Hermano páramo
Llegué a su casa colonial cerrando la tarde. Me recibió en el corredor y me invitó a pasar.
—Veo que por poco te agarra la noche, hijo.
—Sí, por poco. La lluvia afectó el paso y tuve que buscar atajos para llegar.
—Me alegra. Andar por aquí acompañado de la linterna, es propicio para que la oscuridad no le juegue a uno sus pasadas. Las sombras que a veces no son tales se parecen a lo que llaman espantos.
Mi piel se puso de gallina. Menos mal que no siguió con el tema.
—¡Bienvenido, esta es tu casa! Voy a prepararte cena para que descanses, mañana será un largo, pero estoy seguro, inolvidable día —observó el cielo—. Habrá luna. Acomódate, tú sabes dónde. Te espero en el fogón para que conversemos un rato más y compartamos la cena que hoy contará con nuestra participación y el compromiso de algo más que espera por ti desde la semana pasada.
—Sí, señor, disculpe es que… ¡Gracias! —sonreí.
—Tranquilo, no tienes por qué justificarte. Con eso muchas veces se complica todo, más que con una sincera disculpa, y ya lo has hecho; sólo que después de haberlo mencionado.
—¡Lo siento!
—Eso está mejor.
Me retiré a la habitación llena de objetos de labranza, coloqué mis cosas sobre la cama y salí tal como me había indicado.
Al sentirme entrar, expresó:
—La serví diariamente durante tres días. Me alegra que finalmente hoy sea la última vez.
—Lo lamento —expresé mientras deja escapar una leve sonrisa.
—Espero te guste.
Observé el plato ricamente preparado y sentí que había valido la pena esperar por mí.
—Te toca, ya sabes la bendición de la comida—ordenó—. Es parte del poder heredado de los dioses y las diosas.
Había ido aprendiendo a realizar la oración ya no como un ritual sino como un acto de fe.
—A los primeros cristianos se les identificaba en la mesa porque partían el pan; a nosotros, porque lo sembramos, cultivamos y lo traemos a la mesa que nos espera día a día.
—¡Maravillosa verdad!
La carne estaba deliciosa, su preparación había sido estupenda.
La noche fue difícil. Pensaba en lo que me esperaba el día siguiente. Muchas cosas pasaban por mi inquieta mente. Pero nada sabía al respecto.
A penas me vio entrar a la ahumada cocina, me recibió con una taza de café bien caliente, recién servido.
—Toma, así se comienza el día en este lugar.
—¡Gracias. Dios le pague! —agregué con especial reconocimiento a esa forma de comprometer a Dios por los favores recibidos— sin perder pista a sus palabras.
—Amén —respondió y se sentó a frente a mí, muy cerca del fogón—. Su pocillo de peltre mostraba los golpes recibidos—. No hay como un buen café, antes de ir a dormir, o empezar el día —dejó escapar una breve sonrisa.
El aroma del colado era un aroma sin igual. Luego comprendí lo divino de su significado.
—¡Así es señor!
—¿Cómo amaneces, pero sobre todo cómo te sientes?
Entendí claramente su pegunta. No sabía que responder.
—Supongo que bien, aunque la verdad todavía tengo imágenes, sonidos… en mi mente.
—Es normal, ya se le pasarán.
Confieso que al principio creía entender tales palabras; luego, me di cuenta que en realidad no las comprendía del todo.
—Desayunaremos cuando estemos en el plan —expresó y tomó el pequeño morral.
—Cómo usted diga, señor.
Ese día, todavía con el alba frente a nuestros ojos —cuya fecha no estoy cierto en recordar— emprendimos el viaje por senderos que aparecieron como surgidos de la nada ante nosotros. Su paso era rápido; tuve que mover mis pies con gusto de lo contrario me hubiese dejado botado. Me condujo hasta lo alto de una montaña.
“Aquí debe ser el plan” —pensé, pero me equivoqué.
—Sigamos, todavía falta camino por recorrer —dijo con voz firme como adivinando mi pensamiento.
En la medida que nos internábamos en la selva nublada, iban como apareciendo personas, al salir sorprendentemente estábamos frente a una casa que años antes había visitado con mis amigos, y había mucha presencia de energía espiritual.
—Tranquilo —me dijo— todo va a estar bien.
—No entiendo, recorrimos el trayecto de tres días en —miré el reloj— tres horas—, explíqueme, por favor de qué se trata.
—Lo sé, es un túnel o portal. Lo transitan los espíritus, y algunos elegidos. No te sorprendas. Relájate, todos vamos a la misma tarea, la misma misión —agregó—: Buscar energía para continuar nuestro camino del servicio.
—¡Energía, camino, servicio! —seguía sin entender.
El lugar ofrecía una vista maravillosa, espectacular, y daba hacia amplio valle. Las nubes cubrían gran parte de lo que podían apreciar mis sorprendidos ojos.
La verdad todavía hoy intento comprender aquel extraño ritual. Fue un de las noches más largas de mi vida.
La mañana siguiente, cuando desperté, no estaba. Eso me preocupó. Pensé que me había olvidado. Salí hacia el corredor y lo observé saludando al sol. Me acerqué con cuidado para no molestarlo. Al observar mi presencia, hizo una pausa, cerró sus ojos, y permaneció un rato inerme, como sumido en un profundo letargo. Yo, simplemente observaba. De pronto sus palabras comenzaron a fluir como agua viva.
—Con toda razón a nosotros nos ha tocado en suerte vivir, pero sobre todo resistir, a ustedes en cambio transformar es la mejor palabra que los define cuanto existe, y procurar una mejor realidad. Aquí comienza la vida cada amanecer que se cuelga de las estrellas por la noche en una hermosa simbiosis, es el padre amanecer y la madre anochecer unidos por la fe en la existencia, lo mismo de la creación —expresó de manera extraordinaria para definir con imágenes cuanto nos rodeaba.
“¡Maravillosa forma de llamar a las cosas por su nombre!” —pensé.
—Sabes, amigo, dos tipos de muerte lamento: la de quien es asesinado, y la de una madre que deja sus niños pequeños, como ocurrió con la mía cuando traía a este mundo a una de mis hermanas.
—Comprendo —alcancé a decir.
—Este es el sitio donde reposan los primeros, digamos nuestros ancestros, y señaló un espacio. Todavía no había cementerio —agregó ante mi asombro— somos uno. Esa tierra que ves, que nos recibe y devuelve, es la misma que nos alimenta, que guía nuestras vidas, que nos invita a fecundarla cada cierto tiempo; es parte de algo que sobre pasa nuestra inteligencia.
—Aquí, en esta tierra que sus pies oprimen y… yacen los restos sagrados de nuestros ancestros —o antepasados, si prefieres— descendientes de los dioses y diosas que poblaron por vez primera el suelo sagrado.
Con temor, me retiré del lugar, lentamente.
—No temas—me dijo— ni te asustes, el cementerio fue obra de la peste. Por eso el lugar es sagrado, es la misma tierra que nos procrea para dar oportunidad a quienes nos siguen: nada más y nada menos que la vida eterna, hijo.
—Tengo entendido que la vida eterna es la que se alcanza después de la muer…te.
—Esa es la que enseñan, hijo, muy distinta a la que se vive con cada ser que viene y se va del mundo, quedándose en el otro.
—¡No entiendo!
—Repito no se trata de entender sino de vivir. Cuando seas viejo como yo, comprenderás.
Luego volteó hacia mí, tomo un puñado de tierra y me lo colocó sobre mis manos, quedé estupefacto a ver cómo se escurrió entre mis dedos, y desaparecía en el aire que la alejaba de mí.
—Así somos amigo un soplo nada más que polvo. Nos dividimos entre lo que el viento se lleva; la tierra, recibe; los ojos, ven; y lo que tú logras mantener, que es lo mínimo o más poco, por cierto.
—Allá —señaló una montaña escasamente visible a nuestros ojos— es donde moran nuestros espíritus.
Aquí los cuerpos; allá, los espíritus o espíritu —me sonaba algo ilógico, pero tenía sentido, si pensamos que se nos ha dicho que junto al alma abandonan el cuerpo y van a otro lugar llamado cielo o infierno, pasando por el purgatorio, antes de seguir vuelo a la eternidad.
—¿Y el alma? ¿Qué pasa con ella?
—Esa, hijo, se convierte en energía, que alimenta a quienes necesitan y saben acudir a ella. Ah, muy importante, le pertenece a Dios, quien la recibe, la purifica y la envía de nuevo, si es necesario.
—¡Eso no es reencarnación?
—Reencarnación es vida en otro cuerpo. De lo que ya hablo es algo más etéreo, sutil, si me entiendes mejor, que sólo se materializa, que se transforma, con la seguridad que es así; si quieres le puedes llamar fe.
—Pero la reencarnación también responde a un acto de fe.
—Sí, también es fe, pero acompañada de creencia, cultura, tradición y costumbre, hijo. —Miró sus manos y las colocó sobre su pecho justo sobre el corazón—. De la que te hablo está aquí, proviene de aquí y es única, por eso la conquista y menos la colonización no ha terminado de doblegarnos.
Acerqué las mías a mi pecho y latía apresuradamente. Quizás comenzaba a entender que la fe era absolutamente personal. Quise intervenir, pero como adivinando mis palabras, continuó…
—Olvídate de la fe que enseñan en el templo, paisano, y que hizo perder o camuflajear la de nuestros ancestros para sobrevivir y permanecer. Esa que fue tomada de las propias entrañas de la creación del mundo, que resiste; de los dioses y diosas de la creación: su alma.
Luego se alejó unos pasos más adelante como para evitar que yo dijera algo más.
El sitio lucía oculto en una densa neblina y parecía estar al menos a cinco días de camino.
—Allá sólo llegan quienes han comprendido el significado de las cosas por las que es esencial vivir.
—Entonces aquí están las almas. Por eso estaban todas esas personas anoche en…
—Así es, así es…
Lo demás fue el silencio necesario para comprender todo aquello.
Tiempo después, intenté volver allí, y no hallé el camino; menos, el de aquel mítico espacio espiritual; recordé sus palabras: el páramo elige sus seguidores. Entonces dije que quizás había sido un sueño.
Tulio Aníbal Rojas.



