas y un poco más de luz.

Dicho y hecho: al momento estaban arrastrando aquel armatoste de pequeñas ruedas hacia la ventana. Para Daniel fue un día glorioso, ¡no podía creerlo! Ahora sí que podría ver los edificios, las chimeneas, el ático, las ventanas y… aquel cielo que cada día él completaba con su imaginación. Estaba inmensamente agradecido, aunque lamentaba no poder expresarse. Cuando los cuidadores salieron de la habitación, satisfechos de su labor, él quedó cómodamente colocado en el sillón, con los almohadones perfectamente situados y la cabeza ladeada y apoyada en un cojín de manera que él pudiera mirar por la ventana todo lo que quisiera.

Por la tarde, cuando entraron Javier y Pilar, se alegraron de la iniciativa de los compañeros de la mañana (que ya conocían por el parte) y pasaron el rato de ejercicios y aseo comentando todas aquellas cosas que ahora Daniel podría contemplar. Lo levantaron al sillón como hicieran por la mañana: junto a la ventana. Pilar iba enumerando elementos del exterior con la emoción de quien ha ganado un premio y va sacando los objetos del lote obtenido. Cuando terminaron de acomodar a Daniel, le pareció ver que él se había quedado por unos segundos mirando fijamente los ojos de ella. A Pilar se le puso la carne de gallina pero, ante la incertidumbre, optó por darle un par de golpecitos afectuosos en la mano. Cuando estuvieron en el pasillo, Javier le comentó:

—Tengo la sensación de que en este mes Daniel ha cambiado por dentro. Cada vez estoy más convencido de que aunque estén en coma, pueden oír perfectamente y que los sentimientos o los afectos están intactos, solo que no los pueden expresar. ¿Te imaginas, Pilar?: Tener almacenadas tus penas, alegrías, miedos, logros… todo ahí apretado a punto de explotar pero que el mundo exterior no sea ni siquiera consciente de ello… No. Estas personas necesitan mucha más atención de la que somos capaces de darles. No sé, por ejemplo, ponerles la música que les gusta; la familia debe de saber cuál es. O leerles un rato, comentar después un poco la lectura. Aunque fuera una vez a la semana, pero mantener la esperanza abierta y, sobre todo llenar el vacío que deben de sentir. Si no hay tiempo para la lectura deberían tener acceso, por ejemplo, a relatos grabados.

—Javier —la voz de Pilar temblaba—, quiero decirte algo, pero no estoy segura de que haya sido así.

—¿Sobre Daniel? No te preocupes, dime.

—Creo que sus ojos se han clavado, literalmente, en los míos. Nuestras miradas se han cruzado muchas veces de manera fortuita, pero creo que hoy… me ha mirado. Lo he sentido en el corazón y en la piel, aunque no habrá durado ni dos segundos. Ha sido como si quisiera decir que está ahí dentro y que agradece lo que hacemos. Te prometo que me he quedado estupefacta.

—Es posible… ¡Razón de más para defender mi postura!

Continuará…

Encarna Martínez Oliveras.

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