La foto que nunca envié
Mi madre —la más extraordinaria mujer que haya conocido alguna vez—, me dijo un día cuando la mañana todavía nos acompañaba: “Ven, quiero mostrarte algo”. Y me llevó a un sitio en el cual nunca había estado porque se nos tenía prohibido acercarnos. Recorrimos un largo sendero en dirección a la pequeña montaña. Lo supe por las altas palmeras que surcaban la vía. Se detuvo, y me indicó: “Nos bajamos aquí”.
Yo la miré. Lucía extraña, pensativa, no sé, sentía que quería decirme algo y buscaba el mejor lugar, tal vez; lo que sí recuerdo con nostalgia, es que mi corazón me hablaba y yo trataba de comprender su extraña manera de comunicarse. Lentamente cerré la puerta del vehículo y vi delante de mí la cerca de la que hablaba mi abuela cuando compartíamos el desayuno, y que a mí me tenía intrigado. Se acercó al estambre —construido con el llamado alambre de ojo—, y desde allí se dispuso a mirar, a observar, el amplio lugar que poco a apoco la fue transformando en otra persona, sí, era otra, mi madre, aquel claro día. Lo supe desde que salimos de casa.
Con ternura, colocó sus hermosas y finas manos de bella maestra sobre el alambrado y comenzó a recordar lo que significaba para ella, aquel sitio ahora encerrado e inalcanzable para nosotros. Yo sólo tenía nueve años, cursaba el cuarto grado en la escuela del pueblo, y los amigos me preguntaban frecuentemente por qué mi familia había salido de aquel paradisíaco lugar que otros envidiaban, y hasta se burlaban de mí por las respuestas que yo ignoraba. Pero mi amada abuela me explicó que nos habíamos mudado por las constantes amenazas y el miedo que le infringían desconocidos.
“Aquí crecí yo” —dijo en voz alta mi adorada madre, una mujer muy linda, la más encantadora, no sólo por ser mi madre — que eso ya es mucho—, sino porque siendo hombre y habiendo conocido tantas mujeres, ninguna se comparaba con el estilo y gracia que complementaba su hermosura-—. “Cuando era niña —continuó—, este era mi lugar favorito”. “Allá —señalaba—, había una casa muy pequeña, la llamaba el castillito (el sitio más especial); allí consentía mis muñecas de trapo, diseñadas por mi madre, que tanto quería y poseía entre mis tesoros, gracias a que siempre, en cada navidad y en mis cumpleaños, mientras crecí, me regalaba, y yo era muy feliz, bueno, lo fui hasta que un mal día mi padre nos reunió para decirnos que tendríamos que mudarnos del lugar porque se había perdido el caso —algo que entonces no comprendía—, con una transnacional que pronto se dedicaría a la búsqueda de depósitos fósiles como el petróleo y el gas en las profundidades de la tierra. Ese fue el día más triste de mi vida; el día que dejé de ser niña para convertirme en mujer. También había un pequeño lago justo aquí, hijo —y sonrió con un dejo de tristeza—, más bien, una laguna, donde llegaban hermosos patos a jugar, aparearse, y yo me bañaba con ellos mientras aleteaban en el charco, sobre todo en la época cuando estos hermosas aves migran en busca de mejor espacios para vivir. Mi padre me regañaba. Hoy me pregunto, dónde posarán desde el momento que no estamos nosotros para cuidarlos y respetarlos, como seres del universo creados por el Padre Cosmos y la Madre Tierra. Ahora veo sólo un lugar seco y lleno de polvo”.
Hizo una breve pausa. Volteó su mirada, y pude observar que sus tiernos ojos estaban llenos de lágrimas. Era lógico. No era necesario preguntar por qué estábamos aquí, ya me lo había dicho su dolor. Aún así se acercó a mí para decirme en tono firme y con una profunda sinceridad que todavía recuerdo como si fuera hoy: “Cuando tengas tus hijos, si esto todavía existe, tráelos aquí y cuéntales lo que hoy ya has escuchado de mí”. Su cabello rubio jugaba con la brisa y yo simplemente la observaba. “Ves aquellas palmeras a lo lejos, esas las sembró tu abuelo para protegernos de los vientos huracanados. En el bosque había cultivado plantas y creado un hábitat especial para muchas especies de aves migratorias. Había sido un cazador hasta que un día nos contó que soñó ser devorado por un pájaro gigante. Meses después se convirtió en el mayor defensor de cuanto ser viviente existía sobre la faz de la tierra. Hoy ves cómo han talado casi todo y parece un desierto”. Al fondo se divisaba una pared alta y gris que ahora tendía otra cerca más allá de nuestra mirada. “El día que nos desalojaron: murió, pienso que de tristeza más que de dolor, porque jamás se imaginó que esta su tierra, su orgullo, seria de otro, o de nadie, abandonada como está, porque tampoco quienes la sustrajeron de nuestra propiedad han logrado realizar cuanto deseaban en este lugar, gracias a la lucha que libramos en defensa del medio ambiente. Tal vez, hijo mío, sea la última vez que venga a este lugar; pero tú debes volver, pues sólo así comprenderás que nuestros valores humanos están por sobre las conquistas del poder y el dinero”.
Mi madre tenía 35 años y lucía más linda que una reina de belleza. De regreso hubo un largo silencio. Me preguntó, cómo me sentía. Yo sonreí y apreté con fuerza su mano. Luego fijé la mirada en el lugar para no olvidar nunca el apasionado oasis que se había grabado para siempre en mi corazón. Yo la amaba con el alma, y ese día aprendí a amarla con el silencio como la poesía que brotaba de sus palabras, con el sentimiento que emanaba de su corazón, con la sinceridad que me sale luego de cumplir su deseo de volver.
El tierno recuerdo de ese inolvidable momento es lo que me encuentro colocando sobre su tumba: la foto que nunca envié.
Tulio Aníbal Rojas.