El gigante y la ardilla

El gigante y la ardilla.

Había una vez, hace mucho tiempo, un antiguo pueblo en medio del bosque, rodeado por altas montañas y grandes árboles de espeso follaje. Ahí, un helado día de invierno nació un bebé de oscuros ojos tan redondos como dos monedas de oro; el día fue tan frío que su piel quedó blanca como la nieve y su cabello se volvió azul. Lo llamaron Iver, porque no hubo nunca un día con tanta nieve en los tejados como ese en el que nació.

Poco a poco el tiempo fue pasando e Iver crecía y crecía más de lo que cualquiera podría haber esperado, de tal modo que, cuando apenas tenía trece años, ya tenía que utilizar ropa de adulto.

No era usual ver a alguien como él, pues resaltaba no solo por su altura sino por su cabello azul, siempre tan llamativo. Lamentablemente, el joven gigante vivía en un mundo hecho para personas de estatura promedio, así que debía agacharse para cruzar puertas y no golpearse la cabeza con las lámparas que colgaban del techo. ¡Peor aún! Usar el transporte público implicaba doblar tanto sus piernas que solían dormírsele, ocasionando que tropezara fácilmente al caminar. Al cumplir veinte años, alcanzaba ya casi los dos metros y no podía entrar a otras casas ni tiendas en el pueblo. Esto solía hacer sentir mal al noble gigante, así que se fue al bosque, donde no había techos rozando su cabeza.

En el bosque, solo los árboles y las montañas lejanas eran más altas que él. Encontró un claro donde solía dormir y paseaba al lago por las noches para bañarse. A veces, solo a veces, volvía al pueblo buscando comida y volvía siempre desanimado por las malas miradas que le daban el resto de los habitantes.

Un día, al volver con un pequeño saco de provisiones, conoció una pequeña ardilla, tal vez del tamaño de su pulgar y con las mejillas más regordetas que jamás había visto. Por poco la aplastaba, pero ella trepó rápida por sus piernas y su torso hasta su hombro, pasó por su cabello azul con cuidado y volvió al piso, a una distancia prudente para no ser pisada.

«¡Wow! ¡Nunca había conocido a alguien tan grande!», gritó sorprendida la ardilla.

«¿Te estás burlando de mí, bicho?», dijo Iver con el ceño fruncido, aunque, desde ahí abajo, la ardilla podía descubrir que no había maldad en él.

«¡Claro que no! De verdad me sorprende, ¡y me alegra que hayas venido! ¡Podrías alcanzar las bellotas más ricas y frescas por mí! ¡En lo alto de los árboles!»

Iver nunca había visto a alguien tan alegre por encontrarlo, salvo cuando le pedían que alcanzara a un gato atrapado en lo alto de una rama, o la lata al fondo en lo alto de la despensa. Eso lo molestó, pues él no había ido hasta el bosque para que lo usaran para favores, así que le dio la espalda y comenzó a alejarse de la ardilla. Sin embargo, esta movió sus patitas tan rápido como pudo para seguirle el paso y volver a trepar hasta él.

«Está bien, está bien, olvida lo de las bellotas, ¡pero no te vayas!» Insistió desde el hombro y dio un tironcito al lóbulo de la oreja. El gigante dio un manotazo que mandó a volar al roedor, y tan pronto como el agudo grito le hizo saber lo que había hecho, se apresuró a arrodillarse para ver si el animalito estaba bien.

«Lo siento mucho, de verdad lo siento.»

La ardilla pronto se puso de pie y se sacudió el pelaje.

«No importa, me he caído de muchos árboles antes, aunque nunca por hacer enojar a alguien», le sonrió ampliamente, mostrando así que estaba bien. No obstante, Ivar se veía apesadumbrado y arrepentido.

«No, no, todo es mi culpa. Mis piernas son tan largas y mira, ¡mi puño podría ser tu casa! ¡Es una maldición ser tan alto! No hay espacio para mí en ningún sitio, tengo que coser las mangas de mis pantalones y playeras, y siempre soy el primero en mojarse cuando llueve.»

La ardilla, compadecida del forastero, volvió a trepar hasta su cabeza azul y miró al cielo.

«Debe ser terrible, realmente no puedo imaginarlo, pero mira, estás más cerca de las nubes y las estrellas, seguramente con estirar la mano podrías tocar la luna. Quizás por eso naciste tan grande: para alcanzar las estrellas y la luna, solo alguien como tú podrías hacerlo.»

En cuanto la ardilla sintió que Iver alzaba el rostro, se agarró con cuidado a los mechones azules para no caer de nuevo. Los oscuros ojos del gigante reflejaron las blancas y esponjosas nubes que flotaban, una de sus manos se alzó por encima de las copas de los árboles hacia el cielo, apenas acariciando las suaves nubes que flotaban más bajas.

“No creo que de verdad pueda hacerlo”. Murmuró Iver inseguro, su mano bajó hasta el costado.

“¿De qué hablas?”

“Alcanzar la luna y las estrellas, siguen estando más lejos que las nubes.”

Iver llevó su gran mano a la cabeza para tomar a su diminuto amigo y lo puso sobre la rama de un árbol cercano, a la altura de su rostro.

“Quizás solo debas estirarte un poco más. ¡No te desanimes! Mira alrededor, mira todos los árboles de bellotas que hay. Las ardillas somos pequeñas y no vivimos mucho, nos olvidamos a menudo de dónde dejamos nuestras bellotas, pero así es como este bosque se ha creado. Toma tiempo, ¿sabes? Solo debes ser paciente.”

La ardilla intentó animarlo, sin embargo, Iver se sentía triste. Él quería ser de una altura como la del resto de los habitantes del pueblo, quizás volverse un buen artesano, pero sus manos eran demasiado grandes para moldear la arcilla.

“Olvídalo.”

Le dijo y le dio la espalda para ir a su claro, donde decidió recostarse para tomar una siesta que se prolongó hasta que el cielo oscureció. Entonces, Iver sintió cosquillas sobre una oreja antes de que algo abriera uno de sus párpados.

“¡Despierta, despierta! ¡Te necesitamos! ¡La luna se va a caer!”

Iver frunció el ceño al ver a su amigo ardilla encima, aunque pronto rio pues sentirla correr por su rostro y cuello le causó cosquillas.

“¿De qué hablas?”

“¡La luna está cayendo! ¡Lo dijeron las lechuzas! Y entonces trepé a mi árbol y lo vi ¡se está cayendo! ¡Tienes que evitar que se estrelle contra la tierra y se rompa!”

Iver miró al cielo, encontrándose con todas las estrellas que iluminaban el claro, se puso de pie ante la insistencia de la ardilla que no dejaba de tirar de sus orejas o su cabello y desde ahí lo vio: la luna se estaba cayendo.

“¡Rápido!” Le apresuró el roedor.

Sin dudarlo más, Iver corrió con sus grandes zancadas que sacudían la tierra y los árboles, despertando animales y causando revuelo allá en el pueblo, cuyas luces comenzaron a encenderse.

La luna se deslizaba hacia abajo con toda rapidez, amenazando acabar con el bosque, pero justo antes de tocar los árboles más altos, Iver extendió los brazos tanto como pudo y la atrapó. Apenas podía sostenerla.

“¡La atrapaste! ¡Lo lograste!”

“¿Y qué hago ahora?”, preguntó a su amigo.

La ardilla dio una vuelta entre el cabello azul de Iver, mirando alrededor, y entonces señaló una de las altas montañas.

“¡Ahí! ¡Hay que llevarla ahí!”

Iver se giró a ver la montaña: era la más alta de todas y la punta siempre estaba cubierta por nieve, sin importar la estación del año.

“Vamos juntos, ¡corre!”, apremió la ardilla, sin embargo, Iver no se movió.

“No puedes ir conmigo, te congelarás.”

“No importa, puedo esconderme en tu bolsillo, pero quiero ir contigo.”

La ardilla tenía tanta determinación en sus ojos que Iver no tuvo otra opción sino aceptar. La noche todavía sería larga, pero no perdió más tiempo para subir hasta lo alto de la montaña con la luna en la espalda. Se aseguró de que su pequeño amigo estuviese a salvo de la ventisca que cubría aquella cima y azotaba con fuerza contra la pálida piel de Iver.

Cuando se detuvo en lo más alto, movió la luna llena y se estiró tanto como le fue posible, incluso se puso de puntitas para ponerla de nuevo en su sitio.

“Mira, ¡lo logré!”, llamó Iver a la ardilla, pero no escuchó ninguna respuesta ni sintió las patitas trepando por su cuello hasta la cabeza.

Entonces se asomó a su gran bolsillo, ahí estaba su amigo hecho un ovillo ante el frío, sus ojitos cerrados, su pequeño pecho subiendo y bajando con calma.

“Tenías razón, solo yo podía hacerlo, pero no podría haber salvado la luna sin tu apoyo.”

Murmuró antes de cerrar el bolsillo y bajar de la montaña, de regreso al bosque donde viviría al lado de su amigo ardilla.

Diana Brubeck.

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