Cuento: Edulcorante.

Durmiendo en el sofá.

Edulcorante

 

Mujer dormida.

Aguardaba cada noche por el mismo momento, ese preciso instante en el que sus pestañeos se detenían por completo…

Disfrutaba viéndola dormir. Aguardaba cada noche por el mismo momento, ese preciso instante en el que sus pestañeos se detenían por completo, cuando sus labios se entrenarían pero no pronunciaban palabra y sus pequeños pechos subían y bajaban con una dulce cadencia, con un tempo calmado que dejaba en claro que se había entregado al sueño. Apretujados el uno contra el otro en aquel pequeño y desgastado sofá donde pasaban las noches, en aquel diminuto hogar que parecía invitarlos a encontrarse, que los acercaba lentamente hasta que sus respiraciones se fundían en uno al final del día. Le sacó el cabello del rostro, aquella maraña rizada que caía hasta la mitad de su espalda, miró aquel rostro de facciones delicadas que conocía de memoria, se veía tan plácida, tan tranquila.

Se puso de pie intentando no despertarla. Ella no debía despertar, al menos no todavía, había cosas que hacer, tanto que hacer. La observó, una vez que hubo abandonado aquel destartalado lecho que compartían, durante un segundo, dos, tres, los necesarios para asegurarse de que no abriría los ojos hasta que el sol volviera a aparecer, antes de que el mundo volviera a estar en su lugar. Tomó el par de pantalones que habían sido arrojados a un lado cuando no hicieron falta y cubrió aquel cuerpo con la roída manta que, hasta el momento, había permanecido aferrada a las caderas de la bailarina. Él miró en rededor, se frotó las manos y se puso a trabajar.

Persiguió a las ilusiones que correteaban por el suelo, todas aquellas promesas hechas con el correr de las horas que no planeaba cumplir. Sacó a los monstruos de debajo de la cama y los echó a la calle sin preguntar, antes de volver a cerrar la puerta con llave. Encadenado a la libertad de regreso en su esquina y la amortajó para que no fuese capaz de gritar, para que nadie escuchara su voz, lanzó los sueños a la basura para que nadie pudiera encontrarlos. Cerró las ventanas, atrancó las puertas, para que nadie entrara, para que nadie saliera. Acomodó las mentiras y escondió las verdades, las que merecían ser guardadas y las mitades de aquellas que no le convenían. Ordenó aquel estético desorden que le daba a la vida sensación de realidad.

Con todo en su sitio, con la escenografía colocada y el telón levantado para comenzar la representación de un nuevo día, volvió al lecho y se fingió dormido. La actriz principal ya se removía sacudiéndose el sueño, lista para vivir aquella vida feliz y prefabricada, entre grandes jefes y piruetas, en puntas y a un ritmo impuesto. Ella se estiró con pereza, rodó sobre su costado para poder mirarlo a la cara, él permanecía con los ojos cerrados y el largo cabello castaño revuelto. A ella le gustaba verlo despertar…

Angélica Ramírez Salgado.

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