El Cristo de mi abuelita

EL CRISTO DE MI ABUELITA.

Con cierta curiosidad acudí al llamado de mi madre esa tarde. Ya me estaba esperando sentada en el sofá de la sala de su casa. Me incliné para saludarla con un beso en la mejilla y me indicó que me sentara a su lado. Después de unas palabras introductorias hizo una pausa, puso sus manos sobre un objeto que tenía sobre sus piernas envuelto en una servilleta en la que hacía años había bordado flores.

–Hoy te pido un favor muy especial, quiero que recibas este crucifijo –dijo mientras abría la servilleta– para que lo tengas en tu casa.

Cohibido lo recibí, de inmediato lo identifiqué, era el Cristo que siempre había visto en la recámara de mi mamá.

–Gracias mamá– alcancé a balbucear. Desde que tengo memoria siempre lo había visto sobre la cabecera de su cama. De momento no supe qué pensar.

–Cuando eras muy pequeño me lo regaló mi mamá y desde hoy quiero que te acompañe siempre. Sé que lo vas a cuidar bien.

En ese momento que revestía cierta solemnidad, por el regalo de algo tan especial, tuve ciertos sentimientos encontrados, pero, al momento en que lo puso en mis manos, le prometí cumplir su deseo.

Cuando regresé a mi casa, cogí un clavo y el martillo. Lo coloqué en mi recámara, el lugar de mayor intimidad en el hogar. Al contemplarlo me acordé de las veces en que mi abuelita venía a pasar sus vacaciones con nosotros, todos los días, ante ese Cristo decía sus oraciones. Recuerdo un Viernes Santo, yo tendría unos diez años, frente a Él rezamos el viacrucis, y en cada estación hacía una breve reflexión sobre el significado del momento que correspondía a cada una de ellas, de acuerdo con las circunstancias que estábamos viviendo.

Han pasado ya un par de años desde que ocupó su lugar de honor e mi casa.

Hoy es Viernes Santo, aquí estoy, con mi esposa, hijos y nietos, frente al Cristo de mi abuelita, la imagen de ella se proyecta ante mí, pequeñita, ligeramente encorvada, sus cabellos blancos, la piel llena de arrugas, para guiar nuestras preces al Salvador. Juntos empezamos a recorrer el camino de la cruz, desde que fue sentenciado a muerte.

¿Hasta dónde soy cómplice de esa sentencia? Cierto es que no he cometido ningún pecado capital; según mi conciencia ninguno ha sido grave, todos los he clasificado como veniales. No sé, me siento como el joven fariseo que afirmó que cumplía con todos los mandamientos. ¿No será mucha soberbia? Quizá ahí está mi falta. Sé que no soy perfecto, en mis pequeños pecados caigo una y otra vez, hasta me da vergüenza confesarlos porque no he sabido enmendarme, siempre los mismos.

Me siento más pequeño, más débil, no es posible que esos pecados que considero veniales sean más poderosos y me mantengan esclavizado en el secreto de mi vida íntima. Tal vez sea efecto de la cultura en la cual todo está permitido para el goce de la vida. Cada individuo tiene su medida de la verdad, del bien y del mal. ¡Oh, Dios! Pero si Él es la verdad, y su palabra nos enseña el camino del bien.

Las pequeñas envidias, solo pensadas, nunca por mí expresadas, se clavan como las espinas en su cabeza al no saber aceptar tan fácilmente los pequeños triunfos de los que me rodean; latigazos en su espalda es el callado desprecio que siento por quienes según mi criterio dicen tonterías, o sentir que tengo la razón frente a aquellos que parecen fanatizados.

Le pido a Jesús me ayude a seguir su ejemplo, a cargar con mi cruz para dejar a un lado mis defectos recurrentes, para que cuando caiga vuelva a levantarme y no pecar más.

Le pido al Cristo de mi abuelita, ese Dios que está más allá de la imagen que lo representa, para que en el silencio y la oscuridad del sepulcro, lo pueda encontrar y la luz de su resurrección me guíe para, con auténtica humildad, ser su testigo vivo y fiel, a pesar de mis imperfecciones.

Phillip H. Brubeck G.

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