Cuento: Con un solo corazón

Cena de Navidad

Con un solo corazón

Navidad

El día amaneció gris, totalmente nublado, todo anunciaba que iba a ser similar al anterior, frío, con lloviznas constantes. Ni ganas dejaba para salir a la calle a hacer otras cosas, simplemente propiciaba el ánimo para quedarse en casa para gozar el calor de hogar.

Como era su costumbre matutina, Julio se sirvió una taza de café de Córdoba, con su exquisito aroma. Desde el primer trago se empezó a reanimar. Su esposa y sus hijos aún estaban dormidos. Con la taza en la mano, entre sorbo y sorbo, deambuló por la cocina, la sala y el comedor sin saber qué hacer, hasta que después de unas vueltas, se paró para tomar otro trago justo enfrente del calendario. En el contacto visual las pequeñas letras debajo del número de inmediato se agrandaron, adquirieron más cuerpo, se vistieron con el color de temporada de nochebuena para ubicarlo en el momento: “Segundo Domingo de Adviento”.

“¡Qué Bárbaro! -pensó- cómo pasa rápido el tiempo, ya se acabó el año, solo faltan veintiún días para Navidad.”

Sus pasos lo llevaron otra vez por las áreas comunes de la casa, las sintió vacías, algo les faltaba. Recordó que la noche anterior cuando regresaba del cine con su familia, vio muchas casas con sus extensiones de foquitos en las fachadas, por las ventanas se podían ver las luces de los árboles navideños, en algunas las coronas u otros adornos daban la bienvenida a la fiesta por venir.

Cayó en cuenta que no había hecho nada, se había dejado llevar por el ritmo de la vida cotidiana: entre semana de la casa al trabajo y del trabajo a la casa, para terminar rendido por el cansancio; el sábado y el domingo anteriores, se dedicó a atender cosas con la familia, surtir la despensa, ayudar a los niños con sus tareas, cubrir necesidades de los hijos y por alguna circunstancia, se les olvidó ir a misa, por eso le pasó desapercibido el primer domingo de adviento.

Cerca de la ocho vio a Rosario salir de su recámara, restregándose los ojos, la pequeña de cuatro años se le acercó, lo abrazó y le dio un beso.

– Buenos días papito.

– Buenos días mi chiquilina, ¿qué tal dormiste?

– Bien. Fíjate que soñé con los angelitos, vinieron por mí para jugar en el patio, y luego, me llevaron volando a Belén, la Virgen María estaba ahí con el Niño Dios, y ¿sabes qué?, ¿adivina?

– No, pues no sé.

– Pues que me dejó cargarlo, y luego, me dejó darle el biberón, y luego lo arrullé para que se quedara bien dormidito, porque está bien chiquito y bonito.

En eso se acercó Nidia, su esposa, les dio un beso a cada uno y se fue a la cocina para preparar el desayuno. El olor de los huevos con tocino hizo que se levantaran sus otros tres hijos. El bullicio inundó la casa, mientras comían cada uno hablaba de lo suyo, por su parte él les dijo que el plan para ese día era ir a misa y poner el nacimiento.

Durante la celebración eucarística se le quedaron grabadas las palabras de San Pablo en su segunda carta a los Romanos: “Que Dios, fuente de toda paciencia y consuelo, les conceda a ustedes vivir en perfecta armonía unos con otros, conforme al espíritu de Cristo Jesús, para que, con un solo corazón y una sola voz alaben a Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo.”

Se podía decir que él sí vivía este consejo de San Pablo, aunque a veces había pequeñas desavenencias entre sus hijos, sobre todo con Sebastián, el mayor ya en la adolescencia, que a veces se revelaba en su afán por ser independiente y de repente lo sacaba de quicio, pero nada que saliera de lo normal. En cambio veía cuánta falta hacía en otras familias donde los pleitos conyugales eran una constante; o personas amargadas que no permitían que los de su alrededor fueran felices; o familias que vivían en la misma casa, sin pelearse pero también sin amarse, cada uno con sus cosas, atados a sus teléfonos móviles y constantes actividades individuales, actuando como perfectos desconocidos.

De regreso a casa, su esposa auxiliada por Andrea y Sebastián, sus dos hijos mayores se pusieron a sacar del clóset el árbol y todos los adornos navideños, junto con ese espíritu de solidaridad humana y alegría que al parecer para muchos nada más lo dejan salir de su escondite con el brillo de las luces y las esferas. Por su parte, él junto con Rosario y Christian se dedicaron a recoger los adornos normales de la sala y el comedor, así como reacomodar los muebles para dejarles lugar a los de la temporada. Primero hay que hacer a un lado todas esas cosas que llenan el espacio, para abrir un buen espacio donde poner lo que embellece el alma.

Poco después Andrea y Nidia se metieron a la cocina para preparar la comida, la cual quedó lista un par de horas después, hecha con mucho cariño, lo que les sirvió de descanso, y después de la sobremesa continuaron acomodando cada cosa en su lugar: la corona en la puerta de entrada para dar la bienvenida a los amigos, diciéndoles que están listos para la gran fiesta, los adornos de fieltro en las puertas de las recámaras como acompañantes de los momentos de intimidad individual.

El sol decidió retirarse temprano, celoso porque las nubes y la constante llovizna no le dejaban libertad para alumbrar y calentar la vida. El aroma del ponche se escapó de la cocina (esa peculiar mezcla de olores predominantes de la canela, manzana y guayaba, empecinados en opacar al tejocote y las pasitas). Como si fuera la señal del fin de la jornada laboral, Julio, como de costumbre, cargó a Rosario para colocar la estrella en lo alto del árbol; Christian puso el último borreguito en el nacimiento; Andrea dio los toques finales a la corona de adviento; Nidia reacomodó el moño del adorno en la mesita de la sala; Sebastián encendió las luces.

– Vayan a lavarse las manos -ordenó Nidia- le cena está lista.

Todos obedecieron. Minutos después cada quien ocupó su lugar en el comedor, la señora colocó el pan dulce sobre la mesa y les sirvió sus tazas de ponche. Antes de empezar, los dos pequeños encendieron las dos primeras velas de la corona de adviento, Nidia hizo una pequeña reflexión sobre el significado del adviento como preparación de la Navidad.

Durante las dos semanas siguientes el ojo clínico de Nidia fue la clave para seguir con los preparativos de la gran noche, un sábado puso a todos a limpiar los vidrios de la casa, hasta hacerlos rechinar con el periódico, para que entrara la luz con toda libertad, sin ninguna mancha que la pudiera distorsionar, para dejar ver todas las cosas buenas de la vida con mayor nitidez.

Todos los días encontraba la forma de que sus hijos le ayudaran a mantener limpia la casa, barrer y trapear, sacudir cuadros y adornos, cada quien tenía que hacer algo, ni siquiera Julio se escapaba, pues a él le tocaba lavar los trastes de la cena, había que mantener limpios los sentimientos hacia los demás, ver a los parientes, amigos, compañeros de trabajo y de escuela, de manera comprensiva, procurando entender las causas de su actuar, buscando la armonía social, como dijo San Pablo.

Así llegó el 24 de diciembre, durante la tarde todos colaboraron para preparar la cena temprano. Terminaron de arreglarse justo cuando escucharon las campanas del templo parroquial con la primera llamada para la misa de la Natividad. Cuando terminó la celebración eucarística, ya en el atrio saludaron a varios vecinos, haciéndose la plática cada quien con los de su edad, anticipando la fiesta que les esperaba en sus casas y la ilusión de los regalos que le habían pedido al Niño Dios.

De regreso los envolvió el calor del hogar, mientras Nidia recalentaba la cena los demás pusieron la mesa, de tal suerte que a los pocos minutos todo quedó listo.

Rosario y Christian fueron los encargados de poner al centro de la mesa al Niño Dios como invitado especial, en el lugar de honor de sus corazones, festejando con alegría su nacimiento. De acuerdo con la tradición familiar a la más pequeña le correspondió encender la primera vela de la corona de adviento.

– Diosito -dijo la niña- te felicitamos en tu cumpleaños, queremos que siempre estés con nosotros, para hacer felices a todos los niños del mundo, te queremos mucho.

Para demostrar que ya estaba más grande, Christian con mucho cuidado encendió el cerillo sin ayuda de nadie, rápido lo puso sobre el pabilo de la segunda vela morada hasta que la flama se agrandó, por lo que de inmediato retiró el cerillo y le sopló para no quemarse los dedos.

– Niñito Jesús -dijo en tono serio-, hoy estamos muy contentos porque festejamos tu nacimiento, te prometo que siempre me voy a portar bien y le voy a hacer caso a mis papás, así como le hiciste tú con las Virgen María y San José.

– Niño Dios, como los pastorcitos que te fueron a ver en Belén cuando naciste, hoy te traigo de regalo mi corazón -rezó Andrea mientras encendía la vela rosa- quiero ser siempre tuya para ayudarte a que haya más felicidad en el mundo.

– En esta Navidad, te pedimos Señor para que ya no hayan tantas injusticias en el mundo -señaló solemne Sebastián cuando le tocó su turno de encender la tercera vela morada-, que se acaben las guerras en Irak, Siria y todo el mundo, para que la gente no sufran más por tanta violencia.

– Con la luz de estas velas ilumina nuestras vidas Señor -Nidia inició su plegaria al tiempo de comunicar la llama a la vela blanca-, permite que estemos siempre unidos en tu corazón, siguiendo tu ejemplo con alegría, para ser luz de amor y esperanza entre todas las personas que nos rodean.

– Señor, te damos gracias por todas las bendiciones que nos das en cada momento de nuestras vidas -oró Julio-, por estos hijos maravillosos, reflejo tuyo, acompáñalos para que sus actos siempre lleven el sello de tu bondad y amor. Gracias porque me has dado como compañera a Nidia, quien como la Virgen María, amorosa siempre está cuidando los detalles de la vida familiar. Bendice estos alimentos que por tu bondad hemos recibido en esta fiesta, dale pan a los hambrientos, justicia al oprimido, paz a la humanidad, como cantaron los ángeles el día de tu nacimiento.

En cuanto concluyeron las oraciones, Nidia sirvió la comida en los platos de cada uno, mientras Sebastián activó el estéreo para que los villancicos inundaran con sus notas la casa.

Phillip H. Brubeck G.

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