Viaje mítico

Viaje mítico

A los primeros lectores y
críticos de mi obra:
mis estudiantes

La mañana olía a flores; su aroma se esparcía por el entorno y llenaba de frescura el ambiente. Miguel, como siempre, cruzaba la avenida en su vehículo, recorría el amplio viaducto y finalmente se encontraba frente al edificio, sede de la empresa para la cual prestaba su servicio, luego de graduarse como administrador en una prestigiosa universidad del país. Escuchaba música, mientras repasaba mentalmente la agenda del día. Sabía que su eficiente secretaria tendría todo en orden. Reconocía lo buena y hermosa que era. El día de reunión con los demás ejecutivos, vestía un blazer negro. Así evitaba el flujo de energía negativa hacia él y su empleo. Los semáforos, la cola de vehículos, la desesperación de otros conductores, las bocinas, la mirada al reloj… no le preocupaban. Siempre salía una hora antes para no caer en vanas angustias, según refería, aun cuando no vivía lejos de la convulsionada ciudad.

Todo marchaba dentro de lo normal. Como todos los días, pasaba su mirada por el parque que adornaba una de las avenidas, cuando de pronto algo, o mejor alguien llama su atención: “Era Luisa María, sin duda era ella” —pensó—. Quiso frenar de súbito, pero observó que el vehículo que lo seguía estaba muy próximo. “Sí, es ella, no cabe la menor duda pero hace… cinco años que no sé…” “Daré la vuelta y bajaré.” Con estos pensamientos, abordó el canal contrario para girar en “U”, y volver a pasar por el lugar. Aceleró, instantes después estaba en el sitio. Estacionó. Bajó inmediatamente. Corrió desesperado…

—“Fue aquí donde la vi, estoy seguro. La buscaré… Era ella” —se dijo una vez más en voz alta. Recorrió el lugar en busca de la mujer que había conquistado su corazón, pero fue inútil. Sólo había unos niños que jugaban pese a lo temprano de la mañana; escolares sobre todo. Desconcertado, regresó. Estaba nervioso, y con las manos sobre el volante, fijó de nuevo su mirada en aquel paraje hecho para el descanso y la recreación.

—“Lucía el vestido blanco brillante, y su cabello lacio y castaño claro, suelto como tanto me gustaba para deslizar mis dedos por entre sus reflejos y sentir su seda en mis manos, destacaba aún más”.

Continuó su marcha. Encendió de nuevo el reproductor pero pronto lo apagó. Pensativo llegó al edificio. El Sr. José del kiosco “Mi Compadre”, quien le guardaba la prensa del día, lo saludó. Miguel tomó el paquete y se marchó; esta vez no preguntó cuál era la noticia del día, hasta fue parco en sus palabras. El vendedor lo observó con intranquilidad hasta que entró al recinto. En el ascensor, todos los recuerdos comenzaban a golpear el presente. Saludó a su secretaria, y pasó directamente a su oficina. Su bella compañera sabía que dedicaba los primeros quince minutos a leer la información económica del país.

Esta vez parecía extraño, sólo llevaba unos minutos… cuando pulsó el intercomunicador. Estaba nervioso, preocupado, se paseaba de un lado a otro; semejaba un león enjaulado a punto de derribar su encierro sin importar de que estuvieran hechos los barrotes.

—Carmen Rosa, ¿te acuerdas de Luisa María?

—Sí, Sr. Miguel me acuerdo de ella, usted siempre la menciona ¿Por qué?

—Es que… hoy cuando venía, estoy seguro de haberla visto en el parque.

—¡Imposible, Sr. Miguel!, ella no se marchó, según dijo usted.

—Sí, tienes razón. Pero era ella. Estoy seguro.

—Pero qué, ¿hablaron? ¿Qué pasó?

—Eso es lo malo; regresé a buscarla, y no estaba.

—¿Cómo? ¿No entiendo?

—Sí, no pude encontrarla.

—No me venga a decir que vio un fantasma —agregó la simpática mujer, mientras reía.

—No, espero que no. Pero… bueno, olvidemos eso. Veamos qué tenemos para hoy —concluyó el hombre, en cuya mirada aún se reflejaba la duda.

La amable mujer leyó la agenda en forma pausada y efectiva; al finalizar esperó, como siempre, que su jefe dijera algo.

—Está bien, entonces tengo tiempo, como siempre, para actualizarme. Puede retirarse, señorita.

Cuando la despampanante trigueña se dio vuelta, nuevamente retumbó el ambiente.

—¿¡Carmen Rosa¡?

—¡Sí, dígame, Sr. Miguel!

—Gracias, gracias por escucharme.

—Por nada, Sr. Miguel. Estoy para servirle —respondió mientras ofrecía una hermosa sonrisa.

Miguel correspondió con igual gesto de cariño, y se dispuso a leer cómodamente. Prefería la prensa escrita pese a los adelantos tecnológicos, especialmente la comunicación electrónica….

—¡No puede ser no, no, no puede ser, no…!

Aun cuando el temblor dominaba sus manos, logró pulsar una vez más el intercomunicador.

La bella secretaria entendió que se trataba de algo relacionado con el periódico. Tomó la página con recelo, mientras lo observaba. Había algo extraño en él. Su mirada era triste y fija hacia la ventana. Y sus labios pronunciaron en voz baja una frase…

—“Aparatoso accidente deja saldo de tres personas fallecidas. Entre las víctimas figura la joven economista Luisa María Esdeibar.” —Con pánico soltó el periódico. Quedó aterrorizada.

—¡No puede ser! ¡Dios mío!

—Entonces vino a despedirse de mí —susurró el joven ejecutivo.

—Lo siento, señor.

—Por eso cuando regresé no estaba. Claro yo, yo…

El dolor lo hacía hablar despacio y entrecortadas las frases. Su mirada estaba ausente, y su corazón navegaba en el ancho mar del sufrimiento. Ni siquiera se atrevía mirar a su secretaria. De pronto, volteó súbitamente como quien toma una decisión.

—¡Iré a su funeral!

—¿Cómo, Sr. Miguel?

—Sí, iré. Por favor, reserve un pasaje aéreo. Comuníquese con Alejandro Prado, quizás él pueda ayudarme. Además infórmele al Dr. Fuentes que no podré asistir a la reunión de la empresa. Y cancele todos mis compromisos.

—Sí, Sr. Miguel, pero… ¿para dónde?

—¡Barquisimeto!

—¿Está seguro? Quiero decir…

—Sí, la prensa lo reseña. De alguna manera llegaré. Quiero verla. Será la última vez que observe su bello rostro; tal vez así la olvide para siempre.

Carmen Rosa se retiró una vez más, dispuesta a cumplir con las órdenes de su jefe. El silencio cubrió el espacio por un momento. Miguel mantenía sus ojos fijos en el intercomunicador. Su mente volaba por el tiempo, y se detenía en el instante en que la conoció cuando estudiaban en la facultad… De pronto, la dulce voz de su asistente lo hace volver a su difícil presente.

—Sí, dígame.

—El vuelo sale en treinta minutos. El Sr. Alejandro lo llamará en cuanto sepa algo.

—¡Gracias! Por favor pídeme un taxi.

—Enseguida, Sr. Miguel.

El aeropuerto se encontraba cerca. Sin embargo, el vehículo avanzaba a toda velocidad. Su ansiedad aumentaba al no tener noticias de su amigo. La espera se hacía siglos. Hasta que por fin la tecnología acudió en su auxilio…

— ¡Alejandro!

—Sí, soy yo. ¡Lo siento!

—¡Gracias! Dime.

—El sepelio es a las: 10:00 AM. El cementerio lleva por nombre “Jardines la Esperanza”. Está ubicado en las afueras de la ciudad.

—¡Gracias! Gracias por todo.

—¿Dónde estás?

—Llegando al aeropuerto.

—¡Suerte!

Tenía sólo unos minutos para abordar el avión. La angustia se apoderaba de su existencia. Hacía de cada latido una prolongada espera. Corrió, iba desesperado. No quería llegar tarde. No podía llegar más tarde. Pensaba en su gran amor. Estaba llorando, pero sus lágrimas sólo las divisaba él y su adolorido corazón que hablaba incesantemente de su pasado, en medio de los recuerdos que los unía en la tristeza. Mientras, los demás pasajeros dormían, conversaban, leían… él, sólo contaba cada minuto y apuraba cada segundo, mirando constantemente el reloj.

Por fin, la ciudad dejó entrever su imagen, y el aeropuerto pronto estuvo bajo las ruedas del avión.

—“¡Pronto estaré a tu lado mi amor!” —dijo en voz baja.

Le indicó al conductor cuál era su destino. Éste miró de nuevo el reloj y sonrió…

—Llegará a tiempo, Doctor se lo prometo.

—Eso espero. ¿Queda muy lejos?

—A 45 minutos, aproximadamente.

—¿¡Qué!? Entonces tendrás que ir más rápido.

—No se preocupe, volaremos —concluyó el amable conductor, mientras lo observaba por el espejo retrovisor.

—Eso quisiera; volando llegue…

El auto recorrió parte de las avenidas cercanas al aeropuerto, y se dirigió a las afueras de la ciudad. La cola de vehículos era como en todas partes: interminable. Pero el conductor con gran habilidad ganó tiempo tomando vías alternas. Miguel todavía no creía en lo que estaba sucediendo. No conocía a nadie. Caminó de prisa. Imaginó que era ella; y con ese coraje que da el amor, el verdadero amor, se abrió paso entre la gente que lo miraba con extrañeza; su cuerpo temblaba. Quedó paralizado frente al ataúd; pasó sus manos por sobre el cristal, cerró sus adoloridos ojos y pronunció en baja voz:

—¡Nunca te olvidaré!

La hermosa mujer aún conservaba la belleza que lo cautivó. El vestido blanco y brillante, con el cual Miguel la vio en el parque, adornaba su esbelta figura, y la conducía al más allá, envestida de la mejor presencia.

—Retírense, por favor, vamos a cerrar. Es la hora —ordenó uno de los encargados del sepelio, y procedieron a bajarla hasta la fosa.

Miguel permaneció inmóvil ante la desesperanza de haberla perdido para siempre. De sus ojos claros se desprendían estelas de dolor. Hasta la respiración parecía haber escapado de su alma. Acompañó la plegaria. La gente comenzó a retirarse. En su rostro cansado se dibujaba la soledad y el sufrimiento. En medio del espacioso lugar sólo quedaban dos hombres. Miguel observó al caballero que estaba a su lado.

—¡Lo siento! —atinó a decir, sin apartar su mirada de las hermosas coronas que adornaban la tumba.

—Gracias, ¿la conocía?

El joven administrador volteó lentamente y fijó su mirada en el hombre de piel morena y traje blanco que lo interpelaba.

—¿Qué si la conocía? Sí, claro que sí, aunque… Usted debe ser su esposo.

—Sí, respondió el hombre, y extendió su mano.

—Mucho gusto, Miguel Adarme.

—Antonio, Antonio Contreras. Mi esposa hablaba mucho de usted, sabe. Fue una mujer dichosa, muy dichosa.

—¿Por qué lo dices?

—Siempre fue amada y, sobre todo, siempre amó.

Luego hizo una pausa forzada y continuó…

—Ah, disculpe, debo irme, ya no hay nada que hacer aquí. Ha sido un honor conocerlo. Sólo que hubiese preferido otro momento.

Miguel comprendió cuanta lealtad había en el corazón de aquel hombre que con su hija, una niña de unos tres años, y cabizbajo se alejaba del lugar.

—“Debe haberla querido mucho, más que yo” —dijo en voz alta.

Se inclinó, tomó un puñado de tierra, la beso y la arrojó, junto a un clavel rojo sobre la tumba, que ahora lucía adornada por el arco iris que dibujaban las flores en su entorno. Dio media vuelta y se alejó. Sentía que se ahogaba; que algo oprimía su garganta. Ya en la entrada del campo santo, volvió su mirada hacia el único lugar donde no sabemos si el silencio es el mayor indicativo del descanso; o la mayor confusión del sufrimiento. Estaba solo, nunca se había sentido así en toda su vida. Caminó sin rumbo por la amplia avenida; en estado como de trance parecía que estaba en otro mundo. La alta temperatura no parecía molestarle. Sus manos en el bolsillo del pantalón, y desarreglada la corbata; distaba mucho de su buena presencia.

—¿Desea algo caballero? —preguntó el joven barman—. Como si volviera del más allá, Miguel se dio cuenta dónde estaba…

—Disculpe… que si desea algo, un trago, que sé yo…

—Sí, sí un trago de… whisky.

—¿Cómo lo quiere?

—Eh… como sea.

El hombre enseguida atendió la petición del cliente, quien en ese instante observaba el lugar solitario donde se encontraba. La voz del empleado lo hizo reaccionar, y como si tuviera sed, o fuera agua, sorbió el trago mientras recordaba la imagen de Luisa, allí con él, jugueteando por la calle, en el parque; pero también la imagen del féretro se cruzaba por su pensamiento. Iba a sorber otro que ordenó, cuando el roce de unas suaves manos, lo hicieron voltear súbitamente.

—¡Hola mi amor! ¿Cómo estás?

—¿¡Qué!?

—Qué pasó? ¿Por qué te sorprendes? Soy yo… Parece que hubieses visto un fantasma.

—No, no, no puede ser. Debo estar… soñando.

—Soñando, no recuerdas: quedamos vernos aquí. No me digas que lo olvidaste.

—¡Olvidarlo!

—Vamos y deja de tomar. Te hace daño —dijo la hermosa mujer mientras alejaba el vaso de sus labios.

Miguel no salía de su asombro. Y para estar seguro, acercó su mano lentamente al rostro porcelanizado de la dama. Luisa María sonrió.

—Ya te diste cuenta que soy yo.

—Entonces eres tú, sí, eres tú, tú… Y con la fuerza que surge de la soledad, de la nostalgia, del apetito insaciable de compañía, y húmedos los ojos, la estrechó contra su pecho, abrazándola como deseando no perderla nunca. La besó con pasión y ternura a la vez; no una, muchas veces.

—¿Qué te pasa? ¿Estás… llorando?

—No, no, no… Es solo que estoy en… encantado de verte. No sabes cuánto te extrañé, creí que…

—Creíste que. ¿No entiendo? ¡Ah! Viste ni nuevo vestido – agregó, y se dio media vuelta como si desfilara para él.

—¡No puede ser! es el mismo que…

—El mismo qué…

—Nada, nada… ¿Quieres un trago?

—Sí, pero del tuyo.

Miguel acercó el vaso a sus rojos y sensuales labios… Se escuchó un ruido que llamó la atención del barman.

—En seguida traigo otro, no se preocupe usted señor.

—Disculpe, yo… este, has visto la hermosa dama que estaba hace un momento conmigo. Me incliné a recoger el vaso, y cuando me levanté ya no…

—Lo siento señor, aquí no había nadie. Usted siempre ha estado solo.

—¡Solo! Pero si ella…

—¿Lo siento! ¿Desea otro trago?

—Sí, bueno, mejor no… Dame la cuenta, por favor.

—¡Como no señor, enseguida!

El joven empleado le llevó la cuenta. Miguel canceló y se retiró del local. Cada vez estaba más confundido. Esa misma tarde regresó a la ciudad.

—¿Desea algo, señor?

—¡Hola, Sr. Rafael! ¿Cómo está usted?

—¡Bien, señor, ¿qué desea?

—¡¿Cómo, que, qué deseo!? Esta es mi casa.

—La casa fue comprada hoy, la adquirió un señor, de nombre Antonio, Antonio Contreras…

—Antonio Contreras, dijo usted, pe…pero…si…

—Sí, estuvo aquí y cerró el negocio con…

—Hoy, pero si esta…

—Lo siento señor. Tengo órdenes de cuidar la casa. ¡Ah!, por cierto también vino su esposa, una señora muy linda de nombre Luisa María, y su bella hija…

—¡No entiendo! Sí… Luisa está…

—Le ruego que si no tiene otra cosa que hacer se retire o tendré que llamar a la policía.

—¡Policía!

—Pe… pero si esta es mi casa.

—¿Quién es usted?

—Soy Miguel Adarme ¿No me recuerda?

—Disculpe, el Sr. Miguel y la Sra. Nátaly se divorciaron y decidieron vender la casa y dividir las partes…

—¡¿Cómo!? ¿Quién soy yo, entonces?

—No lo sé, creo que esa respuesta la sabe usted. Yo sólo cumplo órdenes de mi nuevo patrón.

Miguel observó una vez más su casa y sus llaves. Pensó en arrojarlas lejos, pero se detuvo al percatarse que allí se encontraban las de su oficina. No podía creerlo. Triste, se retiró. Una mirada al jardinero, quien ya estaba inmerso en su labor, le hizo recordar que no entendía nada de lo que estaba pasando, o mejor de lo que le estaba pasando.

—“Divorciado yo, pero si esta mañana, como de costumbre, salí con mi esposa y mi hija Jordania a…”

El cansancio, y sobre todo la preocupación, dominaron su cuerpo y su espíritu, sumiéndolo en el más profundo sueño.

Al día siguiente no quiso comentarle nada a su madre. Ella tampoco lo increpó, aunque no dejó de extrañarle su presencia. Sabía que tenía que trabajar. Le preparó desayuno y lo llamó temprano. Al ver la angustia que brillaba en sus pupilas y se reflejaba en su rostro, decidió indagar.

—¿Qué pasa?

—Nada, nada…

—Todavía pensando en ella. ¡Olvídala! Te estás haciendo daño. Perdiste el matrimonio, la casa, tu hija. Sólo te queda el trabajo; y seguro ayer no fuiste a trabajar por estar…

—¡Tomando!

—Sí, tomando. No te das cuenta. Eres joven. Debes comenzar de nuevo…

—No puedo…

—Vamos no puedes quedarte viviendo en el pasado.

—Lo siento, debo irme.

—Hijo, ¿y el desayuno?

—No te preocupes, comeré algo en la oficina. ¡Bendición!

Miguel se retiró dejando a su madre con la preocupación que atormentaba su corazón, dispuesto a cumplir con el sagrado ritual de acudir a la empresa.

—¡Hola! ¡Buenos días, Sr. Miguel! ¿Cómo está? ¿Vino por sus cosas?

—¡Hola! ¡¿Cómo? ¡¿Mis cosas, dijiste?

—Sí, señor, Usted llamó y me dio instrucciones para…

—Yo, pe… pero… Cómo, cuándo…

—¡Ayer!

—Ayer, pero si ayer…

— Le deseo lo mejor, espero que consiga otro empleo pronto.

—¿Cómo está Miguel? Espero que tenga éxito. En nombre de todos le deseo lo mejor – refirió el Dr. Fuentes, Presidente de la empresa.

Aún sorprendido, Miguel, no atinó decir palabra alguna; su mirada reflejaba la confusión y la duda. Pero sobre todo la angustia que se apoderaba de sí. No podía o no quería entenderlo. Tampoco quiso escuchar explicaciones, ¿O ya las conocía? Tomó la pequeña caja, en la cual se encontraban sus pertenencias, bajo el brazo, miró por última vez la puerta que lo conducía a su antigua oficina y salió cabizbajo.

Carmen Rosa lo miró con tristeza. Estaba llorando. Miguel la observó, y continuó su camino. Sentía a su espalda la mirada de todos. Sólo se escuchaba sus pasos. La acostumbrada labor se había detenido, aquel instante para rendir culto al héroe vencido.

—Jordania, apúrate, hija, tu Papi está apurado, mi amor.

—Ya voy Mamá, sólo un momentico- respondió, desde su linda habitación, la simpática niña de cinco años, mientras se despedía de los amigos que siempre la acompañaban.

—¡Aquí estoy, Mami! – dijo la niña con las manos atrás y moviéndose coquetamente.

—¡Estás preciosa!

—¡Gracias, Mami! Vamos.

La tomó de la mano y bajaron las escaleras.

—Chao, Sr. Rafael, me cuida mi gatito y mi rosa, ¿sí?

—Chao, linda. Claro que los cuidaré – respondió el humilde hombre.

—¡Hasta luego, señora!

—¡Hasta pronto, Sr. Rafael!

—Aquí estamos, Papi.

—Disculpa, mi amor, estaba….

—¿En qué pensabas que estás sudando?

—En… en lo maravilloso que es tenerlas a mi lado.

El auto arrancó para perderse lentamente en la ciudad que lo tragaba día tras día, para dejarlo libre cuando el cansancio era lo más importante.

Tulio Aníbal Rojas

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