Reflexión: Justicia y amor en el sacramento de la reconciliación

Reconciliación

JUSTICIA Y AMOR EN EL SACRAMENTO DE LA RECONCILIACIÓN.

La manifestación de los hijos de Dios.

El 4 de octubre de 2018, en la fiesta de San Francisco de Asís, el Papa Francisco emitió su mensaje para la cuaresma de 2019, como una guía para nuestras meditaciones de este tiempo litúrgico:

“Cuando se manifiesten los hijos de Dios, es decir cuando los cristianos y todos los hombres emprendan con decisión el “trabajo” que supone la conversión. Toda la creación está llamada a salir, junto con nosotros, «de la esclavitud de la corrupción para entrar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios» (Rm 8,21). La Cuaresma es signo sacramental de esta conversión, es una llamada a los cristianos a encarnar más intensa y concretamente el misterio pascual en su vida personal, familiar y social, en particular, mediante el ayuno, la oración y la limosna.”

“Ayunar, o sea aprender a cambiar nuestra actitud con los demás y con las criaturas: de la tentación de “devorarlo” todo, para saciar nuestra avidez, a la capacidad de sufrir por amor, que puede colmar el vacío de nuestro corazón.”

“Dar limosna para salir de la necedad de vivir y acumularlo todo para nosotros mismos, creyendo que así nos aseguramos un futuro que no nos pertenece.”

“Pidamos a Dios que nos ayude a emprender un camino de verdadera conversión. Abandonemos el egoísmo, la mirada fija en nosotros mismos, y dirijámonos a la Pascua de Jesús; hagámonos prójimos de nuestros hermanos y hermanas que pasan dificultades, compartiendo con ellos nuestros bienes espirituales y materiales.”

Tomemos este mensaje como un punto de partida para nuestra reflexión de hoy, y al final nos ayude a obtener conclusiones adecuadas para la transformación de nuestras actitudes y nuestras vidas.

La justicia.

“El mal es fuerte, tiene un poder seductor: atrae, cautiva.” El mal envuelve nuestra debilidad humana y nos arrastra a situaciones de pecado, las cuales afectan al individuo en su interior, y a su vez, se refleja en sus relaciones con las personas que le rodean al generar injusticias, hechos delictivos, violencia física y moral, con lo que se rompe la armonía en esa persona, en su familia, en su sociedad, como lo vemos diariamente, a veces somos nosotros, a veces son nuestros hermanos.

Ante este tipo de situaciones, especialmente cuando somos testigos o víctimas de una injusticia, hierve la sangre; nuestra primera reacción es el deseo de venganza, con firmeza sentenciamos: «el que la hace la paga». Queremos que impere de manera firme la justicia: «ojo por ojo, diente por diente». El espíritu de venganza genera violencia, y la violencia provoca más violencia, llevándonos a círculos viciosos de terribles consecuencias.

La justicia es una virtud cardinal, de acuerdo con lo que especifica Santo Tomás de Aquino en la Suma Teológica, es “la actitud moral «en virtud de la cual uno da con perpetua y constante voluntad a cada uno lo suyo» (ST II-II, 58,1). Quien practica la justicia no busca su propio derecho, sino que da y deja a los demás su derecho.”

“La justicia dispone a respetar los derechos de cada uno y a establecer en las relaciones humanas la armonía que promueve la equidad respecto a las personas y al bien común.”

Esto implica la aplicación estricta de la ley, precisamente para evitar la impunidad, pues cuando no se castiga al delincuente, prácticamente se le está permitiendo la continuación de sus actos en contra de la ley. El castigo es la consecuencia del delito, puede ser la condenación a la reparación del daño, una multa o privación de la libertad. En situaciones menores, sobre todo en la educación de los hijos, para corregir esas conductas incorrectas, los padres utilizan los regaños y en situaciones extremas «las nalgadas» para hacerlos reaccionar y enderezarles el camino.

Para que se haga justicia es necesario hacer comparecer al responsable ante un juez que se encargue de juzgar, de analizar la conducta delictiva, y de aplicar la sanción que marca la ley.

Un ejemplo de esto es cuando los fariseos llevaron frente a Jesús a una mujer sorprendida en adulterio, le recalcaron que la Ley de Moisés establecía el castigo de apedrearlas, y le pidieron emitiera su juicio con fundamento en ese precepto. Somos muy estrictos al momento de juzgar a los demás, siempre queremos que se aplique la ley de manera rígida.

Pero cuando nosotros somos los pecadores, buscamos la impunidad, o la condena menos severa.

El sacramento de la reconciliación: Dios y yo.

Si Dios fuera nada más justo, todos estaríamos condenados para siempre.

Como un medio para alcanzar el perdón de nuestros pecados, Jesús instituyó el sacramento de la reconciliación, mediante el cual el hombre reconoce sus faltas, sus pecados; con el corazón contrito los confiesa a Dios, a través del sacerdote, con el ánimo de no volver a cometerlos, y recibe una penitencia para el perdón de sus pecados.
Es lo que sucedió en aquella ocasión, quedaron solos Jesús y la mujer adúltera, como sucede en el confesionario, donde Jesús, a través del sacerdote, nos escucha. “Para él, antes que el pecado está el pecador. Yo, tú, cada uno de nosotros estamos antes en el corazón de Dios: antes que los errores, que las reglas, que los juicios y que nuestras caídas.”

Pero muchas veces, nos alejamos de su ejemplo, pues con el ánimo perfeccionista, de educar, de corregir, nos fijamos nada más en lo malo de los actos de nuestros hijos, de nuestros hermanos, de nuestro prójimo. Lo vemos y así, sin más, emitimos el juicio condenatorio por ese error, sin habernos fijado en todas aquellas cosas buenas que también hizo. Muchas veces, se acercan a nosotros con el pesar de sus errores, de sus pecados, buscando alguien que los escuche, que los comprenda, que los ayude a salir adelante. “Pidamos la gracia de una mirada semejante a la de Jesús, pidamos tener el enfoque cristiano de la vida, donde antes que el pecado veamos con amor al pecador, antes que los errores a quien se equivoca, antes que la historia a la persona.”

“Para Jesús, esa mujer sorprendida en adulterio no representa un parágrafo de la Ley, sino una situación concreta en la que implicarse. Por eso se queda allí, en silencio. Y mientras tanto realiza dos veces un gesto misterioso: «escribe con el dedo en el suelo» (Jn 8,6.8).”

“Con Jesús, misericordia de Dios encarnada, ha llegado el momento de escribir en el corazón del hombre, de dar una esperanza cierta a la miseria humana: de dar no tanto leyes exteriores, que a menudo dejan distanciados a Dios y al hombre, sino la ley del Espíritu, que entra en el corazón y lo libera. Así sucede con esa mujer, que encuentra a Jesús y vuelve a vivir. Y se marcha para no pecar más (cf. Jn 8,11). Jesús es quien, con la fuerza del Espíritu Santo, nos libra del mal que tenemos dentro.”

“Sin embargo, el mal es fuerte, tiene un poder seductor: atrae, cautiva. Para apartarse de él no basta nuestro esfuerzo, se necesita un amor más grande. Sin Dios no se puede vencer el mal: solo su amor nos conforta dentro, solo su ternura derramada en el corazón nos hace libres. Si queremos la liberación del mal hay que dejar actuar al Señor, que perdona y sana. Y lo hace sobre todo a través del sacramento que estamos por celebrar. La confesión es el paso de la miseria a la misericordia, es la escritura de Dios en el corazón. Allí leemos que somos preciosos a los ojos de Dios, que él es Padre y nos ama más que nosotros mismos”.

Cada vez que acudimos a Dios en el confesionario, encontramos la misericordia divina, Él escribe en nuestros corazones lo mucho que nos ama, el camino que debemos seguir, el cumplimiento de la ley del amor con respecto a nuestro prójimo, porque somos como el hijo pródigo, que estaba perdido y ha regresado al hogar paterno. Él siempre está dispuesto a recibirnos, a perdonar nuestras faltas, para que enmendemos nuestra vida. De la misma manera, debemos incidir con esas personas que se acercan a nosotros para que les ayudemos y sepamos transmitirles la confianza en el mensaje evangélico, a efecto de que puedan levantarse y seguir su camino.

Pero muchas veces, al conocer la magnitud de nuestra falta, nos sentimos solos, con el peso de nuestros pecados; sabemos que los hombres nos condenan, como lo hace nuestra conciencia, por lo que nos es difícil volver a levantarnos sin ayuda de nadie. “Solo sintiéndonos perdonados podemos salir renovados, después de haber experimentado la alegría de ser amados plenamente por el Padre. Solo a través del perdón de Dios suceden cosas realmente nuevas en nosotros (…) nos da un nuevo comienzo, nos hace criaturas nuevas, nos hace ser testigos de la vida nueva (…) sentirnos liberados y animados por el Señor, que nos hace empezar de nuevo”, pues nos da la certeza de estar acompañados por Él.

El ser humano es débil, fácilmente cae en la tentación del mal por eso “nos puede asaltar una duda: “no sirve confesarse, siempre cometo los mismos pecados”. Pero el Señor nos conoce, sabe que la lucha interior es dura, que somos débiles y propensos a caer, a menudo reincidiendo en el mal. Y nos propone comenzar a reincidir en el bien, en pedir misericordia. Él será quien nos levantará y convertirá en criaturas nuevas.” Es la confianza que debemos tener y dejarnos guiar dócilmente a través del amor divino que siempre necesitamos para redescubrirlo.

El perdón al prójimo.

En nuestro actuar como padres nos corresponde «juzgar» los actos de nuestros hijos, ya sea porque debemos corregirlos o porque se acercan a nosotros solicitando el consejo. De igual manera sucede con los amigos cuando nos platican cosas íntimas en la búsqueda de una palabra de comprensión y guía, aunque también cuando tenemos la confianza de hacerles ver nuestro punto de vista si consideramos que su actuar es incorrecto.

Bajo estas circunstancias, podemos hacer propias las palabras que el Papa Francisco dirigió a los magistrados italianos:

“Los tiempos y las formas en que se administra la justicia tocan la carne viva de las personas, especialmente de las más necesitadas, y dejan en ella signos de alivio y consuelo, o heridas de olvido y discriminación. Por lo tanto, en vuestra preciosa tarea de discernimiento y juicio, tratad siempre de respetar la dignidad de cada persona, «sin discriminación y prejuicios de sexo, cultura, ideología, raza, religión» (Estatuto, Artículo 9). Vuestra mirada sobre aquellos a quienes estáis llamados a juzgar sea siempre una mirada de bondad. “La misericordia es superior al juicio» (Carta de Santiago 2:13), nos enseña la Biblia y nos recuerda que una mirada atenta a la persona y a sus necesidades logra captar la verdad de una forma todavía más auténtica. La justicia que administráis sea cada vez más «inclusiva», atenta a los últimos y a su integración: en efecto, cuando se trata de dar a cada uno lo debido, no se puede olvidar la extrema debilidad que afecta a la vida de muchos e influye en sus elecciones.”

En momentos como esos, primero debemos saber escuchar en silencio, con atención, los sucesos, los pensamientos; si acaso, hacer algunas preguntas breves para obtener los detalles que nos permitan el cabal entendimiento del asunto.

Luego hay que analizarlo a la luz de la palabra de Dios. Conviene hacer razonar sobre la bondad o maldad de sus actos, de sus palabras, de sus pensamientos, induciendo las reflexiones para que se dé cuenta de ello, hacer que ese conocimiento surja de la persona con la que estamos dialogando.

Por último debemos darles el buen consejo que le ayude a seguir el camino. En pocas palabras, tratar con amor a quienes acuden a nosotros, no condenarlos, sino ayudarlos. Si queremos que sean justos, debemos darles justicia; si deseamos que aprendan a amar, debemos amarlos primero, pues el hombre “no puede dar únicamente y siempre, también debe recibir. Quien quiere dar amor, debe a su vez recibirlo como don.”

Ahora bien, “quien intenta desentenderse del amor se dispone a desentenderse del hombre en cuanto hombre”, esta indiferencia nos aísla en la cárcel del egoísmo al no importarnos las personas que nos rodean. “Siempre habrá sufrimiento que necesite consuelo y ayuda. Siempre habrá soledad. Siempre se darán también situaciones de necesidad material en las que es indispensable una ayuda que muestre un amor concreto al prójimo (…) Este amor no brinda a los hombres sólo ayuda material, sino también sosiego y cuidado del alma, un ayuda con frecuencia más necesaria que el sustento material.”

Sucede que el simple escuchar en silencio, con actitud comprensiva permite al otro recuperar la calma, pues todo el proceso de reflexión lo hizo solo, pensando en voz alta, pero con alguien a su lado, una persona que se interesa por ella y por sus problemas. La paz retorna al alma afligida con una palabra cariñosa, una caricia, una palmada en el hombro. No se requieren cosas materiales para auxiliar al necesitado.

Una vez que este acto ha concluido, debemos guardar celosamente lo que nos dijo, no divulgarlo a nadie y así evitar se divulgue como si fuese un chisme de vecindad. A veces, a pesar de que se le haya ayudado en el momento oportuno, si se dice lo sucedido a otras personas, puede provocar un daño mucho mayor, difícil de curar, aunque no haya tenido la intención de provocarlo.

Así mismo, debemos recordar que a cada derecho corresponde una obligación: si quiero justicia para mí, debo ser justo con los demás; si anhelo perdón, debo perdonar; si busco el respeto, he de respetar a mi prójimo.

El ejemplo de María.

“A un mundo mejor se contribuye solamente haciendo el bien ahora y en primera persona, con pasión y donde sea posible”. Así lo hizo la Virgen María durante toda su vida, y en especial durante su visita a su prima Isabel, frente a quien externó su alabanza a Dios en la oración que llamamos el «Magnificat», en la cual “expresa todo el programa de su vida: no ponerse a sí misma en el centro, sino dejar espacio a Dios, a quien encuentra tanto en la oración como en el servicio al prójimo; sólo entonces el mundo se hace bueno.”

Con esa humildad, con ese espíritu de entrega total, pongamos en el centro de nuestra a vida a Dios, para que en la relación con nuestros hermanos sepamos actuar con justicia y caridad en todo momento.

Phillip H. Brubeck G.

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