El cinaro y el pan bendito: Las Semanas Santas de Pilarcito

El Cinaro y el Pan Bendito: Las Semanas Santas de Pilarcito

En el corazón verde de Los Potreros Pequeños, un caserío cercano al apacible pueblo de Los Tres Canales de Agua, florecía la vida alrededor del hogar de Pilarcito. Sus días transcurrían entre la amorosa compañía de sus padres y el hermano Blady, y la belleza natural que los rodeaba: cinaros majestuosos, frondosos guamos, grandes caimitos, delicados veros y una alfombra de helechos, todo ello musicalizado por el alegre trinar de turpiales, azulejos, copetones, cernícalos, torcazas, golondrinas y las curiosas urracas. En esta atmósfera de tranquilidad, la llegada de la Semana Santa transformaba el espíritu del pueblo en una profunda celebración de fe y tradición. Para los niños, significaba el ansiado descanso escolar, días largos dedicados a juegos de trompo y metras, alternando las casas como alegres puntos de encuentro. Para los adultos, la tradición se tejía en torno al aroma inconfundible del pan de trigo horneado en hornos de barro, un ritual comunitario que fortalecía los lazos entre familias.

En la casa de Doña Nico y Don Baudo, padres de Pilarcito, la preparación del pan de Semana Santa era un evento especial que compartían con la entrañable familia de Don Timoteo Molina, cuya casa se encontraba camino abajo. Un día antes del amasijo, Doña Nico encomendaba a sus hijos Pilarcito y Blady una tarea importante: buscar leña seca de cinaro y recoger las las ramas frondosas de este mismo árbol. La leña alimentaría el fuego del horno y las hojas se transformarían en rústicas escobas para barrer las cenizas al día siguiente.

Con la llegada del día señalado, la familia de Pilarcito se unía a la faena, acompañada de otros vecinos. La actividad se desarrollaba en un ambiente de colaboración y alegría, donde cada familia ofrecía su ayuda a la siguiente. En grandes palanganas de madera, la harina se mezclaba con los demás ingredientes y luego la masa pasaba por el molino, donde Pilarcito, con su habilidad y su gusto por la masa cruda, era un ayudante indispensable. Las manos expertas daban forma al pan, creando diversas figuras que se colocaban en bandejas o latas de aluminio antes de entrar al calor del horno. Este se calentaba primero con la leña de cinaro hasta convertirla en brasas puras, las cuales se retiraban cuidadosamente para luego barrer el interior con las escobas de hojas de cinaro. Las bandejas de pan se introducían con esmero y la puerta del horno se cerraba, dejando que el tiempo y la sabiduría de un hornero experto hicieran su magia. Cada familia conocía la cantidad de pan que le correspondía, fruto de la colaboración y la tradición. Años después, la familia de Pilarcito construyó su propio horno de barro, manteniendo viva la costumbre e incluso las familias que no tenían horno en su hogar, se unían a ellos para preparar el pan bendito. Este pan, de consistencia duradera, se disfrutaba durante varios días, acompañado de chocolate caliente, guarapo de caña, café, queso ahumado o cuajada, alimentando no solo el cuerpo, sino también el espíritu comunitario.

La Semana Santa en Los Tres Canales de Agua trascendía los hornos y se manifestaba en la fervorosa representación teatral de la Pasión de Cristo, en la cual se realizaban escenificaciones el Domingo de Ramos, Jueves Santo, Viernes Santo y Domingo de Resurrección. Pilarcito, desde sus años en la escuela básica, formó parte del grupo de teatro parroquial. Inicialmente, interpretó al sirviente de Jesús en la Última Cena y al sirviente de Poncio Pilato en el Vía Crucis. Al crecer y llegar al liceo, asumió dos veces el papel del ladrón bueno en la crucifixión e incluso, en dos ocasiones también, encarnó al sumo sacerdote Anás, teniendo la responsabilidad de interrogar a Jesús en la escenificación. Años más tarde, se marchó del pueblo y regresó en una Semana Santa, Pilarcito sorprendió a todos interpretando al centurión romano a caballo. Estos papeles requerían semanas de dedicación y ensayo junto a los demás actores.

El Jueves Santo se celebraba con la tradición de los siete potajes, un compartir gastronómico entre familias y amigos que resaltaba la riqueza de los productos autóctonos. La Semana Santa se convertía en un punto de encuentro, atrayendo a paisanos que regresaban de otras regiones y a turistas curiosos por vivir estas arraigadas costumbres.

La Semana Santa en Los Tres Canales de Agua era mucho más que una celebración religiosa; era un tejido de tradiciones, sabores y fe que permitía a sus habitantes vivir una experiencia profunda y significativa, anhelando su llegada año tras año.

Moraleja: Las tradiciones comunitarias, como compartir el trabajo y celebrar juntos, fortalecen los lazos entre las personas y enriquecen el espíritu de una comunidad, dejando recuerdos imborrables que perduran en el tiempo.

Willian García Molina.
Venezuela.

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