Por azar, parte 1.

En estado de coma.

 Edificio de enfrente.                                  

Desde su habitación y en aquella postura el paisaje era invariable, monótono, feo y aburrido. Solo se alcanzaba a ver la parte alta de un edificio (probablemente construido en los años setenta) en la que nada más había cinco ventanas, todas iguales y vestidas con sus respectivos visillos, los cuales parecían también sacados del mismo patrón. Lo único que rompía la homogeneidad era un balcón ―evidentemente de posterior construcción― que agredía escandalosamente la uniformidad de la fachada. Para más inri, estaba acristalado y la estructura tenía un espantoso color café con leche, casi mostaza, que hacía del conjunto una llamativa, original y vomitiva composición. Lo peor de todo era que cuando uno miraba por la ventana, maquinalmente los ojos se desplazaban hacia aquella chapuza, donde se quedaban largo rato posados como si fuera la primera vez que la vieran.

 

Sobre las quintillizas ventanas había también una fila de ventanucos, encima de los cuales, a unos veinte centímetros, descansaba la cornisa de un ático. De este apenas podían visualizarse unos adoquines rojos y las salidas de humos de las casas (las cuales, por cierto, estaban bastante sucias). Se insinuaba, eso sí, un minúsculo trozo de cielo; para verlo más amplio, habría que aproximarse bastante a la ventana y eso, lamentablemente, era prácticamente imposible.

 

A decir verdad, Daniel estaba cansado ya de tanta monotonía, la cual ―estaba seguro― influía sobremanera en su estado de ánimo. Con frecuencia recordaba –y añoraba- cuando, años atrás, podía ver variopintos paisajes que en nada se parecían al cuadro que se le presentaba en la actualidad: jardines, bosques, lagos, ríos; un cielo inmenso de tonalidades cambiantes, con o sin nubes, y estas también de diferentes colores y formas. También podía ver entonces edificios, evidentemente; cerca o lejos, incluso en otras ciudades. Calles, coches, alambradas, animales domésticos y salvajes… Pero de eso hacía ya mucho tiempo. Ahora, cuando los visillos de su ventana estaban abiertos, el cuadro que le ofrecían era lo más parecido que podía tener a una excursión. Sí; porque lo habitual era tener como paisaje el techo; un techo uniformemente blanco, sin una mancha que rompiera la aburrida monotonía de la pintura en la que poder entretenerse repasando mentalmente –aunque fuera una y otra vez- los bordes irregulares de sus límites. Solo cuando alguna tímida sombra impactaba en el techo, tenía la ocasión de salir de tan deprimente equilibrio. Pero eran sombras tan livianas que casi no tenían contornos. Y además eran fugaces. Relativamente fugaces: poco a poco se iban difuminando hasta fundirse con el resto de la pintura del techo, más mortecina que a mediodía, pero uniforme al fin y al cabo; lo cual era sinónimo de la vuelta al aburrimiento y el punto final en su entretenimiento. En las horas siguientes, ese blanco mortecino iba mutando de manera imperceptible hasta que, en un momento dado, el techo presentaba un color grisáceo indefinido que coincidía con la entrada, lenta también, de la penumbra. En ese periodo de luz y color neutros, imprecisos, a los que se sumaba ―sin saber por qué― un cierto grado de ansiedad, era difícil encontrar algo con lo que distraerse y la espera entonces  se hacía eterna.

 

Ah, sí: la espera. La espera porque, de forma infalible, pasado un rato de duración imprecisa alguien encendía la luz. El fogonazo, aunque previsto, siempre pillaba por sorpresa las dilatadas pupilas de Daniel y, en esas milésimas de segundo que tardaban en contraerse, había un instante en el que todo se volvía negro. Un instante tan molesto como despreciable. Sin embargo, con la luz encendida el panorama cambiaba, pues en el techo aparecían sombras con extraños contornos ―eso sí: siempre las mismas―, a las que se les podía hacer corresponder, con mucha imaginación, una figura real. Era una suerte que fueran tan irregulares porque al menos, en su ambigüedad mórfica, podía buscar diferentes similitudes con una misma sombra.

Unos minutos más tarde, empezaría el movimiento: alguien entraría en la habitación cargado con sábanas limpias y utensilios para su baño, el cual, lógicamente, tendría lugar en la misma cama. Como todos los días, dos varones empezarían a asearle; se dirigirían a él en voz excesivamente alta, como si fuera sordo. Ellos preguntaban y ellos se contestaban: las mismas preguntas y las mismas respuestas de cada día durante cuatro años. Él, normalmente, ya ni escuchaba, ¿para qué? Los días que les prestaba atención solo conseguía una dosis extra de malhumor, pues, tras las primeras palabras supuestamente dirigidas a él, se establecía entre sus cuidadores una charla totalmente ajena a su persona; charla que a él ni le iba ni le venía, pero que consideraba de marcada mala educación al haber un tercero delante ―él― que no podía ser partícipe de la misma y al que ignoraban notoriamente en su conversación mientras trataban su cuerpo de manera casi maquinal. Si pensaba en ello, solo tenía dos opciones: sentirse como un muñeco de trapo y hundirse en su miseria o aquella por la que normalmente optaba, que era mantenerse al margen de todo.

En términos marineros, como él mismo solía pensar, ponerse al pairo.

Así, al pairo, había conseguido incorporarse al mundo rutinario que le engullía por todos los flancos. No había sido fácil, pero conocía su pronóstico y era la mejor opción ante su coma irreversible, estado que había escuchado tantas veces desde su silencio. En cuatro años, tuvo tiempo de sobra para sufrir, llorar, deprimirse, enrabiarse, tratar de hacer trueques con el ya olvidado Dios y, al final, resignarse. No aceptarlo, no: Resignarse. Él, que nunca había sabido distinguir a fondo entre ambos términos, lo aprendió por experiencia rápidamente. Por eso ya casi nunca se enfadaba cuando sus cuidadores le hacían el aseo y la gimnasia sin tenerle en cuenta; se dejaba hacer, ¿qué otro remedio quedaba? Si se enfadaba, apenas se sentía en unas leves rigideces de algunos músculos o en una insignificante dificultad más para darle la vuelta en las tareas que le procuraban. Ellos ni se enteraban y a él le quedaban como secuela la frustración y el dolor muscular. Además, en el fondo, no era muy justo con ellos porque todos los cuidados se los hacían con delicadeza y esmero, sin prisa, meticulosamente; lo que ocurría es que, dado su estado, pensaban que no podía entender, quizá incluso ni oír puesto que le hablaban muy alto cuando se dirigían ocasionalmente a él al llegar, o cuando iban a moverle, a cambiarle de postura… Tenía que reconocer que era un poco duro en su juicio. Claro que, dadas las circunstancias, se le podía perdonar.

 

Una tarde, durante el cambio de sábanas, sus cuidadores iniciaron la conversación sobre las vacaciones de verano. Él ya estaba a punto de introducirse en una ensoñación sobre aquellos años felices de playa con sus hermanos y padres cuando oyó que hablaban de las suplencias. ¡Las suplencias! Parecía, por lo que llegaba a entender, que les habían concedido las vacaciones a los dos a un tiempo, por lo que las personas que se encargarían de él durante ese mes serían las dos nuevas. Ojalá fueran comprensivas y tuvieran en cuenta que él era un ser humano (aunque no pudiera dar muestras de ello). Tenía miedo al cambio de cuidadores aunque, para ser sinceros, normalmente tenía suerte. Como la tenía con el cuidador que sustituía a los habituales cuando estos libraban: el correturnos, le llamaban. Este se dirigía a él continuamente, aunque el compañero a veces intentara iniciar nuevas conversaciones.

 

Aquel día, la mañana se presentó radiante. En las habitaciones había doble cristal, por lo que las persianas se podían mantener abiertas a pesar del intenso calor que hiciera  afuera. Para él, la diferencia fundamental radicaba en la luz y en el color del pequeño trocito de cielo que lograba ver desde su postura ladeada en la cama. Esa mañana, sin saber por qué, se encontraba mejor de ánimo, como si se le hubieran ensanchado los pulmones y pudiera inspirar más aire. ¿Qué extraño acontecimiento le aguardaría? No era adivino, pero su interior presentía las novedades, seguramente a partir de aquellas conversaciones a las que él no prestaba atención y de las cuales algo quedaría grabado en su subconsciente. En su caso, toda novedad era bienvenida; daba igual de qué se tratara, pero era una manera de romper con la rutina y darle un aliciente para otro espacio de tiempo en la vida, cosa que su mente manifestaba en forma de una leve euforia. Esa mañana su euforia se tradujo en deseos vestidos de ilusión.

Continuará…

Encarna Martínez Oliveras.

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