El vuelo del águila

El vuelo del águila

Había una vez un niño llamado Aarón quién vivía en nuestra hermosa ciudad y estudiaba en un preescolar llamado JI «Niño Simón». Un día su maestra le asignó como tarea escribir un cuento que relatara la belleza de los sitios turísticos de Mérida.

Cuando llegó a su casa almorzó, durmió un buen rato; al despertar, le comentó a su mamá, quien de inmediato buscó un álbum y le mostró fotos de los lugares más lindos del Estado.

—Pero mamá, ¿por qué mejor no vamos en el carro y visitamos esos lugares? —expresó el infante.

La hermosa mujer pensó un instante, sonrió, y con ternura le respondió.

—Está bien, mi amor, iremos a conocer los sitios turísticos que tú digas, ¿te parece?

Contento, Aarón agregó:

—Quiero ir al páramo, al teleférico…

—¡Así será, así será, mi hermoso príncipe!

La tarde para el niño transcurrió entre el juego y la expectativa de lo que sería el paseo.

Esa noche fue larga. Despertó más temprano que nunca para no perderse el fantástico viaje. Tomó su pequeño bolso y fue en busca de su mamá, quien ya esperaba por él en el comedor.

Le pidió la bendición y se acercó a ella, quién le recibió con una hermosa sonrisa.

—¡Hola, mi amor! ¿Cómo amaneces?

—¡Bien, mami! —respondió mientras pedía la bendición y recibía un tierno beso.

—Ahora vamos a desayunar para que salgamos pronto.

—Sí, mami —intervino, y desayunó tan rápido que su mamá se sorprendió.

—¡Guao, así debe ser siempre, Aarón. Comerse todo y rápido!

—Está bien, mami. Te prometo que…

—No es necesario que prometas nada, simplemente hazlo.

El carro era muy bonito. A Aarón le encantaba viajar en él para ir a la escuela, pues dormía un poco más antes de entrar a clase, y de regreso aprovechaba para que su mamá lo llevara en brazos hasta la casa.

—Vamos a empezar por el páramo —dijo su mamá.

—¡Yupiti! —gritó.

La alegría lo embargaba. Esta vez no había sueño; sí, mucha emoción. Sus pequeños ojos brillaban como cuando recibía un juguete nuevo.

El solo hecho de pensar en lo que significaba recorrer parte, al menos, de los incontables lugares con que cuenta la ciudad, hacía del momento en verdad espectacular.

El recorrido por el maravilloso paisaje lo hacía cada momento más y más feliz. En la medida que avanzaba, la vegetación iba cambiando de aspecto ante sus ojos. Sus ríos cantaban al pie de la montaña y sus versos cargados de tristeza por la tala, la contaminación de su caudal, las construcciones en sus riveras, escalaban las pendientes hasta encontrarse con sus oídos, invitándolos a observar su marcha indetenible hasta confundirse con el majestuoso coquivacoa. Los árboles mostraban sus matices de vistosos colores, y el clima iba lentamente, como el viaje, haciendo su desdoble, dejando atrás la meseta de los Chamaes para acercarse al cielo cada vez más próximo a sus pequeños ojos ya de por sí dilatados ante el encanto.

A medida que el vehículo avanzaba, observaba la carretera y lleno de sorpresa, expresaba:

—Parece una culebra de color negro, gris y blanco que nos persigue, mami.

—¡Jajajaja! Excelente comparación, hijo —agregó la bella mujer, sonriendo de felicidad—. Ahora vamos a procurar que no nos alcance.

Cuando llegaron a la cima, se detuvo a tocar el frailejón, observar la carretera y el paisaje adornado por diminutos arbustos.

—Hace mucho frío, mamá.

—Lo sé. Por eso te dije que trajeras la chaqueta de tu hermana.

—¡Lo siento, mami!

—Tranquilo, búscala en la maletera —ordenó.

—¡Gracias, mami, te quiero!

—Yo también, mi amor.

La mamá le señaló los altos picos de la cordillera de los Andes.

—Esas, montañas, Aarón, son los picos más importantes, llamados también las cinco águilas blancas en semejanza a lo blanco en las crestas. Es la tierra de Momoyes, duendes, del Dios Ches, la Diosa Chía y la meseta de los Chamaes, es decir, Mérida.

Las águilas blancas de nuestro amado y recordado Don Tulio habían levantado vuelo aquel maravilloso día cuando apenas despuntaba el alba, dejando caer ligeras plumas sobre el lugar, cubriendo del sagrado color el valle, quizás a la espera del mejor momento para volver a posarse majestuosas cada una sobre un risco de la enigmática cordillera de los Andes.

—¡Qué hermosos, mami!

—La carretera se llama trasandina y fue construida hace muchos años —Le explicó, fijando su mirada en cuanto observaba.

Una hora después, se encontraban tomando un rico chocolate en pico: collado del cóndor, disfrutando de la poesía de Luz Caraballo, visitando la capilla de piedra del artista y mejor humano, Juan Félix Sánchez.

La mañana transcurrió entre la mirada y la admiración del niño por aquel lugar tan hermoso.

Por la tarde regresaron a casa. Cuando llegó su papá le contó lo feliz que había sido y lo mucho que la había gustado el paseo.

—Y mañana, papi, iremos al teleférico, parque Beethoven y a los chorros de milla.

—¡Qué bueno, hijo, me alegra! Ahora ve descansar para que mañana tengas más energía y disfrutes con mami.

Les pidió la bendición a sus padres, contento de haber pasado un día inolvidable, y presa del cansancio se quedó profundamente dormido en los brazos de la madre, quién lo condujo a su habitación. Soñó que una de las águilas blancas lo cargaba en sus alas y lo llevaba por el cielo hasta un lugar suave: su cama, lo cubría con su caluroso cuerpo; instante después lo despedía con un tierno beso de su dorado pico y remontaba su vuelo escaleras abajo. Aarón sonrió y se envolvió en la cobija, dejando escapar un suspiro en señal de dicha y felicidad.

Al día siguiente, llegó corriendo al comedor, contando el sueño.

—¡Qué lindo, mi amor. Gracias por contármelo!

—¡Por nada, mami!

—Ahora a desayunar que el paseo continúa y a lo mejor hoy también esa águila hermosa, como dices, te llevará en sus alas.

—¡Ojalá, mami, ojalá!

Cuando llegaron al incomparable lugar de la ciudad, su mamá le explicó:

—Este es el sistema teleférico más alto y largo del mundo, hijo. Parece mentira, pero es verdad.

—Suena espectacular —expresó, Aarón.

—Ya lo verás. Estoy segura que te sentirás una vez más volando. Es un sistema moderno que sigue mostrando al mundo su belleza, elegancia y excelente servicio.

Aarón observaba con sorpresa cómo la ciudad de se iba poniendo más y más pequeña a medida que avanzaba la cabina.

—¡Mami, estamos como volando!

—¡Te lo dije, jajajaja!

Pronto llegaron a la estación “La Montaña”. El niño se acercó al amplio ventanal y consintió por unos minutos el lugar de donde venía con su amada madre.

—¿Podemos continuar, Aarón?

—Sí, mamita.

Cuando arribaron a la estación “Loma Redonda”, sintió frío. Su mamá lo abrigó y salieron a dar un paseo por el lugar, conocer las lagunas y sentir que estaba en un sitio mágico.

La última estación le permitió acercarse a la imagen de la Virgen de las Nieves. Jugar con la nieve, todavía presente en el mágico lugar aunque escasa, producto del calentamiento global, es una experiencia inolvidable. Observó por largo rato, el pico identificado con el nombre del inmortal Simón Bolívar a 4,097 msnm., y sonrió una vez más.

—Aarón, tenemos que regresar para continuar con el paseo.

El niño observó una vez más el fantástico lugar y emprendió su regreso hasta donde se encontraba su mamá.

—Listo, mami.

—Vamos mi apuesto príncipe, hora de comer.

—¡Qué rico!

El almuerzo fue divertido. Aarón se comió todo una vez más, lo cual hizo feliz a su madre, quién pensó: «como que voy a tener que hacer esto más a menudo».

Pocas nubes dialogaban con el azul del firmamento que parecía eclipsado por el pincel celestial que mostraba lo mejor de su creación.

—Ahora la ciudad crece mami y la montaña va quedando atrás —manifestó el pequeño.

Aarón hubiese querido tener más ojos y más tiempo para disfrutar de cuanto ofrecía aquel paradisíaco lugar de la geografía nacional. Sentir su encanto, estando en el propio lugar, era para él algo difícil describir.

Un rico helado de mantecado intervino para hacer más especial la aventura vivida por Aarón aquel inolvidable día, al momento de dirigirse a observar el famoso parque Beethoven con su reloj de flores y su enigmático estampado en una casa modelo alemán que, guiado por los míticos seres, avanzaba al compás de su mirada, mostrando el complejo sistema de agujas inventado por los ingleses, en una parsimoniosa danza que parecía infinita.

—Hijo, nos queda un lugar para completar nuestra ruta turística —le dijo sonriente su mamá.

—Sí, mami, vamos, quiero ir al zoológico Chorros de Milla —expresó el niño mientras lamía su dulce manjar.

Su ingreso al reconocido espacio, de inmediato fue abordado por una chica, quien se identificó:

—¡Bienvenidos! —Intervino la hermosa mujer—. Me llamo, Tibisay, seré su guía.

Les entregó la guía de visita y de inmediato se puso en marcha.

Aarón miraba a todos lados. Sintió tristeza al ver animales prisioneros del progreso y la vanidad de quienes no reconocen la hermandad pluriversa de todos los seres de la creación.

—Sí no fuera así, seguramente no podrías verlos de cerca —explicó la joven guía y continuó su camino.

Cuando llegaron a la cascada, la joven guía le hizo recordar el llanto de la princesa aborigen cuando su amado cacique se despidió para ir a defender su tierra, su cultura, su honor ante el invasor español que la profanaba, y nunca regresó. Allí se detuvieron en su puente de madera a escuchar el llanto de Caribay, fluyendo por entre las resbaladizas rocas, lamentando la tragedia de su amado, y el dolor del conquistador quién fracasó en su intento de hacerse con su desgarrado corazón, y terminó sucumbiendo ante la selva que ocultó la belleza de la hermosa princesa para siempre.

—Mami, ¿y cuándo dejará de llorar? —Preguntó el curioso niño.

—Seguramente cuando su águila favorita remonte vuelo, venga por ella y la lleve junto a su amado y sean felices para siempre —respondió su madre con lágrimas en sus claros ojos, sin dejar de mirar y sentir la caída del agua.

—Cómo dicen los cuentos de hadas, mami.

—Sí, mi amor, y ahora vamos a casa, ya la tarde comenzó a bajar los brazos, invitándonos a culminar nuestro hermoso recorrido por un pedacito de la tierra de gracia pintada en la cordillera de los Andes venezolanos.

—¡Gracias, mami! —Hizo una pausa, miró al cielo y dijo — sabes, ¡tú eres mi águila blanca!

—¿Por qué lo dices, mi amor?

—Porque siempre me cargas en tus brazos cuando estoy dormido.

—¡Gracias, y sabes algo más: siempre abriré mis alas para llevarte por todo el mundo, y seas feliz, muy feliz!

Tulio Aníbal Rojas.

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