AYER DE SABER DE GABRIELA MISTRAL
Yo que nunca entendí la pureza de un poemario, más, mucho más de presenciar a mi padrino Teodoro Gutiérrez Calderón frente a mi casa solar escribiendo «La Canción del Violín» y llorando por «Mujer de las Manos Cortadas» como de enternecedor a los hacedores de versos. Y de un crudo sin moral vendiendo desde la colección de Ramon Elías, los interesantes dibujos de mi padre, sin entender lo más hermoso de haber existido un día de un poeta.
Ayer entre los montones de papeles, encontré en aquel libro de Luis Felipe Ramón I Rivera, quién me regaló en Caracas, apareció el Discurso de Isaura. Doña Josefa Melani Pieruzzini de Olivares que me dejó antes de marcharse de La Grita, Rafael Eusebio Baptista. Cosas de sentirlas y hablarlas algún día en un mostrador de poetas. Entonces allí casi borrosa estaba una carta de Lucila Godoy a la poetisa gritense con alba de cada tilde y con un corazón abierto de América. Porque la gritense se perfilaba en un rumor de las poesías y su compañero Carlos Olivares, hijo del Coronel Mafferson poseía la investidura de Adelaida Olivares, la chilena, vieja abuela de Gabriela Mistral. Fue de emociones poder saber los significados entre la Premio Nobel de literatura de 1945 a la otra mujer que le dio el nombre a La Grita de ser «La Atenas del Táchira «. Mil pensamientos curtieron esta noche desde el primer acueducto diseñado por Juan Cavallini y Arnaldo Azara, donde corrieron los primeros roedores y se habló de piedras y de hechos y en la carta de la noble maestra de escuela de Chile describiéndole su pasión por el colombiano Vargas Vila. En los delirios del poeta eglota, tropical, sin embargo confundido a lo Víctor Hugo. Junto a los pétalos de una rosa más descritos en la huella de unos labios sacrificados de tanto amor. Habla la carta de la serena Lucía de Emilio Constantino y se recrea en 1916 como imágenes ocultas y petrificadas en los espejos. Mientras la abuela loca y ciega posee el templo de los Olivares de irse en lo rojo de chile con el Villanueva y de colorearse los fantasmas en alguna celosía de la casa desaparecida frente a la plaza del Convento. Donde la Grita, ni oyó ni entendió la suprema verdad de la poesía.
La noche en mi Soledad se hizo amena y recordé de hace más de cuarenta años de haber oído desde la voz de la hija de la Poetisa: Ana Mireya, decirme: …»Mi mamá se escribía con Gabriela Mistral, puesto mi padre Carlos era pariente de Adelaida Olivares»… ladraron los perros y La Grita dueña de los Humogrias se apagó de sus bombillas de la electricidad, me guardé en mi altillo de óleos y libros, del abecedario de Bruño y de la carta venida de Santiago. Volví en mis remembranzas; al salón donde Gutiérrez Calderón de la carrera séptima escribía en su máquina alemana Underwood. Y pude volver a la casa color del silencio sin luz de la ciudad perdida, donde dejaron morir la oratoria de la poetisa y lloraron los búhos muy del clamor de los años. Allí estaba la firma de Lucila Godoy. Estaba Gabriela Mistral escribiéndole a Isaura y desde las narraciones; ya en el amanecer hubo cantar de gallos. Volvió la energía y releí el discurso de Josefa Catalina al ingresar a la Sociedad Salón de Lecturas de San Cristóbal, muy discurrido por Pedro Romero Garrido, porque la «Alondra Andina» en sus problemas de salud no pudo estar presente. Afirmación descrita por el poeta y médico Hugo Murzi. Y bien narrado por nuestro historiador: Luis Hernández.
Una lágrima se desplomó de mis ojos marchitos. Porque muy tenue la luz de la luna fue dibujando los tejados del pueblo y la sombra de las torres cristianas hablaron por dentro.
Entonces del amanecer con azules y violetas comencé escribiendo de silencio.
Donde están guardados los sonetos y aún un alero Griteño destila los inviernos…
Néstor Melani Orozco.