RAÍCES
La vida transcurrió a lo largo de una búsqueda que no fue tan fácil ni tan corta, pero en algún momento, al llegar a la madurez, sus sueños se cumplieron y finalmente halló lo que tanto buscaba: tocar, ver, sentir, y palpar sus raíces, sus orígenes.
El regalo de esta búsqueda nació casi junto a ella, porque desde muy niña quiso conocer historias de sus ancestros, saber del pueblo de su madre, de la niñez de su padre.
Los domingos a la mañana la reunión obligatoria era en la casa de los abuelos maternos, donde las tres nietas, metidas en delantales blancos y trepadas en una silla, aprendían a amasar “I cavatielli”, los fideos típicos del pueblo de Buoanbergo.
A María le encantaba oír esos cuentos de santos que la abuela siempre tenía a mano, cuentos con moraleja, contados mitad en italiano, mitad en castellano, pero que sonaban tan bien en los labios de la nona… ¿era verdad que a Ongulichio se lo tragó la vaca por comerse el pan que le llevaba a su padre mientras trabajaba en el campo? ¿Era verdad que a Santa Brígida le cortaron los brazos por no querer pecar?
A su vez, en casa constantemente la música napolitana de Aurelio Fierro, Carlo Tutti, Claudio Villa, los grandes que su madre admiraba.
Las sobremesas estaban llenas de recuerdos y anécdotas que giraban en torno a la guerra, vivida en la niñez de sus padres y la juventud de sus abuelos.
Supo como la madre de su mamá caminaba varias horas buscando un poco de harina para amasar el tibio pan a sus tres hijos, mientras su marido trabajaba en tierras extrañas, tan lejanas y que los distanciaron esos nueve años, haciendo un paréntesis horroroso en sus vidas. Como en un sueño, había quedado la tibia tarde en que José la raptara para poder casarse, ya que los padres se oponían a ese amor.
De estas épocas la abuela sabía todas esas historias de santos, los cuentos que al anochecer, en medio del caos y los bombardeos, les relataba a sus niños, para calmar sus llantos.
Las historias de su padre eran un poco mas desgarradoras ya que la guerra truncó su adolescencia, debió crecer y hacerse hombre de repente, así como acatar las rápidas decisiones de elegir el lugar donde refugiarse cada noche, en especial aquella en que perdió amigos, familia y hasta un profesor.
Estas vivencias, encarnadas en el corazón de esta mujer, dejaron huellas, marcas a fuego en su vida y trató a lo largo de ella, de descubrir el porqué.
Y no fueron casuales todas las señales que el camino le marcó estaban allí, a su paso abriéndose como posibilidades infinitas que invitaban a investigar, a hurgar, descubrir, saber por qué a los dieciocho años sabía del olor a carne quemada, a humo de bombas, el dolor de perder amigos, el sabor del pan recién amasado… Tenía en su corazón cada suspiro de esa tierra lejana.
Los paisanos de su mamá se reunieron para poder traer desde su pueblo una imagen de la Virgen del Bosque “La Madonna della Macchia”, para ser entronizada aquí en Argentina, y alli estaba ella, presente en cada reunión, haciendo copias, cartas y traducciones para llevar adelante ese primer proyecto que la conectaba como un hilo invisible a su búsqueda interior.
Esos primeros pasos fueron dados con todo el amor y la frescura de su juventud, sintiendo a cada instante una sutil presencia, aunque aún no descubría de qué.
Se consideraba o creía que los demás la veían un poco extraña, siempre sola, escribiendo o sufriendo por amores incoherentes o imposibles. Trabajaba y estudiaba como cualquier chica de su edad, pero había siempre un dejo de disconformidad, de falta, de búsqueda.
A los veintidós años estalló su guerra nuclear interior, sintió que se aniquilaban sus sueños, sus proyectos, sus fantasías y vivió el horror del desarraigo, las bombas eran silenciosas, destruyeron todo, no halló un sitio donde esconderse y salvar su cuerpo de los cañonazos que debilitaban sus ilusiones. No hubo salida, no encontró escondite, y entre emociones encontradas y falsas, vivió diez años de su vida prisionera de los vaivenes de su propia tortura que llegó a los límites de casarse con un hombre al que no amaba y que horadó en sus entrañas con los latigazos del desamor.
La luz surgió con el nacimiento de cada uno de sus hijos y así, tal como su padre se había hecho el muerto para huir de un camión nazi en la guerra, ella pudo salvarse con la ternura de las pequeñas manos de sus niños.
Vuelta a nacer y fortificada con ese amor, alejada definitivamente del que lastimó su alma, buscó la luz en esa ciudad, que no era tan agresiva y tenía cosas buenas para ofrecer. Desandó caminos y entre los laberintos de sus penas, encontró las llaves que abrirían las puertas de su renacimiento. La bendita ciudad tendió sus manos y de ellas comenzaron a surgir amigos que con buena voluntad hicieron que el camino volviera a brillar y los pasos se dirigieran al lugar correcto.
Uno de los caminos la llevó a escribir nuevamente esa magia que había abandonado en su época de crisis interior y que durante su existencia fuera el motor imaginario de su espíritu inquieto.
Otra de las vías que transitó fue volver a trabajar con la gente de la región Campana, la del origen de sus padres, y estos dos senderos se unieron misteriosamente, ya que en su nuevo despertar, se dedicó a escribir historias de inmigrantes italianos.
Los dos luceritos brillaron unidos y se convirtieron, con el tiempo, en ese enorme faro que guiaría su nave hacia el mar profundo de sus realizaciones.
Fue descubriendo poco a poco cual era su búsqueda y recibió el regalo de poder realizar esos sueños en maravillosos y únicos momentos que le tocó vivir, compartiendo mano a mano con gente anciana que le confiaba su vida, sus historias, sus penas y alegrías.
El arcoiris asomó cuando de pronto, una mañana de septiembre le dijo que viajaría a Italia, y en realidad sin saberlo, a concretar uno de sus más íntimos anhelos.
Desde ese momento, sufrió hermosas arritmias de felicidad, que en un coro desenfrenado entonaban la música celestial, presente en el éxtasis de la incredulidad ante los hechos vividos.
A cada paso, a cada instante, sintió que el anhelo se apaciguaba, las ansiedades se calmaban… Sus ojos no querían descansar, no podían cerrarse pues necesitaba atesorar por siempre esos colores, formas y brillos tan esperados. Su alma conmocionada ante esa realidad no podía acallar los gritos silenciosos que brotaban a través de todo su ser, explotando en ilusiones guardadas, que ahora se esparcían desenfrenadamente en esa tierra extraña, lejana, pero tan presente que reconoció cada sitio, cada olor, cada sabor.
Desandando los padres de sus padres, encontró las huellas invisibles de cada lágrima. Cada grito, cada sonrisa, despareciendo todo lo contemporáneo para remontarla al pasado, sufriendo la guerra, amasando pan y recogiendo el trigo maduro de los campos rebosantes de sol y espigas.
La revelación final de que “esa” era su búsqueda, la tuvo al regreso, cuando con pena relataba que no había podido encontrar la casa de su madre, había pasado largo rato subiendo y bajando escalinatas, acariciando todas las paredes de aquellas casas destruidas por el terremoto, pero una en particular, sin saber por qué, llamó su atención y lentamente sus manos recorrieron cada ladrillo, cada hueco, como atraídas por un imán invisible, llevándole a acariciar esas ruinas que se presentaron solo como eso: ruinas, pero que no podía dejar de tocar ni evitar la tentación de levantar una piedra de aquello que alguna vez fue una casa.
El asombro y las lágrimas confirmaron esas sensaciones cuando su madre, extasiada al mirar una fotografía, con un nudo en la garganta y una emoción innegable reconoció que “esa” era su casa. Ya no había dudas, en ese viaje ella encontró sus raíces, llevada por extraños ángeles y sin siquiera intuirlo, su aura se posó en esas ruinas, la casa de su mamá… y oyó sus risas en campo donde jugaba cuando era pequeña.
Ahora el camino estaba más claro y los colores de la aurora resplandecieron guiando sus pasos en el sendero de las nostalgias, y los recuerdos más íntimos de vidas pasadas se fueron abriendo para ella uno a uno, como pétalos de rosas que la extasiaron con su fresco aroma, entregándole un poco de paz a sus anhelos.
Antonia Russo.