¿Dónde estás?

¿Dónde estás?

¿Dónde estás? Te busqué al amanecer en medio de los volcanes, en silencio la brisa suave tiñó de rosa las cumbres inmaculadas, mis ojos se extasiaron como si estuvieran contemplando el arrebol de tus mejillas, pero no estabas ahí.

Mi corazón se llenó de tristeza como el vacío que lo envolvía desde lo más profundo. Aumentó la soledad. Quería escalar contigo las cumbres de los colosales guardianes, para desde la cima contemplar juntos la inmensidad del mundo.

Mis pies me llevaron a la gran urbe, en medio del bullicio de la gente que corría para empezar sus actividades cotidianas, a todos preguntaba: “¿Han visto a mi dulce amada?” Corrí junto con ellos, me dejé llevar por el remolino hasta el subterráneo, quedé comprimido en el vagón. Me preguntaba “¿cómo sería el contacto de tu cuerpo?”

Apretujado entre miles de personas vivía condenado al aislamiento, con el eterno deseo de estrecharte entre mis brazos.

Los vientos del destino me impulsaron a seguir el sendero, inmensas planicies se abrieron ante mí, en medio del suelo duro y polvoso, el sol me transmitió tu aliento cálido insuflando la vida en mi espíritu, como lo hace entre las resecas arenas del desierto. Le pregunté a la desolada vastedad: “¿Sabes en qué lugar se encuentra el aliento del amor?” Con su hálito me respondió en silencio, ese soplo marcó el rumbo que debía seguir.

Las alas de las aves me llevaron a los bosques en medio de abruptas sierras. “¿Dónde estás?” Pregunté al frescor de la tarde. La dulce melodía del viento al acariciar las agujas de los pinos era el acompañamiento de fondo a los trinos de los pájaros, dulce canto pregonero de una dicha infinita.

La angustia empezó a ceder, después de tanto tiempo comprendí la necesidad de ser paciente sin desistir. Inquiriendo a todos llegué a un valle, templado como la comprensión del corazón amante. Mis piernas decidieron hacerme descansar sentado en una roca, mirando las montañas azules y tras ella el fulgor dorado del atardecer impregnó el cielo, presagio del dulce mirar de tus ojos de miel.

La oscura cabellera de la noche cubrió el orbe, el canto de los grillos salía de invisibles rincones, las luciérnagas danzaban el vals de las estrellas para iluminar el corazón aislado. La vigilia produjo un silencio nuevo, adentro, muy adentro de mí. La pregunta rebotaba entre las paredes de mi ser buscando un resquicio para salir, pero el temor de ver frustrada nuevamente su respuesta me encadenó al mutismo. Me abandoné a la falta de luz y sonido, mi espíritu se fue sosegando, pero espantó el sueño. Cerré los ojos tratando de descansar.

¿Dónde estás? Rebotaba la pregunta de muchos años.

Llegó un nuevo amanecer, brilló tu rostro con la aurora, el color rosado de las nubes en tus mejillas enmarcó la grácil figura de tu sonrisa, resaltó sobre tu blanca tez; dos destellos de brillo ambarino alegraron el día naciente.

Cuando abrí lo ojos te vi. Al instante supe que eras tú, así me lo dijo la brisa que bajó de los volcanes, el calor de tu piel entre la multitud, la vitalidad de tu aliento en medio del desierto, la armonía de tu canto en el bosque, la dulzura de tus ojos al atardecer, todo enmarcado por tus cabellos oscuros.

Esa tarde, el contacto de tu mano me dio la certeza del final de la búsqueda, la vida encontró su sentido, tu amor. Tú y yo, desde entonces, siempre juntos en este valle maravilloso.

Phillip H. Brubeck G.

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