La función teatral

LA FUNCIÓN TEATRAL

Le habían colocado el traje. Era en verdad llamativo, elaborado especialmente para la ocasión, solo faltaba el alto tocado, que le daría un aire de importancia.

Le preocupaba un poco su cabello mal peinado, que, sedoso y abundante, era su gran orgullo. Tal vez con el tocado lograría disimularlo y los mechones que escapaban de él le darían un marco más etéreo a su rostro, como el de un espíritu del bosque.

La gente comisionada para ayudarle con su atavío estaba callada y seria, como correspondía al gran espectáculo que estaba a punto de presentarse. Ya casi era la hora de su entrada triunfal sobre el tablado, suponía que las personas del público ya habrían tomado sus lugares.

Avanzó en un carro abierto, especialmente preparado para la ocasión, el cual permitía que la multitud pudiera observar su llegada. No pudo evitar sentirse un poquito importante al percatarse de la buena respuesta que se había obtenido al pregonar el suceso. Tampoco es que se hinchara de vanidad, pues sabía que este tipo de funciones siempre eran concurridas por personas de todas las condiciones sociales; pocas veces tenían la oportunidad de asistir a una tan dramática, tan luminosa como la que pensaba ofrecer esa tarde.

Le ayudaron a bajar del carro. Con mucha suavidad, sin apresurar su marcha, subió los pocos escalones hasta la tarima. Miró, desde un extremo, a toda la gente que esperaba el comienzo de la representación. Notó la admiración que su aspecto provocaba, el silencio, lleno de miradas que seguía cada paso que daba. Por un momento se sintió como un ser especial, como el puente entre la divinidad y los hombres en un culto mistérico.

Siguió caminando al centro del escenario con los pies descalzos. La orla de su manto iba y venía suavemente jalonada por el viento, que comenzó a soplar muy a tiempo, cuando dejó atrás el último escalón.

Su andar, lento y ceremonioso, le dio el tiempo justo para pensar en lo que había sido su vida. Fue la común para alguien de su estado y condición, nada relevante, nada extraordinario. Aunque, a veces, sus opiniones eran un tanto distintas a las de los demás.

Quizá fue esto último lo que le llevó a este momento apoteósico, a su gran presentación. Se le reconocía como un ser distinto, único, capaz de cosas que no estaban al alcance de todos.

Sus propios vecinos habían sido quienes hablaron a los encargados de reclutar nuevos actores. Consideraron que tenía el tipo y los méritos suficientes para participar en una fecha próxima.

Pues bien, ya estaba llegando al centro del lugar, todos miraban hacia arriba, boquiabiertos, expectantes.

Un hombre, vestido elegantemente de negro, hizo la presentación, enumerando sus cualidades y antecedentes, exagerando en algunos, como siempre se hace en grandes momentos.

Al terminar, le invitaron a colocarse en el sitio dispuesto para empezar la función. Se paró con calma y entereza a pesar del temor que sentía; solo una vez podría actuar su parte, no habría posibilidad de repetir la escena.

Subió, se acomodó correctamente, el ayudante dejó todo al punto y las luces y los sonidos llenaron el lugar; mientras su voz, potente y plañidera, estremecía hasta a los últimos oídos.

Por fin terminó la actuación, larga y emocionante. A la mayoría de los asistentes les pareció magnífica, realmente cumplió con lo que se esperaba y aún más: todos estaban de pie. Curiosamente, no se escuchó un solo aplauso.

Anochecía, el público empezaba a derramarse en las callejuelas, alejándose de la plaza; todavía se escuchaban, sutilmente, algunos comentarios sobre las impresiones de la tarde.

Unas pocas personas se acercaron a recoger alguna pequeña astilla que les sirviera de recuerdo. Luego la oscuridad se enseñoreó del pueblo y los ruidos de pasos y voces se apagaron con la última chispa de luz del escenario.

A la mañana siguiente, cuando todos comenzaban sus quehaceres, casi sin recordar la función del día anterior, sus cenizas comenzaron a esparcirse lentamente por las calles.

Marcela Quiñones.
México.

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