Miro hacia el sur.
Miro hacia el sur
de este espacio territorial
al fondo el cañaveral
semejante a una verde alfombra
que se mueve al vaivén del
viento desde la cúspide de este cerro,
observo allá en lo profundo
las colinas infinitas
que llevan a los Boros,
Cimarronas, Maracas, Ira,
y tantos pueblos, caseríos, aldeas
y poblados,
hollados valle arriba por las botas
iberas,
en el dieciseisavo siglo de esta era,
pueblos poblados después por los
africanos.
Sequía desértica,
tierra ocre y polvorienta,
aire pesado,
tarde triste.
Mi vista se pierde en cada detalle del
infinito,
donde las imágenes
se mezclan mágicamente
en el rictus sagrado del misterio,
caballos épicos de la fantasía heroica,
en cabalgata frenética
por la sabana interminable.
Allí tomado del tronco,
de un árbol xerófilo y milenario
pienso en el delirio del movimiento
involuntario.
Fugados de los trapiches y
haciendas
donde habían sido esclavizados
Tambor y cocuy,
Arepa, yuca y corronchos,
Caraotas e iguanas.
Leña seca y tres topias,
Budare, chirgua y tinajas,
candela y agua de rio,
chinchorros de dispopo,
esteras de enea,
elementos vitales en cada hogar
de los pueblos de esa ribera
inmensa de ese “Nilo de Occidente”
venezolano
allí donde se multiplican,
las hijas e hijos de la Ceiba Carvajal.
Que la pasión desbordada produce,
en el clímax del adulterio infrenable,
en el compartir glucoso
que permiten nuestros labios.
La lujuria animal,
que nos transforma,
y retrotrae al antepasado inspirador,
sonidos guturales y espontáneos,
silencian a las chicharras, abejorros y
cigarras.
Pero sobre el árbol milenario,
de tronco lleno de testimonios,
los pájaros hacen del crepúsculo
un concierto de romance
y un gran círculo de colores.
Pablo Quintero Rodríguez.
Del libro «Calles Lejanas».