Tempus Edax Rerum
El viento arrastraba jirones de una melodía quebradiza, restos de campanadas que alguna vez coronaron iglesias ahora sumergidas en el Moldava. Clara ajustó la bufanda sobre su boca, pero el frío de la callejuela era distinto: no mordía la piel, sino la línea temporal que serpenteaba bajo sus pasos. Las sombras de los edificios barrocos se retorcían con espasmos felinos, sus contrafuertes estrangulados por enredaderas de hierro que susurraban secretos en morse al rozar los faroles de gas. Cada tintineo de las hojas metálicas marcaba una sílaba en un idioma olvidado: Veles ya te espera, repetían.
En la puerta de Eterno Tiempo, el dragón de bronce del picaporte giró lentamente hacia ella. Los ojos de ámbar destellaron con inteligencia líquida, recordándole su primera visita a los doce años, cuando el mismo dragón le había arrancado un colmillo de leche como tributo. Esta vez, los colmillos de cobre se cerraron sobre su índice hasta dibujar un surco perfecto. La sangre no cayó: trepó por las runas como hormigas obreras, formando palabras en glagolítico que ardían en azul cobalto.
«Vítám tě, dcera zrádce» Te doy la bienvenida, hija del traidor.
Clara contuvo un estremecimiento. El umbral siempre había sido un juez silencioso. —Si vas a sermonear, hazlo rápido —masculló al dragón, frotando la herida en el dobladillo de su abrigo—. Tengo relojes que despertar y fantasmas que poner en hora.
El interior no era un taller, sino las entrañas de un dios-máquina sepultado. Mil relojes latían en un caos orquestado: carrillones góticos cuyos tubos exhalaban risas de novicias ahorcadas, cronómetros de submarinista marcando la agonía de tripulaciones atrapadas en U-Boats fantasma, despertadores soviéticos cuyo timbre desprendía escamas de pintura verde y fragmentos de discursos de Stalin. En el aire flotaba el olor a aceite de ballena y azufre, la firma olfativa de Ludvik.
Clara se detuvo ante un reloj de sol portátil que proyectaba una sombra en forma de hoz lunar. Al tocarlo, los números hebreos en su mármol negro cobraron vida.
—¿Mostrándome el camino al Sheol, abuelo? —susurró Clara. Sabía que Ludvik había codificado mensajes en los mecanismos, trampas cazabobos para probar su ingenio.
Un carrillón sonó a sus espaldas. Al girar, encontró el origen de las risas de monjas: un reloj alto como un confesionario, con santos esculpidos cuyos ojos seguían movimientos. Santa Lucía sostenía sus ojos en una bandeja convertida en platillo de balanza, pesando lágrimas contra segundos robados. Al inclinarse, Clara vio en el péndulo un pergamino enrollado: el contrato de venta del alma de Elias, firmado en sangre mezclada con mercurio.
—No tan rápido —dijo al mecanismo que intentaba engullir el documento. Con un rápido movimiento, colocó un imán de meteorito sobre el escape, paralizando el engranaje. Ludvik le había enseñado que hasta los infiernos mecánicos tienen puntos de presión.
Al fondo del salón principal, un reloj-caja de música con forma de ataúd infantil emitía una versión distorsionada de Der Erlkönig. Clara recordó la noche de 1999 cuando Ludvik, ya con los dedos devorados por la artritis horaria, le reveló su primer secreto:
«Cada reloj aquí contiene un pacto. Algunos venden horas, otros compran almas. Tu trabajo es asegurarte de que la contabilidad… cuadre.»
El suelo crujió bajo sus pies. Al levantar la alfombra persa (tejida con cabellos de astrónomos renacentistas), encontró una trampilla con nueve cerraduras. La quinta, una cerradura-hueso que solo respondía a melodías silbadas, le mostró su reflejo: no su cara actual, sino la de una anciana con ojos de cuarzo ahumado que llevaba su nombre.
Un golpe seco en el piso superior la sobresaltó. Las paredes sudaban aceite de ricino mezclado con lágrimas de niño. Clara subió la escalera espiral, notando que los peldaños ahora mostraban fechas talladas:
1347: Peste Negra en el mecanismo de la Torre del Reloj Astronómico.
1942: Ludvik firma el pacto con Veles.
2023: Clara pisa este mismo escalón en bucle desde hace 17 días.
Al llegar al rellano, un nuevo reloj colgaba donde antes solo había un espejo. Su esfera era un ojo de buey que mostraba el Puente de Carlos en 1942: Ludvik joven caminando con un maletín que goteaba algo demasiado espeso para ser aceite. La manecilla de los minutos era una aguja hipodérmica llena de tinta roja.
La respuesta llegó como un gemido de tuberías. No de las paredes, sino de su propio reloj de bolsillo, cuyo tictac ahora latía en sincronía con algo bajo las tablas del piso. Al abrirlo, encontró que en lugar de agujas, dos serpientes de plata se devoraban mutuamente la cola.
El viento cambió de dirección. A través de los vitrales fracturados, la luna llena había desarrollado un halo de mercurio. Clara sintió más que escuchó la advertencia:
«No es sombra lo que proyectas, sino el contorno de lo que el Tiempo te ha mordido.»
Mientras descendía al sótano (cuyas escaleras ahora tenían peldaños de costillas humanas fundidas en bronce), una certeza se arraigó en su pecho: cada reloj en esta casa era una celda y un verdugo. Y ella, sin quererlo, había heredado el puesto de carcelera.
—¿Qué trampas horarias tejiste aquí, abuelo? —preguntó al vacío, sabiendo que las paredes escuchaban.
Clara siguió el rastro de aceite negro que brotaba de las junturas del piso, ascendiendo por la escalera espiral cuyos peldaños se encogían bajo sus pies como dientes de tiburón. En el ático, Noctámbulus había mutado. El reloj de dragones cobrizos —que en su infancia le daba pesadillas con sus campanadas de falsete— ahora desplegaba raíces de latón que perforaban las vigas. La figura central, un caballero medieval tallado en ébano, extendía su brazo hacia un baúl con bisagras de colmillo de narval.
—Jaque mate, Ludvik —susurró Clara al descubrir el diario. Las páginas desprendían un olor a cirio y culpa rancios. Entre diagramas de escapementes demoníacos y ecuaciones alquímicas, la letra temblorosa de su abuelo confesaba:
«3 de noviembre de 1942. Veles vino con el olor a pólvora y canela que siempre precede a las desgracias. Prometió salvar a los Rabinovich a cambio de Elias. ‘El niño llora en fa sostenido menor’, dijo. ‘La frecuencia perfecta para alimentar a Noctámbulus’. Tallé el primer símbolo en la esfera al amanecer. Cuando Elias cantó el lied de Schubert al revés, supe que el Tiempo me cobraría con intereses.»
Una fotografía se desprendió: Ludvik de veintipocos años abrazando a un niño pálido cuyo cuello mostraba una cicatriz en forma de llave de relojero. Al dorso, la frase Tempus Edax Rerum sangraba tinta azulada.
—Deberías haber quemado esta casa —dijo una voz infantil tras ella.
Elias estaba sentado en el alféizar, sus pies descalzos balanceándose sobre el vacío de setenta metros. Llevaba el mismo traje escolar de la foto, ahora hecho jirones, y un reloj de arena negro donde las lágrimas solidificadas caían hacia arriba.
—Te marcó con el pacto —señaló el reloj de bolsillo de Clara—. Escucha bien: bajo tu cuarta costilla izquierda.
El tictac llegó como un segundo corazón. Clara sintió cómo un engranaje fantasma le arañaba el esternón desde dentro. Quiso retroceder, pero sus talones chocaron contra algo blando y palpitante: el suelo ahora era una membrana traslúcida bajo la cual serpenteaban ruedas dentadas bañadas en bilis.
—¿Por qué mostrarías tu juego sucio? —gritó hacia las vigas, acusando a la sombra de Ludvik que sabía acechaba en cada esquina.
—Porque necesitabas entender —respondió Elias, deslizándose del alféizar. Sus ojos eran espejismos: por un instante Clara vio el taller reflejado en ellos, pero con muebles de hueso y paredes de piel curtida—. Para que elijas mejor que él.
El sótano se reveló al mediodía siguiente, cuando un rayo de luz atravesó el vitral del dragón de cobre y proyectó su silueta sangrante sobre los ladrillos. Clara siguió el rastro de escamas luminosas hasta una puerta baja que respiraba. Dentro, cien esferas de cristal pendían de cadenas oxidadas. Cada una contenía un pecado horario:
*** Un hombre en bucle eterno, repitiendo su último beso a una mujer que se desvanecía como humo de cigarrillo.
*** Ludvik insertando un péndulo de rubí en el pecho de Elias, mientras el niño canturreaba Der Erlkönig en alemán invertido.
*** Ella misma, a los ocho años, dando cuerda a un reloj cucú que gritó con voz de su futura yo anciana.
Al tocar esta última esfera, el sótano se disolvió. Ahora corría por los túneles bajo el Puente de Carlos, pero no era Clara: era Elias en 1942. Su delantal escolar estaba empapado en sangre que olía a cobre y alcanfor. Detrás, Ludvik avanzaba con un maletín de herramientas que gorjeaban salmos en hebreo.
—¡Aquí, Herr Ludvik! —gritó el niño señalando a Noctámbulus. El reloj tenía su esfera abierta como la boca de un tiburón prehistórico, llena de agujas en lugar de dientes.
—Serás un héroe —mintió Ludvik mientras ataba a Elias con correas de cuero grabadas con números irracionales—. Los ángeles crononautas cantarán tu nombre.
El niño lloró. Cada lágrima al impactar en el mecanismo se transformaba en un engranaje de ébano. Cuando el péndulo de rubí perforó su esternón, Elias rió. Un sonido que heló la sangre de Clara incluso décadas después, en el sótano donde ahora despertaba con sabor a pólvora en la lengua.
—Viene por tu nombre —advirtió una voz a su derecha. Elias estaba allí, pero ahora sus ojos eran túneles que revelaban microengranajes devorándose unos a otros—. Para firmar el nuevo pacto.
Las paredes exudaron aceite negro. Clara subió corriendo, pero en el taller, Noctámbulus había parido a su creador.
Veles emergió como un negativo fotográfico cobrando vida. Su cuerpo era una amalgama de cera derretida y placas de latón, vestigios de elegancia barroca en el chaleco bordado con ecuaciones fractales. Donde debería latir un corazón, un reloj de sol incrustado en el esternón proyectaba sombras de bestias inexistentes. Sus ojos, esferas de cuarzo ahumado, mostraban reflejos de todas las Claras posibles: una anciana con cabello de mercurio, una niña devorada por engranajes, una sombra sin boca que vendía segundos robados en el mercado negro de horas.
—Ludvik me convirtió en diente de un engranaje mayor —rugió Veles, su voz un disco de fonógrafo rayado—. Tú me liberarás. Abre las puertas del Tiempo Desnudo.
Clara apretó el reloj de arena de Elias. Las lágrimas-negras-granos vibraban emitiendo un la sostenido puro que hizo sangrar los oídos de Veles.
—Soy sangre de relojero —dijo Clara, dibujando en el aire un símbolo que Ludvik le enseñó para domar clepsidras rebeldes—. Y sé que cada hora tiene su cadáver.
La batalla fue un ballet de fracturas temporales. Veles lanzó polillas de bronce cuyas alas cortaban el tiempo en rodajas; Clara las esquivó usando los pasos del Tanz der Uhrmacher que había memorizado en los márgenes del diario. Al quebrar un espejo Art Nouveau, liberó a los reflejos prisioneros:
*** Ludvik en 1953, soldando una caja de música al corazón palpitante de Elias.
*** Praga ardiendo simultáneamente en la Defenestración de 1618 y el bombardeo de 1945.
*** Ella misma, décadas en el futuro, insertando un cronómetro de plata en el pecho de una niña fantasma que llevaba sus mismos zapatos rotos.
Veles aulló cuando los fragmentos de espejo lo cercaron. Su cuerpo se desintegró en arena negra que el viento llevó hacia Noctámbulus. El reloj de dragones estalló en una supernova de horas robadas, proyectando el pasado-futuro de Praga en las paredes:
El Castillo mostraba tres incendios superpuestos. El Moldava fluía hacia atrás lleno de cadáveres de relojeros panza arriba, sus heridas abiertas mostrando mecanismos oxidados. En el ojo del torbellino, Elias apareció con su reloj de lágrimas convertido en un cristal de neón azul.
—Gracias —susurró mientras su forma se deshacía en luz de farol moribundo—. Ahora corre hacia donde el tiempo aún tiene pudor.
Pero Clara no corrió. Avanzó hacia el epicentro donde Veles intentaba reconstruirse con los jirones de sombras. Pisó su mano de engranajes, sintiendo cómo los dientes mordían su suela.
—El pacto no era con Ludvik —dijo, mientras las agujas del taller tejían una corona en su cabello—. Era con el Tiempo. Y él prefiere vírgenes de sangre mecánica.
El sótano se abrió bajo Veles. Su grito duró setenta y tres años comprimidos en tres segundos, un eco que dejó sordera metálica en los gatos de la callejuela.
Ahora, cuando la luna sangra sobre Malá Strana, los noctámbulos ven surgir una callejuela nueva entre los edificios. Su número (13, 7 o 666) brilla con luz de lámpara de queroseno. Dentro, Clara atiende con sonrisa de autómata recién engrasado. Los clientes eligen entre:
*** Un carrillón que repite el momento más feliz de toda su vida.
*** Un despertador que marca la hora exacta de su muerte.
Nadie elige lo segundo. Hasta la madrugada del solsticio de invierno, cuando una niña entra con un ojo morado y el corazón roto.
—Quiero que mi papá deje de gritar —dice señalando un cronómetro donde un hombre se ahoga en whisky.
Clara (¿o lo que el Tiempo dejó de ella?) la guía al sótano. En los espejos, su reflejo muestra la verdad: un almanaque viviente cuyas venas son cintas de Moebius horarias.
Arriba, los relojes repican nombres en lugar de horas. En la calle, el viento susurra advertencias que solo los insomnes oyen. Pero siempre hay alguien que ignora el tictac bajo sus costillas. Siempre un nuevo relojero naciendo entre las sombras de Praga.
Gardenia Verchiel.
México.