Cuento: Un revólver ante los ojos

Pistola

UN REVÓLVER ANTE LOS OJOS

Qué fácil resulta mirar a la cara de quien nos está apuntando con una pistola cuando somos nosotros los que nos consideramos anticipadamente muertos. Yo he tenido un arma apuntándome a los ojos y sé de lo que estoy hablando. Nunca imaginé que habría de vivir un momento tan aciago como ese, y menos aún que lo viviría con la frialdad con que lo hice. Algunos dicen que es más fácil vivir cuando se está convencido de que uno no es más que un cuerpo, un cuerpo que se mueve y camina, pero al que le falta la capacidad de querer. También yo lo creía.

El hombre que me estaba apuntando me pidió por dos veces que me pusiera de rodillas y, por dos veces, yo me negué. Mi negativa le sirvió para lanzarme un comentario mezquino: «Morir de pie te parece más digno, ¿o es que quieres salpicarme con tu sangre?».

Le había conocido meses antes y desde entonces su aspecto físico había cambiado visiblemente. Había engordado y su peso creciente se advertía de manera especial en su rostro y en el cuello, en el que, a menudo, daba la impresión de brillar una ligera capa de sudor.

En cuanto al motivo de su amago de asesinato, debo confesar que nunca lo supe con claridad. Había cierto odio en él, siempre lo hubo, aunque su odio estaba más ligado a su propia forma de ser que a alguna razón concreta derivada de su relación conmigo. Aun así, en cierta ocasión, nos acaloramos, y llegó a amenazarme, pero no me lo tomé en serio. Conocía bien su soberbia y su frialdad en el trato con las personas y también que, en su caso, por algún motivo, todos lo soportábamos sin darle especial importancia. Creo que, en gran medida, fue eso lo que le hizo creerse prácticamente impune.

Hoy me pregunto si yo no fui un experimento para él y aquel día su intención no era descubrir cuál era su límite. En el pasado, alguna vez, me acusó de andar ciego por la vida y de no saber gestionar mis negocios, y tendía a censurarme utilizando mil excusas distintas. Yo me defendía, pero él solía insistir y encararse de nuevo conmigo, y al final terminaba por dejarle hacer.

En cierta ocasión fue más lejos y, mirándome a los ojos fijamente, me dijo: «Si sigues así sólo puedes esperar lo peor». No me molesté en preguntarle qué quería decir con ello.

El día en que dio el paso de apuntarme en la cara con su revolver iba a ser, en principio, un día especialmente tranquilo. Había decidido tomarme el día libre y me iba a dedicar a pasear, hacer algunas compras y después irme a comer a algún buen restaurante y en ningún momento se me pasó por la cabeza que me encontraría con él, pero el azar quiso que nos cruzáramos accidentalmente en el momento en el que yo salía de una tienda en la que él estaba a punto de entrar.

Al verme, me consideró, como tantas otras veces, con cierta condescendencia y, tras intercambiar las primeras palabras, me dijo que me invitaba a comer e insistió en que fuéramos a un restaurante a las afueras. Durante la comida se mostró algo provocador y yo le lancé alguna ironía, cumpliendo con el guion de nuestro trato habitual, pero eso no alteró ni un ápice su seguridad en sí mismo y la arrogancia de su actitud hacia mí. Inesperadamente, cuando habíamos llegado al postre, insistió en llevarme a ver el piso que había comprado. Fue a partir de ahí cuando empezaron realmente los problemas.

El alcohol que había bebido durante la comida, su carácter, la dinámica de aquel día extraño en tantos sentidos, mi actitud habitual, nuestra relación tal como se había definido hasta entonces: todo se combinó para que se dejase llevar y optase por ir más lejos, y aunque fuera en gran medida el mismo de siempre, en esta ocasión, probablemente debido a su sentimiento de impunidad, quiso ir más allá de todo lo peor que había cometido hasta entonces.

El piso estaba a medias amueblado y reconozco que me gustó mucho. Le felicité por la compra y le dije que había hecho una excelente elección. Mientras yo hablaba, él me escuchaba inmóvil mirando por la ventana del cuarto de estar. Una vez que hube terminado, dejó pasar unos segundos y, de pronto, para mi sorpresa, empezó a hablarme con un tono ofendido:

– No seas falso… Estás hablando por hablar. A lo mejor te crees que soy tonto y me puedes insultar de cualquier manera.

– Yo no te estoy insultando –dije sin alterar la voz, sabiendo que era inútil hacerle razonar sobre la acusación que me acababa de hacer.

Y después añadí:

– ¿Para qué me has traído aquí si no puedo decirte nada?

– No me gusta que me tomen el pelo.

– Yo no te tomo el pelo.

– ¡Por supuesto que sí!

Esta vez preferí callarme. En esos momentos mi único deseo era sólo terminar aquella conversación y marcharme. Se lo dije y lo único que conseguí fue que su tono se alterase aún más y me dijera que había llegado el momento de que yo pagara por todo lo que le había hecho. Estaba atónito. «¿Todo lo que le había hecho?». Aquellas palabras me parecieron tan ridículas y fuera de lugar que la única explicación que encontré fue que se trataba de un pequeño rapto de locura. Di algunos pasos en dirección a la puerta de la calle.

– ¿A dónde vas? –me dijo alzando la voz.

– Déjame en paz –le dije–. Estás yendo demasiado lejos.

– No te atrevas a dar un paso más.

– Me voy, estás loco –insistí.

En esos momentos, a punto de salir del cuarto de estar, me encontraba de espaldas a él, así que me sobrecogieron aún más las palabras que dijo a continuación:

– Si te mueves, disparo.

En ningún momento dudé de que me estaba diciendo la verdad, así que me di la vuelta y efectivamente allí estaba él con la pistola en la mano apuntándome. Una inmensa tensión me recorrió todo el cuerpo y se apoderó de mí un miedo profundo que me impedía prácticamente articular palabra. Sin embargo, el instinto de supervivencia me dio la fuerza necesaria.

– Cálmate, ¿qué estás haciendo? –reaccioné.

– A mí me parece evidente.

– ¿No te das cuenta de que puedes arruinar tu vida?

– ¿Por qué? Eres tú el que vas a morir, no yo.

– ¿Y mi cadáver? Te descubrirán.

– No te apresures tanto. Vayamos poco a poco. Primero ponte de rodillas.

Me negué, insistió y volví a negarme, ante lo cual dio dos pasos hacia mí y acercó su revolver a mi cara. Ni su mano ni su gesto temblaban.

Son muchas las ideas que se me pasaron por la cabeza en esos momentos y entre ellas, una que reflejaba hasta qué punto me sentía desconcertado y su comportamiento despertaba mi propia visceralidad: el intenso deseo de escupirle. Trataba de no tomarme en serio lo que me estaba sucediendo, pero aquel empeño racional no llegaba a mis sentimientos, y me sentía realmente asustado.

En medio de la extraordinaria tensión de esos momentos, aún tuve ánimo para observar que, poco a poco, estaba cayendo la tarde y la luz era cada vez más escasa.

– Si lo que te propones es dispararme, ¿por qué tardas tanto en hacerlo? –le dije, tratando de sorprenderle.

No me contestó a esas palabras. Eran demasiado directas y creo que no tenía respuesta porque ni él mismo sabía lo que iba a hacer.

Ante sus dudas, me atreví a insistirle:

– A lo mejor te ayuda a decidirte saber que no me asusta la idea de morir. Durante el tiempo que tardes en apretar el gatillo, será angustioso y estaré imaginando y pensando en mil cosas, pero cuando dispares, se hará un blanco o un negro perfecto, y ya nada importará. Será imposible que vuelva atrás. Y eso es liberador.

Aquellas palabras le descolocaron, no se las esperaba y sólo dijo:

– Eres un estúpido.

Por mi parte, me sentí tentado a repetirle que diera el paso de disparar y mi insistencia consiguió por fin el efecto de hacerle bajar la pistola.

Permanecimos así aún unos minutos, rodeados por una oscuridad creciente y un silencio cargado de sentido. En eso coincidíamos los dos: la escena que acabábamos de vivir era tan absurda e insensata que no era fácil encontrar alguna palabra.

Momentos más tarde, cuando empecé a bajar las escaleras después de haber salido de su flamante piso sin ni siquiera molestarme en cerrar la puerta, un pensamiento me vino, casi como una visión, a la cabeza: si el mal existe, si el mal es siempre reprobable y condenable, y lo que acababa de vivir era una expresión del mal, ¿cómo era posible que se manifestara de una manera tan ridícula y que, por ello, mereciera un desprecio aún mayor por ese ridículo que por la amenaza que había supuesto para mi vida?

Ramón de la Vega.

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