Kikkapoa

Kikaapoa

El Regreso a Casa

El sol del mediodía bañaba las calles empedradas de Múzquiz, Coahuila, un pueblo mágico donde el tiempo parecía haberse detenido. Las fachadas de las casas coloniales, con sus colores desvaídos por los años, narraban historias de generaciones pasadas. La Sierra de Santa Rosa se alzaba imponente al fondo, custodiando silenciosamente el devenir del pueblo. En el corazón de Múzquiz, una antigua casona de dos pisos construida en piedra, que antaño fungiera como precinto, ahora albergaba el museo local. Sus muros gruesos y ventanas enrejadas guardaban celosamente fragmentos de la historia regional.

Chakoka Aniko, un hombre de estatura elevada y complexión robusta avanzaba con paso decidido hacia el museo. Su piel morena, curtida por el sol, contrastaba con su cabello negro azabache, recogido en una trenza que caía sobre su espalda. Vestía vaqueros desgastados y botas de cuero, y alrededor de su cuello colgaban amuletos tribales que tintineaban suavemente con cada movimiento. Su voz, profunda y grave, delataba un acento peculiar: una mezcla del español norteño, inglés aprendido en Estados Unidos y palabras en kikapú, reflejo de su vida entre dos mundos.

Había regresado a Múzquiz convocado por su padre, el nuevo líder de la tribu kikapú, para conmemorar el aniversario luctuoso de su abuelo, Kisathawa, el venerado guía espiritual de la comunidad. Aunque su vida actual transcurría en Estados Unidos, donde administraba el casino tribal y estaba casado con una mujer estadounidense, sentía el llamado de sus raíces en momentos como este. Por ser un momento muy privado para la tribu, su mujer no fue invitada, una forastera no es fácilmente bienvenida. Entonces Chakoka había decidido pasar una buena temporada con los suyos, mientras su mujer se encargaba del casino y el hogar.

Su regreso no era solo por complacer a su padre o por la muerte de su abuelo. Algo más lo había traído de vuelta. Desde hacía semanas, un peso extraño se alojaba en su pecho, una sensación de que debía estar aquí, en Múzquiz, en El Nacimiento. No se lo había contado a nadie, pero las noches antes de emprender el viaje, sus sueños estuvieron plagados de imágenes difusas: el rostro de su abuelo mirándolo con severidad, una tormenta sobre la sierra, la sensación de estar atrapado en un círculo que se cerraba a su alrededor. No creía en presagios ni en los avisos del más allá, pero tampoco podía ignorar lo que sentía.

El Legado de Kisathawa

La muerte de Kisathawa no había sido una sorpresa. Desde hacía meses, el anciano se encontraba delicado de salud debido a complicaciones en sus vías respiratorias y una enfermedad renal que se agravó con el tiempo. Lo más inquietante era que Kisathawa había predicho su propio final. En varias ocasiones mencionó que su muerte ocurriría en un día especial, y así sucedió: el 16 de septiembre, en la comunidad de El Nacimiento, lugar sagrado para los kikapúes, donde nace el río Sabinas.

Aunque pocos lo sabían, Kisathawa llevaba consigo un secreto que rara vez compartía. En sus momentos de introspección, el anciano parecía escuchar algo más que el silencio del viento; algo que solo él podía percibir. Tal vez eran sus años de sabiduría, o quizás algo más profundo, algo que conectaba su espíritu con un pasado que prefería no mencionar abiertamente. Sus ancestros habían dejado una huella oscura, y Kisathawa, en sus últimas reflexiones, parecía aceptar que aquello que había sido sembrado en el pasado ahora regresaba por él. No lo decía abiertamente, pero en sus ojos había una resignación tranquila, como si supiera que los espíritus de aquellos a quienes su linaje había lastimado venían a reclamar lo que les pertenecía. Y así, en ese lugar sagrado, donde el río Sabinas comenzaba su curso, Kisathawa partió, llevándose consigo el peso de un secreto que solo unos pocos comprendían.

La noticia de su fallecimiento atrajo a figuras importantes: el gobernador de Coahuila, el alcalde de Múzquiz y hasta el coronel del XIV regimiento, fueron quienes acudieron a rendir homenaje. La tribu, por primera vez en su historia, permitió la presencia de personas ajenas en los rituales fúnebres. Durante toda la noche, se llevaron a cabo danzas y ceremonias en honor al difunto, y al amanecer, Kisathawa fue sepultado en el cementerio sagrado de El Nacimiento. La incertidumbre sobre quién lo sucedería como líder aún flotaba en el aire.

El Misterio del Museo

Al entrar al museo, el aire fresco y el aroma a madera antigua lo envolvieron. La exposición principal estaba dedicada a su abuelo: fotografías en sepia que capturaban su mirada sabia, vestimentas ceremoniales adornadas con intrincados bordados y objetos personales que narraban su legado. Entre las vitrinas, una en particular llamó su atención. En ella reposaba una carta de lotería desgastada por el tiempo, con la imagen de «El Apache». Chakoka frunció el ceño, intentando recordar si alguna vez había visto ese objeto entre las pertenencias de su abuelo. Un escalofrío recorrió su espalda, mientras una sensación de inquietud se apoderaba de él. Al reverso de la estampa, un mensaje:

«Kitzihaiata escogió a los kikapúes para poblar la tierra, por lo cual deben cumplir con sus mandatos y estar preparados para enfrentar el momento final del mundo, que les permitirá ir con él a cazar venados eternamente.»

El mazo de cartas de lotería no era un simple juego. Cada carta tenía un destino, una historia que contar y una víctima que elegir. La #38, «El Apache», vino por Chakoka, pero las demás esperaban su turno. Nadie sabía quién las repartía, solo que siempre aparecían en el momento preciso, como si alguien—o algo—estuviera observando, moviendo los hilos desde las sombras. ¿Quién sería el siguiente en recibir una carta? Nadie lo sabía, pero el mazo nunca se detenía.

Por primera vez en mucho tiempo, Chakoka Aniko sintió miedo.

El Susurro del Apache

Esa noche, Chakoka no pudo dormir. Se recostó en la cama de varas delgadas que era sostenida por troncos y sobre ella un petate, en aquella pequeña casa india donde se hospedaba en El Nacimiento, una casa de verano de la tribu, pero cada vez que cerraba los ojos, imágenes fragmentadas lo asaltaban. Su abuelo de pie en medio de una tormenta, con su rostro severo y los ojos fijos en él. La silueta de un guerrero apache con el torso desnudo, el rostro pintado de rojo y negro, sosteniendo una lanza. La sensación de estar atrapado en un círculo que se cerraba lentamente.

Despertó sobresaltado, con el corazón martillando en su pecho. Miró el reloj: 3:33 a.m.

Se levantó y salió para despejarse. El aire fresco de la sierra le llenó los pulmones, pero un escalofrío le recorrió la espalda. Se quedó quieto, escuchando. El sonido del viento entre los árboles, el lejano murmullo del río Sabinas. Y entonces, un crujido en la maleza.

Se giró de inmediato. No había nadie. Solo la silueta de los árboles recortada contra la tenue luz de la luna.

Pero algo estaba mal.

Frente a él, en la tierra húmeda, unas huellas descalzas aparecían de la nada. Pequeñas al principio, como si alguien estuviera caminando descalzo sobre la tierra. Pero luego… se transformaban. Se alargaban. Se hundían más en el suelo, como si algo más grande, más pesado, estuviera tomando forma con cada paso.

Chakoka sintió un nudo en el estómago.

—Es el cansancio —murmuró para sí mismo, pero su voz sonó débil.

Retrocedió lentamente hasta la puerta y entró de nuevo a la casa india. Al cerrar, apoyó la espalda contra la madera, tratando de calmarse. Miró hacia la mesa.

La carta de El Apache estaba ahí.

No la había llevado consigo. No la había tomado del museo. Pero ahí estaba, sobre la mesa, con sus bordes gastados y la figura del apache mirándolo fijamente.

Al día siguiente, Chakoka fue directamente al museo. Buscó la vitrina donde había visto la carta la primera vez. Vacía.

—¿Qué estás buscando? —le preguntó un anciano de la tribu, sentado en una de las bancas de madera del museo.

Chakoka dudó un segundo.

—Había una carta de lotería aquí, El Apache. La vi anoche.

El anciano lo observó en silencio durante unos segundos.

—Esa carta nunca ha estado aquí.

El nudo en el estómago de Chakoka regresó.

—Pero la vi.

El anciano suspiró y se puso de pie con esfuerzo.

—Si esa carta se te ha mostrado, significa que el camino te está llamando. No es casualidad que hayas regresado.

—¿Qué camino?

El anciano se acercó y lo miró con seriedad.

—El mismo que tu abuelo recorrió antes de morir.

El Amigo Leal: Tawa

Esa tarde, el sol comenzaba a descender sobre Múzquiz, tiñendo el cielo de tonos anaranjados y dorados que parecían sacados de un sueño. Chakoka caminó hasta una cantina al borde del pueblo, un lugar modesto con paredes de adobe agrietadas y un letrero desgastado que se balanceaba precariamente con la brisa. Dentro, el aire olía a cerveza derramada, madera vieja y el humo de cigarrillos de décadas pasadas. En una esquina, sentado en una mesa de madera rústica marcada por iniciales talladas por generaciones de borrachos, estaba Tawa.

Tawa, cuyo nombre significaba «Sol» en lengua kikapú, era un hombre de complexión robusta y mirada astuta. Su piel morena estaba marcada por una cicatriz que le cruzaba la mejilla izquierda, un recuerdo imborrable de una pelea que casi le costó la vida años atrás, cuando ambos, Chakoka y él, eran jóvenes temerarios que creían que el mundo les pertenecía. Sus ojos marrones, sin embargo, brillaban con una lealtad inquebrantable, como si nada ni nadie pudiera quebrar su espíritu. Llevaba una gorra de béisbol desgastada, con el logotipo de un equipo que ya nadie recordaba, y una chaqueta de cuero que había visto mejores días. Sus manos, callosas y fuertes, sostenían una botella de cerveza medio vacía, pero su postura relajada escondía la tensión de alguien que siempre estaba listo para actuar.

—¿Estás seguro de que esto es una buena idea? —preguntó Tawa, ajustando su gorra con un gesto nervioso que Chakoka conocía demasiado bien—. Porque, no sé, esto huele a problemas. Y no soy fanático de los problemas que no puedo resolver a puñetazos. Recuerdas la última vez que nos metimos en algo así, ¿verdad?

Chakoka se sentó frente a él, apoyando los codos en la mesa. Sonrió levemente, pero su sonrisa no llegaba a los ojos, que estaban cargados de preocupación.

—Nunca te he conocido por evitar problemas —dijo Chakoka, su voz grave, pero con un dejo de humor—. De hecho, creo que los problemas te siguen como moscas a la miel. ¿Recuerdas aquella vez en la feria de Saltillo? Nos persiguieron medio pueblo por aquel lío con las hermanas Garza.

Tawa soltó una carcajada, un sonido profundo y resonante que hizo que un par de clientes en la cantina volvieran la mirada hacia ellos. Era la misma risa que había hecho eco en las calles de Múzquiz cuando ambos eran adolescentes, rompecorazones que creían que las reglas no aplicaban para ellos. Pero esa risa también escondía algo más: el recuerdo de cómo, años atrás, ambos habían decidido dejar atrás las creencias de los viejos, burlándose de los rituales y los presagios que ahora parecían perseguir a Chakoka.

—Tienes razón —admitió Tawa, secándose una lágrima imaginaria de risa—. Pero si esto sale mal, te voy a cobrar. Y no hablo de dinero, hablo de favores. Favores grandes. Como aquel que me debes por cubrirte cuando te escapaste de casa de los Morales a las tres de la mañana.

Chakoka asintió, serio de nuevo. Tomó un sorbo de la cerveza que Tawa le había alcanzado y comenzó a hablar. Le contó sobre la carta de «El Apache» en el museo, sobre los sueños que lo habían perseguido desde que llegó a Múzquiz, sobre la sensación de que algo lo estaba llamando, algo que no podía ignorar. Tawa lo escuchó en silencio, sin interrumpir, pero su expresión se volvió cada vez más seria. Sus ojos, que antes brillaban con humor, ahora reflejaban preocupación.

Cuando Chakoka terminó, Tawa se reclinó en su silla, cruzó los brazos y lo miró fijamente. Había un silencio incómodo, como si el peso de las palabras de Chakoka hubiera ahogado incluso el sonido de las botellas que chocaban en la barra.

—No entiendo mucho de espíritus y presagios —dijo al final, su voz más baja y grave de lo habitual—. Nunca he sido de creer en esas cosas. Después de todo, fuimos nosotros los que nos reímos de los viejos cuando nos hablaban de los espíritus de la sierra, ¿recuerdas? Pero si tú crees que esto es importante, cuenta conmigo. No te dejaré solo en esta. Aunque sea para recordarte que esto es una locura.

Chakoka asintió, agradecido. Sabía que podía confiar en Tawa, no solo por su lealtad inquebrantable, sino también por su instinto agudo para leer a las personas y las situaciones. Tawa podía parecer rudo y despreocupado, pero tenía una intuición que lo hacía invaluable en momentos como este. Además, había algo más: un secreto que solo ellos dos conocían. Aquella noche, años atrás, cuando ambos habían jurado dejar atrás las supersticiones, habían hecho una promesa bajo las estrellas: pase lo que pase, siempre estarían el uno para el otro.

—Gracias, Tawa —dijo Chakoka, su voz cargada de sinceridad—. Significa mucho para mí.

Tawa levantó su botella de cerveza en un brindis improvisado, y Chakoka hizo lo mismo. Sus miradas se encontraron, y por un momento, fue como si volvieran a ser aquellos jóvenes temerarios que creían que podían conquistar el mundo.

—Por los problemas que no podemos evitar —dijo Tawa con una sonrisa torcida—. Y por los favores que me debes. Y por aquella promesa que hicimos bajo las estrellas, ¿recuerdas?

Chakoka esbozó una sonrisa, pero era una sonrisa frágil, como una máscara que apenas ocultaba la inquietud que lo consumía por dentro. Sabía que lo que se avecinaba no sería fácil; lo sentía en el aire, en el peso de sus pasos, en el silencio que parecía envolverlo incluso en medio del bullicio de la cantina. Sin embargo, con Tawa a su lado, ese amigo leal que había demostrado una y otra vez que no lo abandonaría, sentía que al menos no estaría solo. No era suficiente para calmar el nudo en su estómago, pero le daba un atisbo de esperanza, una luz tenue en la oscuridad que se cernía sobre él.

Y entonces, como un eco distante pero innegable, un latido resonó en su pecho. No era solo su corazón; era algo más profundo, más antiguo, como si la tierra misma le recordara que no había vuelta atrás. No tenía elección. El destino ya había trazado su camino, y él solo podía seguirlo, sin importar a dónde lo llevara.

El Secreto Bajo Piedra Santa

Esa noche, el viento soplaba con fuerza, arrastrando hojas secas por las calles desiertas de Múzquiz. Chakoka y Tawa caminaron en silencio hacia la Iglesia de Santa Rosa de Lima, sus pasos resonando en el empedrado. La iglesia, con su fachada de piedra desgastada por el tiempo, se alzaba imponente bajo la luz tenue de la luna. Cuatro relojes, uno en cada costado, marcaban la hora con una precisión que contrastaba con el aire antiguo del lugar. La construcción, concluida en 1965, era una mezcla audaz de esplendor barroco y detalles modernos, una rareza arquitectónica en el noreste mexicano.

En la entrada, el padre Santiago los esperaba. Su figura delgada y encorvada, envuelta en una sotana negra que ondeaba levemente con el viento, parecía fundirse con la penumbra de la noche. Su cabello blanco, desordenado por la brisa, y su rostro surcado de arrugas profundas, le daban un aire de sabiduría antigua, como si hubiera visto demasiado para su edad. Sus ojos, de un azul desvaído pero penetrante, parecían ver más allá de lo evidente, como si pudieran leer las almas de quienes se acercaban a él. En sus manos, siempre inquietas, sostenía un rosario de cuentas gastadas, que giraba entre sus dedos con un movimiento casi inconsciente.

—Madrugaste, Chakoka —dijo el sacerdote con una voz grave pero amable, mientras sus ojos lo observaban con atención—. No dormí bien. Algo me dijo que vendrías.

Chakoka asintió, sintiendo el peso de la mirada del padre Santiago. El sacerdote no era un hombre cualquiera; había sido amigo de su abuelo, Kisathawa, y conocía los secretos que la mayoría prefería olvidar. Limpió sus manos en la sotana, un gesto nervioso que Chakoka recordaba de cuando era niño, y lo miró con detenimiento.

—Has estado intranquilo desde que volviste —dijo el padre Santiago, su voz resonando en el silencio de la noche—. Algo te persigue, ¿verdad?

Chakoka desvió la mirada hacia el interior de la iglesia, donde los candelabros colgaban del techo, proyectando sombras danzantes sobre las paredes. El retablo, con la imagen de Santa Rosa de Lima en el centro, estaba rodeado de mosaicos que representaban a los apóstoles, sus rostros serios y vigilantes. Los vitrales laterales, de colores intensos, contaban la vida de santos y apóstoles, y cuando la luz del sol los traspasaba durante el día, creaban una atmósfera alucinante. Pero ahora, bajo la luz de la luna, los colores parecían apagados, como si guardaran secretos que solo se revelaban en la oscuridad.

—Son cosas que uno prefiere no recordar —murmuró Chakoka, sintiendo un escalofrío recorrer su espalda.

Hubo un breve silencio, roto solo por el crujido de una puerta que se cerró sola en algún rincón del templo. El sonido, largo y quejumbroso, hizo que Tawa se pusiera alerta. Sus ojos, siempre atentos, escudriñaron la penumbra. Tawa no era un hombre fácil de impresionar. Años atrás, había pasado tiempo en cárceles americanas, donde aprendió a moverse en la sombra, a leer a las personas y a anticipar sus movimientos. Era un luchador nato, con una habilidad innata para el combate cuerpo a cuerpo, y un instinto que lo hacía sentir cuando algo no estaba bien. Ahora, ese instinto le decía que estaban siendo observados.

El padre Santiago suspiró y caminó hacia una puerta lateral, su sotana rozando el suelo con un susurro suave.

—Ven —dijo simplemente, y Chakoka y Tawa lo siguieron.

El pasillo era estrecho, iluminado solo por la tenue luz de una vela que el padre Santiago llevaba en la mano. Las paredes, de piedra fría y húmeda, parecían absorber el sonido de sus pasos. Descendieron por unas escaleras de piedra que llevaban al columbario, un lugar que Chakoka recordaba demasiado bien. La humedad golpeó su rostro de inmediato, junto con el aroma a piedra mojada y cera quemada. Había pequeñas hileras de nichos empotrados en las paredes, cada uno con una placa de mármol que brillaba tenuemente bajo la luz de la vela.

Lo recordaba bien.

Había estado allí antes, muchos años atrás.

Era un niño la primera vez que bajó a ese columbario, sujetando la mano callosa de su abuelo.

—No hables, Chakoka —le dijo aquel día con voz baja, apenas un susurro entre las sombras de la iglesia—. Solo mira y recuerda.

El niño, de no más de siete años, asintió en silencio, observando cómo el anciano sostenía aquel cinturón de wampum entre las manos, como si pesara más de lo que aparentaba.

El abuelo se arrodilló frente a un nicho vacío y pasó la mano sobre la piedra fría. Luego, en un movimiento calculado, colocó el cinturón en el interior y selló el compartimiento con una losa.

—Este lugar es sagrado —murmuró el anciano, sin mirar al niño—. Aquí la oscuridad no lo podrá tocar.

Chakoka no entendía bien lo que su abuelo quería decir, pero había asentido de todos modos. Algo en la forma en que el viejo hablaba, en la manera en que sus dedos temblaban al colocar el objeto, le decía que no debía hacer preguntas.

Años después, cuando creció y comenzó a unir los fragmentos de la historia, comprendió que aquella noche su abuelo no solo había escondido un objeto, sino un pecado, un secreto, una maldición enterrada bajo piedra santa.

Y ahora, ahí estaba de nuevo. De pie, como cuando era niño, con la misma sensación de que algo lo observaba desde la penumbra.

El padre Santiago se detuvo frente a la losa, su mirada perdida en las grietas que el tiempo había tallado en la piedra.

—Cuando tu abuelo Kisathawa me pidió guardarlo aquí, lo hice porque confiaba en su juicio —dijo con voz grave—. Pero a veces, esconder algo no es suficiente para olvidarlo. Este cinturón no es solo un objeto, Chakoka. Es un recordatorio de lo que Niwawina tu antepasada, sufrió. De lo que ellos sufrieron.

Chakoka tragó saliva y extendió la mano, sintiendo la piedra fría bajo sus dedos.

—Niwawina no quería traicionar a nadie —murmuró—. Solo quería ser feliz.

El sacerdote lo miró con tristeza.

—A veces, el precio de la felicidad es demasiado alto, hijo. Pero eso no significa que no valga la pena luchar por ella.

Chakoka tragó saliva y extendió la mano, sintiendo la piedra fría bajo sus dedos. El cinturón de wampum estaba ahí. Lo había llevado a la iglesia cuando aún era joven, cuando no comprendía del todo lo que su abuelo le había revelado. Creyó que, al dejarlo en suelo sagrado, la maldición quedaría contenida. Pero ahora, después de la carta de «El Apache», después de las sombras que parecían acecharlo en los rincones de Múzquiz, entendía que no había entierro suficiente para la venganza de los muertos.

—Debí haberlo destruido… —murmuró.

El padre Santiago negó con la cabeza.

—Hay cosas que no se destruyen con fuego, Chakoka. Y este cinturón… no es solo un objeto. Es un recordatorio.

La vela en la pared parpadeó, y en ese instante, Chakoka supo que no estaban solos en el columbario. Tawa, que había permanecido en silencio, tensó los músculos, listo para actuar. Sus años en las cárceles americanas le habían enseñado a sentir el peligro antes de que llegara, y ahora ese instinto le decía que algo estaba a punto de suceder.

—No estamos solos —susurró Tawa, sus ojos escudriñando las sombras.

El padre Santiago asintió, su rostro sereno pero lleno de una tristeza profunda.

—Nunca lo hemos estado —dijo—. Los espíritus de esta tierra no descansan, y menos cuando hay deudas que pagar.

Chakoka sintió que el aire se volvía más pesado, como si las paredes del columbario se estuvieran cerrando a su alrededor. Sabía que no había vuelta atrás. El destino lo había llevado hasta aquí, y ahora solo quedaba enfrentar lo que fuera que lo esperaba en la oscuridad.

El padre Santiago era un hombre de vasta experiencia, no solo en asuntos espirituales, sino también en los secretos y los pecados de los hombres. Conocía a casi todos en Múzquiz, desde los niños que jugaban en las calles empedradas hasta los ancianos que pasaban sus días en los bancos de la plaza. Sabía quién había robado, quién había mentido y quién había amado en secreto. Pero en lugar de juzgar, escuchaba. Escuchaba con una paciencia infinita, ofreciendo consejos que parecían salir de un pozo de sabiduría inagotable.

El padre Santiago tenía una relación especial con la tribu kikapú. Había llegado a Múzquiz siendo un joven sacerdote, enviado por la diócesis para servir en aquel pueblo remoto. Con el tiempo, se había ganado el respeto y la confianza de los kikapúes, aprendiendo sus costumbres, su lengua y sus historias. Muchos lo consideraban un puente entre dos mundos: el de la fe cristiana y el de las tradiciones ancestrales. Era común verlo en las ceremonias tribales, no como un intruso, sino como un invitado de honor.

A pesar de su cercanía con la comunidad, el padre Santiago llevaba consigo un aire de melancolía. Sabía que su tiempo en este mundo estaba llegando a su fin, y lo aceptaba con una nobleza que solo los verdaderamente sabios pueden mostrar. A menudo hablaba de la muerte como si fuera un viejo amigo, algo inevitable pero no temible. «Dios me llamará cuando sea el momento», decía con una sonrisa tranquila.

En sus últimos años, un joven sacerdote llamado Miguel lo asistía en sus labores. Miguel, de rostro fresco y mirada curiosa, admiraba al padre Santiago como a un maestro. Aprendía de él no solo los rituales de la Iglesia, sino también la importancia de escuchar, de comprender y de perdonar. Juntos, formaban un equipo peculiar: el anciano sabio y el joven aprendiz, unidos por una fe que trascendía las generaciones.

En una ocasión, mientras revisaban viejos objetos en la sacristía, el padre Santiago encontró una carta desgastada de la lotería mexicana: «La Muerte». Con una sonrisa serena, la sostuvo en sus manos y dijo: «Miguel, esta carta no es un presagio de temor, sino un recordatorio de que todo tiene su ciclo. La muerte no es el fin, sino el paso a una nueva vida. Como esta carta, debemos aceptar nuestro destino con dignidad y fe». Miguel asintió, comprendiendo que, incluso en el juego de la vida, cada carta tiene su lugar y su significado.

Ahora, en el columbario, el padre Santiago miró a Chakoka con esa misma serenidad.

—El cinturón que sostienes no es solo un objeto de venganza, Chakoka. Es un testigo de la historia, de las cicatrices que dejamos en este mundo. Y tú, como portador, debes decidir si lo usas para perpetuar el dolor o para sanar las heridas del pasado.

Chakoka sintió el peso de las palabras del sacerdote. Las puntas de obsidiana del cinturón brillaban con una luz tenue, como si estuvieran vivas, como si recordaran cada vida que habían tocado.

—No sé si estoy listo para esto —confesó Chakoka, su voz temblorosa.

—Nadie lo está —respondió el padre Santiago—. Pero el destino no espera a que estemos preparados. Solo nos pide que enfrentemos lo que nos toca con valor y con honor.

En ese momento, las sombras alrededor del columbario parecieron moverse, como si los espíritus de los antepasados se acercaran para presenciar lo que sucedería. Tawa se puso en guardia, listo para proteger a su amigo, pero Chakoka levantó una mano para detenerlo.

—Es hora —dijo Chakoka, con una determinación que no sabía que tenía—. Es hora de que el Espíritu de la Venganza cumpla su propósito.

El padre Santiago asintió, mientras una brisa fría recorría el columbario, llevándose consigo el eco de las palabras del anciano sacerdote.

—Que Dios te guíe, Chakoka. Y que los espíritus de tus ancestros te den la fuerza para llevar esta carga.

Chakoka ajustó el cinturón alrededor de su cintura, sintiendo cómo la energía de los símbolos tribales se fundía con la suya. Sabía que el camino que tenía por delante estaría lleno de peligros y decisiones difíciles, pero también sabía que no estaba solo.

El Espíritu de la Venganza había despertado, y con él, el destino de Chakoka y de todos aquellos que lo rodeaban.

Luna Brillante

Niwawina, cuyo nombre significaba «Luna Brillante» en lengua kikapú, era una mujer de belleza extraordinaria y espíritu indomable. Tenía el cabello negro como la noche, largo y sedoso, que caía en cascadas sobre su espalda. Sus ojos, grandes y oscuros, reflejaban una inteligencia aguda y una sensibilidad profunda. Era conocida en la tribu por su habilidad para tejer historias y por su voz suave que calmaba incluso a los corazones más inquietos.

Niwawina había sido entregada en matrimonio al jefe kikapú, Matoskah, como parte de una alianza entre dos clanes. Aunque no lo amaba, cumplió con su deber, esperando que el tiempo le trajera paz y aceptación. Sin embargo, Matoskah era un hombre severo y distante, más interesado en su poder y su reputación que en el bienestar de su esposa. La trataba con frialdad, como si fuera una posesión más, y rara vez le dirigía la palabra fuera de las formalidades.

Un día, durante una de las cacerías en la Sierra de Santa Rosa, Niwawina conoció a Tashunka, un joven guerrero apache de mirada intensa y corazón noble. Tashunka era todo lo que Matoskah no era: amable, atento y lleno de pasión por la vida. Los dos comenzaron a encontrarse en secreto, compartiendo sueños y promesas bajo la luz de la luna. Para Niwawina, Tashunka representaba la libertad y el amor que nunca había conocido.

Pero su felicidad no duró mucho. Matoskah, siempre alerta y desconfiado, descubrió su affaire. En un arrebato de ira, la confrontó en su tipi, gritando y amenazando con matarla por deshonrarlo. Niwawina, aterrada, intentó explicarse, pero Matoskah no estaba dispuesto a escuchar. La golpeó brutalmente, dejándola tendida en el suelo mientras maldecía su nombre.

Esa noche, Niwawina supo que no podía quedarse. Con el rostro hinchado y el corazón roto, huyó al campamento apache, buscando refugio con Tashunka. Pero Matoskah no estaba dispuesto a dejarla ir. Al amanecer, lideró un grupo de guerreros kikapúes hacia el campamento apache, acusándolos de robarle a su esposa. Lo que siguió fue una masacre. Los apaches, tomados por sorpresa, no pudieron defenderse. Tashunka murió protegiendo a Niwawina, quien fue capturada y llevada de vuelta a la tribu.

Niwawina nunca se recuperó de aquel día. Vivió el resto de sus días como una sombra de lo que había sido, atormentada por la culpa y el dolor. Aunque nunca volvió a ser maltratada físicamente, el desprecio de Matoskah y la mirada de reproche de los demás kikapúes la consumieron lentamente. Murió joven, dejando atrás un legado de dolor y una pregunta que nadie se atrevía a responder: ¿había sido ella la traidora, o había sido víctima de las circunstancias?

El Sacrificio Final

El espíritu apache avanzó, su silueta apenas perceptible en la penumbra del columbario. Sus ojos vacíos se clavaron en Chakoka, y de su boca seca como cuero viejo brotó una voz carente de eco humano, una voz que resonó con un peso ancestral.

—Nos debes sangre.

El aire se espesó de repente. Chakoka sintió un frío desconocido recorrer su columna vertebral mientras su mente luchaba por procesar lo que sus ojos veían. Tawa, a su lado, retrocedió varios pasos, el miedo tensándole la mandíbula hasta hacerle crujir los dientes.

Entonces, un golpe seco retumbó en la entrada de la cripta.

Un farol de vela se alzó en la oscuridad, su luz temblorosa revelando la figura encorvada pero imponente del padre Santiago. Su sotana negra parecía fundirse con las sombras, pero sus ojos, duros como el pedernal, estaban fijos en el espíritu.

—¡No debiste tocarlo, Chakoka! —tronó su voz, una orden que cortó el aire como un relámpago.

El espíritu apache giró lentamente la cabeza hacia el sacerdote. Un gruñido gutural emergió de su garganta, y la temperatura descendió de golpe. El aliento de Chakoka y Tawa se hizo visible en la negrura, como si el frío hubiera robado el calor de sus cuerpos.

—¡Fuera de aquí! —insistió el padre, dando un paso adelante y extendiendo el farol—. No es tuyo. Nunca fue tuyo.

El espectro se sacudió con un espasmo violento. Las llamas del farol parpadearon, como si una ráfaga de odio las hubiera intentado apagar. Chakoka trató de moverse, pero sus músculos estaban rígidos, paralizados por una fuerza invisible. Su mirada iba del rostro del espíritu a los ojos del padre, buscando respuestas.

—¿Qué es esto, padre? —logró articular con la voz quebrada.

El anciano no lo miró. Sus labios se movieron en una oración en latín, susurrada pero firme, como si las palabras mismas fueran un escudo contra lo sobrenatural.

—Es una deuda —respondió al fin, sin apartar la vista del espíritu—. Una deuda que nunca debió haber sido perturbada.

El espíritu apache siseó, y por primera vez pareció titubear. Sus ojos sin vida recorrieron el rostro del sacerdote, como si tratara de reconocerlo. Entonces, con un rugido de ira, se disolvió en un torbellino de sombras y polvo, arremolinándose en la oscuridad del columbario.

Pero no se fue.

El padre Santiago se giró hacia ellos con una severidad que Chakoka no le había visto nunca.

—¡Corran! —les ordenó, su voz cargada de urgencia—. ¡Antes de que regrese más fuerte!

—¿Qué chingados fue eso? —murmuró Tawa, su cuerpo entero temblando como una hoja al viento.

—¡Muévanse! —el sacerdote los empujó hacia la salida, su tono no dejaba lugar a dudas.

Subieron las escaleras a trompicones, con la respiración agitada y el corazón latiendo con fuerza en sus pechos. Chakoka pudo escuchar el murmullo persistente detrás de ellos, como si el espíritu susurrara entre las piedras, acechándolos desde las sombras.

Cuando emergieron en la nave de la iglesia, el padre Santiago cerró la trampilla de un golpe seco y se persignó con rapidez.

—Dios nos ampare —musitó, su voz apenas un susurro.

El viento sopló dentro del templo, apagando las velas y sumiendo el lugar en una oscuridad aún más profunda.

Y en algún rincón de la iglesia, una voz espectral pronunció una última palabra en navajo, una palabra que resonó como una maldición:

—Tádídíín…

El Camino de la Redención

Chakoka y Tawa salieron de la iglesia bajo un cielo estrellado. El aire fresco de la noche les golpeó el rostro, pero la sensación de peligro no desapareció. Chakoka sabía que no podía huir de su destino. El espíritu apache lo había marcado, y la deuda de sangre debía ser saldada.

—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó Tawa, todavía temblando.

Chakoka miró hacia la Sierra de Santa Rosa, donde su abuelo había recibido sus visiones.

—Voy a la montaña —dijo con firmeza—. Es hora de enfrentar mi pasado.

Tawa asintió en silencio, sabiendo que no podía detenerlo. Chakoka tomó el cinturón de wampum y lo sostuvo con ambas manos, sintiendo su peso y su energía. Sabía que el camino sería peligroso, pero también sabía que era el único camino.

El Silencio de Tawa

En la cima de la Sierra de Santa Rosa, bajo un cielo sembrado de estrellas, Chakoka encendió la hoguera. Las llamas danzaron con el viento, consumiendo el cinturón de wampum que él había depositado en el fuego. El crepitar de la madera se mezcló con un susurro que se deslizó entre las sombras:

—Niwawina…

El nombre de su abuela flotó en el aire como un eco antiguo, un recordatorio del origen de la maldición. Chakoka cerró los ojos y, en un murmullo en kikapú, pidió perdón por los pecados de su linaje.

La niebla descendió sobre el claro como un velo espectral, como si la montaña misma contuviera la respiración. Chakoka y Tawa se hallaban frente al círculo de piedras, el cinturón de wampum quemándose sobre el altar. Alrededor de ellos, los espíritus de los guerreros apaches emergieron de la penumbra, sus ojos brillando con un fulgor sobrenatural. El aire se tornó pesado, impregnado de una energía ancestral que vibraba en cada partícula suspendida en el viento.

Chakoka sostenía el cuchillo ceremonial, su hoja de obsidiana atrapando la pálida luz de la luna. Primero había partido en dos partes el cinturón, cumpliendo la primera parte de la prueba. Liberando a todos los espíritus que lo poseían, y luego el fuego de purificación.

Pero el espíritu líder, un guerrero de rostro pintado y mirada implacable, no se inmutó. Su voz, fría como la brisa de la montaña, cortó el silencio.

—El pacto roto no se repara solo con un corte —sentenció— Ni el fuego purificador. La maldición que tu antepasado trajo sobre tu sangre solo puede ser levantada con un sacrificio.

—Un sacrificio verdadero.

Chakoka sintió un nudo en el estómago. Miró a Tawa, quien estaba pálido, con los puños apretados y los ojos llenos de una mezcla de miedo y furia. —¿Qué clase de sacrificio? —preguntó Chakoka, aunque en el fondo ya sabía la respuesta.

El espíritu se acercó, su presencia imponente y fría como el viento de la sierra. —Tú —dijo simplemente—. Debes ofrecerte a cambio de la redención de tu tribu. Solo así la maldición será levantada. Tawa dio un paso adelante, listo para protestar, pero Chakoka lo detuvo con una mirada. Sabía que no había otra opción.

Había sentido el peso de la maldición desde que regresó a Múzquiz, desde que vio aquella carta misteriosa y vieja, de «El Apache» en el museo. Este era el momento que había estado esperando, aunque no lo supiera. —Está bien —dijo Chakoka, su voz firme a pesar del miedo que lo consumía—. Lo haré. Tawa intentó hablar, pero las palabras se atascaron en su garganta. Solo pudo asentir, sabiendo que no podía detener lo que estaba por suceder. El espíritu líder extendió una mano espectral hacia Chakoka, y este sintió cómo el frío lo invadía, como si la muerte misma lo estuviera tocando. El cuchillo ceremonial en sus manos parecía pesar más, como si la obsidiana estuviera cargada con el destino que estaba a punto de cumplir. —Tawa —murmuró Chakoka, volviéndose hacia su amigo—. Cuida de ellos. Cuida de nuestra gente.

Tawa tragó saliva, sus ojos brillando con lágrimas que se negaba a dejar caer. —No puedo aceptar esto, Chakoka. Hay otra manera, tiene que haberla. —No la hay —respondió Chakoka con una tristeza profunda en su voz—. Esta es la única forma de pagar la deuda de sangre. Mi vida por la de todos. El silencio que siguió fue ensordecedor. Los espíritus apaches comenzaron a murmurar en una lengua antigua, sus voces resonando como un eco en el claro. Chakoka cerró los ojos, respirando hondo, y levantó el cuchillo ceremonial. La hoja brilló bajo la luz de la luna, y por un momento, todo pareció detenerse. —Chakoka, ¡no! —gritó Tawa, corriendo hacia él, pero los espíritus lo detuvieron, rodeándolo con una barrera invisible. —¡No puedes hacer esto! Chakoka abrió los ojos y miró a Tawa por última vez. —Es mi destino, amigo mío. Aceptémoslo. Con un movimiento rápido y decidido, Chakoka hundió el cuchillo en su propio pecho. Un grito desgarrador escapó de sus labios, y Tawa cayó de rodillas, impotente, mientras los espíritus apaches comenzaban a cantar, sus voces elevándose en una melodía antigua y lúgubre. La sangre de Chakoka cayó sobre el altar, mezclándose con el cinturón de wampum partido. La niebla comenzó a disiparse, y los espíritus se desvanecieron, uno a uno, hasta que solo quedó el silencio. Tawa se quedó allí, temblando, con los ojos fijos en el cuerpo sin vida de su amigo. La maldición había sido levantada, pero el precio había sido demasiado alto. El sacrificio de Chakoka resonaría en la memoria de su pueblo por generaciones, un recordatorio de que algunas deudas solo pueden pagarse con sangre. Y así, en el claro de la sierra, bajo la luz de la luna, la historia de Chakoka llegó a su fin, un final triste y lleno de suspenso que selló el destino de su tribu para siempre.

El cuerpo de Chakoka yacía inmóvil sobre el altar de piedra, su sangre oscura impregnando las grietas de la roca sagrada. Tawa no podía moverse. Todo a su alrededor parecía irreal, como si el mundo mismo hubiera quedado suspendido en aquel instante.

Los espíritus apaches se mantenían en círculo, sus ojos espectrales fijos en el sacrificio. Entonces, algo imposible comenzó a suceder.

El cuerpo de Chakoka tembló levemente, y la sangre que había derramado sobre la piedra empezó a moverse por sí sola, formando patrones extraños, como símbolos antiguos que palpitaban con una luz tenue. Un viento gélido azotó el claro, dispersando la niebla y trayendo consigo un murmullo en una lengua que Tawa no reconocía.

Chakoka abrió los ojos.

Pero no eran los mismos ojos que Tawa conocía. La calidez que había en ellos se había desvanecido, reemplazada por un brillo profundo y vacío, como si estuviera viendo a través del tiempo mismo.

Los espíritus apaches dieron un paso atrás. La figura del líder, aquel con el rostro pintado y la mirada severa, inclinó la cabeza con solemnidad.

—La ofrenda ha sido aceptada —susurró.

El aire vibró con su voz. De repente, el cuerpo de Chakoka comenzó a deshacerse. No en una putrefacción lenta y natural, sino en algo más antiguo, más terrible. Su piel se agrietó como tierra seca, y la ceniza comenzó a desprenderse de su carne, llevada por el viento.

Tawa gritó y se arrojó hacia él, pero sus manos atravesaron el aire vacío. Donde antes estaba su amigo, ahora solo quedaban cenizas danzando en la brisa nocturna.

Los espíritus empezaron a desvanecerse también, sus formas disipándose en la neblina hasta que solo quedó el líder.

—El pacto ha sido cumplido —dijo con voz grave—. La sangre ha cerrado el círculo. La maldición se ha roto.

Tawa sintió su pecho hundirse en un peso insoportable. Había venido con su amigo hasta este claro, había escuchado las advertencias, había visto cómo todo se desarrollaba ante él… y no pudo hacer nada.

Solo quedaban las cenizas y los abalorios que Chakoka siempre llevaba en su cuello.

Con manos temblorosas, los recogió. Los sintió cálidos, como si aún conservaran el último aliento de su dueño. Cerró los ojos con fuerza, tratando de contener el temblor de su cuerpo, la impotencia, la ira.

Cuando abrió los ojos, el espíritu líder ya no estaba. La luna brillaba sobre el claro vacío.

Días después, en Múzquiz…

Cuando Tawa regresó al pueblo, estaba irreconocible. Caminaba como un hombre con la sombra de la muerte sobre sus hombros. La gente le preguntaba por Chakoka, pero él solo repetía la misma frase, con la voz apagada y los ojos ausentes:

—Los espíritus se lo llevaron.

Nadie más supo de Chakoka. Su nombre quedó como un eco en las conversaciones de los ancianos, en los cuentos nocturnos que se contaban en la comunidad. Pero solo Tawa conocía la verdad. Solo él sabía dónde habían quedado las cenizas de su amigo.

Y solo él escuchaba, algunas noches, cuando el viento de la sierra soplaba con fuerza y traía consigo un susurro lejano:

—Pépahta…El sacrificio nunca se olvida.

El Sueño Final

Lo que nadie supo, ni siquiera Tawa, fue que Chakoka no tenía idea de que su esposa estaba embarazada. En Estados Unidos, lejos de Múzquiz, ella llevaba en su vientre a su hijo, un niño que nunca conocería a su padre. Chakoka había partido hacia la sierra con la determinación de salvar a su tribu, sin saber que también estaba dejando atrás un legado que nunca conocería.

El parto fue largo y difícil. Las horas se extendieron como una eternidad, y el dolor se mezcló con la angustia de saber que Chakoka no estaba allí para presenciar el nacimiento de su hijo. Finalmente, después de un esfuerzo agotador, un llanto llenó la habitación. Era un niño moreno, con los ojos oscuros y profundos como los de su padre. La esposa de Chakoka lo sostuvo entre sus brazos, sintiendo una mezcla de amor y tristeza. Chakoka no estaba allí para verlo, para tocarlo, para celebrar la vida que habían creado juntos.

Pero algo no estaba bien. El agotamiento la consumió, y una sensación fría comenzó a extenderse por su cuerpo. Las voces de las enfermeras se volvieron distantes, como si estuvieran en otro cuarto. Sus ojos se cerraron, y cayó en un sueño profundo.

En su sueño, el cielo era un lienzo de colores cálidos, como un atardecer eterno. De repente, vio a Chakoka. No era el hombre que había partido hacia Múzquiz, sino una versión más luminosa de él. Vestía su traje tradicional kikapú, con los colores vivos y los amuletos tribales brillando bajo la luz dorada. Montaba un hermoso caballo azabache, cuya crin ondeaba como si fuera hecha de sombra y fuego. A su alrededor, venados corrían libres por un campo infinito, y el aire olía a hierba fresca y tierra mojada.

Ella corrió hacia él, con el bebé en sus brazos, gritando su nombre.

—¡Chakoka! ¡Mira, es nuestro hijo! ¡Quiero que lo conozcas!

Él la miró con una sonrisa tranquila, pero no bajó de su caballo. En cambio, extendió su mano hacia ella, y su voz resonó suave pero firme:

—Ven conmigo. Aquí no hay dolor, ni maldiciones. Solo paz.

Ella intentó mostrarle al niño, pero Chakoka no miró al bebé. En cambio, tomó su mano con una fuerza suave pero irresistible, jalándola hacia él. El campo se extendía ante ellos, y los venados corrían libres. Ella quiso resistirse, quiso gritar que su hijo los necesitaba, pero algo en la mirada de Chakoka la detuvo. Era una mirada de amor, pero también de finalidad.

—Ven —repitió él, y esta vez no hubo opción.

El sueño se desvaneció en una luz dorada, y en la habitación del hospital, las máquinas emitieron un sonido agudo y constante. La esposa de Chakoka no despertó. Había seguido a su esposo hacia aquel campo infinito, dejando atrás a su hijo, un niño moreno con los ojos de su padre, que crecería sin conocer a sus padres, pero llevando en su sangre el legado de un hombre que se convirtió en leyenda.

Y en algún lugar, bajo el cielo dorado de la eternidad, Chakoka y su esposa cazaban venados juntos, libres al fin de las maldiciones del mundo.

El Legado de Aniko

Los años pasaron en Múzquiz, y Tawa se convirtió en un hombre taciturno. Cargaba con la historia de Aniko como un peso invisible, una sombra que lo seguía en cada paso. Nadie más hablaba de aquel sacrificio, pero él lo recordaba cada noche, cuando el viento de la sierra susurraba su nombre.

Una tarde, en la plaza principal de Múzquiz, Tawa se detuvo frente a la iglesia, contemplando el ir y venir de la gente. Entre el bullicio, un niño de piel morena y ojos oscuros llamó su atención. Tenía unos siete años, con el cabello espeso y un rostro que le resultó inquietantemente familiar. El niño jugaba con una piedra, pateándola con concentración, hasta que una mujer lo llamó desde la sombra de un portal.

—Aniko, come here —dijo la mujer en inglés, con una voz suave pero firme.

El nombre resonó en Tawa como un eco lejano. Se giró lentamente y la vio: no era la esposa de Aniko—ella había muerto el día que su hijo nació—pero en sus facciones reconoció el mismo linaje. La hermana de la difunta esposa había criado al niño, lejos de Múzquiz, hasta que el destino los trajo de vuelta.

Tawa se acercó despacio, sintiendo que el mundo se detenía. El niño lo miró con curiosidad, sin miedo, como si intuyera que aquel hombre guardaba algo importante.

—¿Me conoces? —preguntó el niño con una voz inocente que desarmó a Tawa.

Este sintió el peso de los abalorios de Aniko en su bolsillo, aquellos que había recogido la noche del sacrificio. Por primera vez en mucho tiempo, su voz tembló al responder.

—Sí —susurró, agachándose para quedar a la altura del niño—. Conocí a tu padre.

Los ojos del niño brillaron con interés.

—¿Era fuerte? —preguntó con una sonrisa orgullosa.

Tawa asintió, sintiendo una presión en el pecho que lo obligó a respirar hondo.

—Más de lo que imaginas.

Sacó los abalorios y los colocó en las pequeñas manos del niño.

—Esto le pertenecía. Ahora es tuyo.

El niño los sostuvo con cuidado, como si entendiera el peso de lo que recibía. La tía de Aniko los observó en silencio, con los ojos vidriosos, pero no dijo nada. Solo asintió levemente, como si supiera que aquel momento era necesario.

Tawa sintió que algo dentro de él, algo que había estado roto durante años, comenzaba a sanar.

Esa noche, cuando el viento sopló desde la sierra, trajo consigo un último susurro:

—Pépahta… El sacrificio nunca se olvida.

Pero esta vez, Tawa no sintió miedo. Solo paz.

Gardenia Verchiel.
México.

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