La estatua

LA ESTATUA.

Había una vez un niño que vivía en Santa Margarida de Mont Bui. Eric –que así se llamaba– era un niño muy bueno y muy obediente, que había tenido que permanecer en casa en cuarentena porque el mundo se había visto invadido por un temible virus llamado coronavirus, y durante más de 50 días ningún niño había salido a la calle.

Ah! Pero aunque no iba al parque o a la escuela, Eric seguía trabajando, estudiando y divirtiéndose en casa. A veces le ayudaba a su mamá a hacer la comida, limpiar la casa y recoger su habitación. Otras veces jugaba con su papá, quien le enseñaba el arte de escalar en su pequeña terraza, o algunos trucos con el ordenador, lo que era muy importante porque como ni Eric ni sus compañeritos podían ir a la escuela, su maestra Martha les daba clase por internet, así que Eric –que era muy listo- aprendía todo lo que podía del “punto com”.

Pero como nada dura para siempre, un día la cuarentena terminó y los niños pudieron volver a salir, aunque no igual que antes, porque aún no podían ir a la escuela ni al cine, ni a ningún lugar con mucha gente. Poco a poco empezaron a visitar a sus primos, tíos y abuelitos, aunque todavía no debían abrazarlos ni besarlos, además que todos debían llevar mascarilla para salir a la calle e ir al supermercado.

Un día Eric quiso salir a caminar un poco. Como él era muy obediente, sabía que debía protegerse, así que tomó una de las bonitas mascarillas que tenía en casa, y le pidió a papá que lo acompañara a dar un paseo.

Eric iba feliz viéndolo todo. Le gustaba llenar sus pulmones con el airecillo que traía el aroma de las flores nuevas que la primavera había hecho brotar a la orilla del camino. Se deleitaba con el viento fresco que bajaba de las altas ramas de los árboles, pero más que nada; disfrutaba del canto de las aves que volaban en el cielo o bajaban a picotear alguna fruta o semilla para llevarle a sus polluelos.

Eric era muy observador, así que a veces se agachaba para ver algún caracol comiendo deliciosa yerbita verde. De pronto al dar una vuelta en el camino, Eric detuvo sus pasos. Frente a él se encontraba una enorme estatua que él nunca había visto. Era la estatua de un ángel que tenía sus enormes alas extendidas. Sus cabellos flotaban en el viento coronados por una guirnalda de flores, y sus manos se extendían al frente con las palmas hacia arriba, como esperando que cayera en ellas una bendición del cielo.

Eric se quedó arrobado contemplando la estatua durante un buen rato. De pronto, escuchó un ruidito extraño junto a sus pies. Era un pequeño pajarillo, tan pequeño que aún no tenía todas sus plumas, y no podía volar. Su piquito se abría piando como esperando comida, al tiempo que aleteaba y se revolcaba entre las hojas del suelo como intentando levantarse, pero claro; sus patitas aún no lo podían sostener.

Inmediatamente Eric se dio cuenta que si lo dejaba ahí, alguien podría pisarlo. Era tan pequeño que casi no se veía. Eric amaba y cuidaba siempre a los animales, así que lo tomó cuidadosamente entre sus manitas para protegerlo.

– ¡Mira papá!, un pajarito bebé. ¿Dónde estará su mamá? –le preguntó a su padre.

– No lo sé, tal vez cayó de su nido mientras su madre salió a buscar alimento –contestó su papá.

– Si se queda aquí, tal vez muera de hambre, o aplastado por alguien que no lo
vea –dijo Eric muy preocupado.

Eric y su papá voltearon hacia arriba buscando algún nido, entre las ramas del frondoso árbol, pero no pudieron ver nada. Arriba solamente veían aves volando por encima de la copa de los que rodeaban la estatua. Eric de inmediato se dio cuenta que si el pajarillo se quedaba en el suelo, sus padres no podrían verlo porque volaban muy alto, además que su pequeño cuerpo quedaba escondido entre las hojas del suelo. De pronto, se le ocurrió una idea.

– Mira papá –dijo decidido– la estatua está muy alta, y si ponemos el pajarito en las manos del ángel, tal vez de ahí lo puedan ver sus padres.

– ¡Pero hijo! –contestó su papá abriendo los ojos sorprendido por su lógica– las manos del ángel están muy altas, ¿cómo podríamos llegar hasta allá?

Eric se quedó pensando un buen rato examinando cuidadosamente tanto la estatua como el enorme árbol que estaba junto a ella.

– ¡Ya sé! –dijo con ese brillo en los ojos que tienen los niños cuando se les ocurren grandes ideas–. Vamos a casa por las cuerdas con que practicamos rapel, lanzas una punta hasta aquella rama, cuando la punta de la cuerda toque el suelo, me atas y luego tiras para que yo me eleve hasta las manos del ángel y pueda poner ahí el pajarito.

El papá se quedó pensado un rato, y se dio cuenta que tal vez funcionara su idea, así que llamó a mamá por el móvil y le pidió que trajera las cuerdas y el arnés hasta donde ellos estaban.

Mientras mamá llegaba, Eric fue a una fuente cercana, y tomó un poco de agua entre sus dedos. Las dejó caer gota a gota en el piquito que ansioso abría el pajarillo que tenía en sus manos. El avecilla bebió cuanto quiso, y cuando se sintió satisfecho, se acurrucó entre las manos que amorosamente lo sostenían, y se quedó dormido. Con hojitas y ramitas Eric improvisó un pequeño nido donde colocó al ave a la sombra de los pies de la estatua.

Cuando llegó mamá preguntando para qué necesitaban las cuerdas y el arnés en una calle casi solitaria, Eric le contó la historia del pajarito que había encontrado en el suelo.

Eric cuidaba de la pequeña ave, mientras que papá y mamá ataban una piedra en uno de los extremos de la cuerda, la cual lanzaron a una fuerte rama cercana a la estatua.

Una, dos, tres veces lo intentaron, hasta que la cuerda por fin pasó sobre la alta rama. Papá fue aflojándola por el otro extremo, hasta que la piedra tocó el piso. Una vez ahí, papá, que era un experto, ató el arnés y se lo ajustó a Eric, quien puso el pequeño nido en una lonchera que mamá sacó del auto, y que Eric se ató al pecho, porque así podía tener libres sus manos para asirse bien de las cuerdas.

Cuando todo estuvo listo, los papás tiraron de la cuerda despacito y con mucho cuidado, Eric se fue elevando poco a poco, hasta que quedó a la altura de las manos de la estatua, pero como Eric distaba aún de unos 40 centímetros de la estatua. Valientemente empezó a balancearse como un péndulo impulsándose con todo su cuerpo. Cada vez que se acercaba a la estatua, estiraba sus manitas en el aire tratando de alcanzar al ángel de mármol. En tierra, papá y mamá lo animaban a voces:

– ¡Con cuidado Eric, con cuidado! ¡Extiende una mano y sostén la cuerda con la otra!

Así lo hizo Eric varias veces, hasta que por fin alcanzó a tocar las manos de la estatua. Se asió con fuerza a la enorme mano del ángel, lo que le permitió acercarse lo suficiente. Entonces, con esa maestría con que lo había entrenado su papá, lazó el brazo del ángel con un cabo de la cuerda, para mantenerse cerca de la estatua. Con la otra mano, y con mucha delicadeza, abrió su lonchera, sacó el nidito con el ave y lo colocó suavemente en las manos del ángel. Hecho esto, soltó la cuerda que lo mantenía junto a la estatua, lo que lo hizo balancearse nuevamente, hasta que sus pies tocaron el tronco del árbol y después de dos o tres tumbos, recobró el equilibrio, permitiendo así que sus padres fueran aflojando la cuerda hasta que Eric tocó tierra firme.

Todavía excitados por la aventura vivida, la familia se sentó en una banca cercana, cansados pero emocionados por la aventura. Ahí se quedaron un rato observando el nido en las manos de la estatua, mientras decenas de pájaros revoloteaban por ahí.

De pronto, el pajarillo despertó y empezó a piar fuertemente…. ¡Entonces se hizo el milagro! Un par de avecillas se acercaron al improvisado nido… ¡eran los papás del pajarillo! Entre los dos tomaron a su pájaro bebé y volaron a lo más alto de la copa del árbol, y ahí ya no los pudieron ver por lo frondoso de sus ramas.

El pajarillo de nuevo estaba con los suyos. Eric y sus papás aplaudieron jubilosos y se abrazaron felices. Después de unos instantes de observar el mundo de aves que poco a poco acallaban su concierto al ocaso, los tres ajustaron sus mascarillas y regresaron a casa juntos, como la familia amorosa que eran.

Ese día Eric aprendió una hermosa lección; supo lo importante que es para un pequeño estar con su familia, sea niño, pájaro o delfín.

De vez en cuando, cuando las autoridades lo permiten, Eric y su familia se ponen su mascarilla y salen a pasear por esa calle, y al llegar a la estatua dejan un puño de semillitas a los pies del ángel.

No sé si será cierto, pero dicen por ahí que cuando eso pasa, mientras todas las aves disfrutan de las semillitas que deposita Eric, un pajarillo se posa en las manos del ángel, y viendo con atención a Eric entona su más hermoso canto, mientras la estatua parece sonreír

Lourdes Brubeck.

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