Relato: Regalo de Reyes

REGALO DE REYES.

A principio de curso en el Instituto, cuando la conocí, no me llamó la atención. Venía del campo, de la zona de Dar Drius, ─según nos contó─ había ido al colegio en el poblado, aunque antes su madre le había enseñado a leer en la granja familiar.

Poco a poco fui sintiendo lo especial que era: si yo contaba alguna historia inventada o escribía un cuento, ella inmediatamente, traía una réplica mucho mejor.

Compartíamos muchos rasgos de carácter: las dos éramos capaces de pasar horas en soledad soñando con fantásticas aventuras, cualquier estímulo nos sacaba de la realidad y felices nos dejábamos llevar por la fantasía.

Durante una de nuestras interminables charlas, me confesó que seguía creyendo en los Reyes Magos, y, a pesar de mi tendencia a aceptar lo mágico, me sorprendí.

─Sí ─afirmó ─, tengo que creer, ellos existen porque mira, a pesar de vivir en medio del campo y de que mis padres son pobres, a mí siempre me trajeron lo que les pedí.

─Verás, te voy a contar una historia verdadera:

Y comenzó su relato:

La familia de mi padre había llegado de la Axarquía huyendo de la plaga de la filoxera, que arruinó los viñedos en la provincia de Málaga. Al principio se quedaron en Melilla trabajando en una pequeña huerta de Farhana. Fueron mis abuelos los que acabaron trasladándose al interior. Consiguieron permiso del ‘Majzen’ y, con lo ahorrado, compraron unas tierras en Dar Drius. Lograron abrir un pozo y empezaron a cultivar. Era una vida dura, llena de sacrificios y peligros. En casa se contaba cómo se salvaron de milagro cuando el levantamiento de Abdelkrim. Pero esa historia la dejo para otro día.

Cuando pasado el tiempo mis padres se quedaron con la finca, ésta ya era un vergel. Teníamos sembrado un poco de todo para el consumo de la familia, pero se vivía de los melones y del algodón.

─Seguro que has comido melones de Drius, ¿verdad?

─Claro, ¡y quién no en Melilla!─ respondí.

─Pero el algodón es más valioso. Es un cultivo muy esclavo, precisa mucha mano de obra, es delicado y difícil de recolectar, pero se vendía bien y nos permitía vivir sin pasar penurias.

─Los niños éramos felices. Creo que mis padres también lo eran. Padre se entendía bien con todos los vecinos, siempre está alegre y a su lado es imposible estar triste.

Mi madre es del norte, de Galicia y, a pesar de su amor por nosotros y de su entrega a la familia, aún echaba de menos su tierra y sus gentes.
Para no separarse del todo del lugar que la vio nacer, nos contaba la vida de niña, en su pueblo, en su mundo, las historias que le habían relatado a ella en las largas veladas invernales junto al hogar. Nos enseñaba leyendas, cuentos, canciones de otros tiempos, de otras épocas…

Recuerdo su reverente temor a la ‘Santa Compaña’ y, como nos advertía de que si veíamos una fila de luces andando por el campo, apretáramos bien los puños para que las ánimas no pudieran ponernos entre las mano una vela, y así evitarnos tener que seguirlas en procesión durante toda la eternidad.

Aquel horror suyo a las tormentas y sus paseos por la casa, cuando se producía una, abriendo ventanas para que el rayo tuviera libre la entrada y la salida y se marchara sin hacer daño.

Y de fondo, en sus historias siempre, otros paisajes y otros climas.

Cantaba una canción muy triste sobre una ‘Noche de Reyes nevada’ en la que la madre de una niña enferma buscaba un regalo para su pequeña y acababa robando una muñeca que habían dejado colgada de un balcón. La última estrofa decía:

Noche de Reyes nevada
duerme mi niña mimada
y aguarda con ilusión,
que ya los Reyes pasaron
y una muñeca dejaron
colgada de tu balcón.

Siempre en sus recuerdos la nieve.

También mi padre, a su manera, apoyaba aquella presencia irreal, al finalizar todos años el belén con un toque de harina.

Los niños nos preguntábamos cómo sería aquel raro elemento. Nos habían dicho que era fría como el hielo, el que se vendía en barras transparentes, pero también que era blanca, como la piel de las princesas de los cuentos y, además, ligera.

─Cae despacio y el viento la lleva donde quiere ─nos explicaba nuestra madre.

Cuando yo tenía siete años, y dudaba seriamente de la existencia de los Reyes, hicimos un pacto entre los hermanos. Decidimos que ese año pediríamos una sola cosa: una ‘Noche de Reyes nevada’ y en esos términos escribimos la carta. Cuando mis padres lo supieron nos reunieron y se pasaron horas tratando de hacernos entender que los Reyes, por muy Reyes y Magos que fueran, no podían hacer nevar en medio de aquel desierto, mucho menos con aquel tiempo cálido y soleado que teníamos, además, allí no había nevado nunca, pero nunca, nunca. Nunca jamás.

Imagínate el disgusto que les dimos. Mi padre llevaba meses robando horas al sueño para hacernos los juguetes de ese año: carricoches con ruedas de bolones para mis hermanos y una cuna para la muñeca de trapo que me hizo mi madre la Navidad anterior.

Al fin llegó la esperada noche del cinco de enero. Cenábamos en la cocina, con las contraventanas abiertas, contemplando un cielo sin nubes, iluminado por una inmensa luna amarilla y, entonces, ocurrió:

Primero empezaron a moverse las ramas de los árboles cercanos, enseguida llegaron largas ráfagas racheadas levantando la tierra, avanzaron veloces, poco a poco empezaron a aparecer, flotando en el aire, oleadas de copos blancos que se fueron posando, lentamente, sobre las ramas de los árboles, llenando el alféizar de la ventana, cubriendo los cultivos, tapizándolo todo.

─Mirad─ dijo alguien.

Nos pusimos de pie y con las caras pegadas a los cristales contemplamos mudos, extasiados, el insólito espectáculo.

─Deprisa, Sila, ayúdame…el algodón ─musitó la voz aterrada de mi padre.

─No, no Juan ─lo paró ella.

─Está nevando. ¿Es que no lo ves? ¡Es nieve! ¡Es La Nieve!

María de la Concepción García de los Arcos.

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