Los Picayuyos

LOS PICAYUYOS.

Carlitos y Eric son dos mejores amigos que van a la misma escuela. Les gusta trabajar y tomar juntos su refrigerio. A veces también van al parque a correr y jugar. De vez en cuando, después de un buen rato de diversión en el resbaladero, sus mamás los llevan a tomar un helado de fresa con galletas o les dan un riquísimo huevito de chocolate.

Un día, después de una tarde de juegos en el parque, Eric y Carlitos querían un helado de fresa, pero como Carlitos había estado tosiendo y al parecer se sentía un poco desganado, su mamá decidió que era mejor que fueran a tomar una taza de chocolate caliente y galletas con almendras, cosa que todos hicieron gustosos.

Al día siguiente Eric iba muy contento a la escuela pensando en lo mucho que se divertiría con Carlitos, ya que era día de deportes y a los dos les gustaba hacer equipo.

Las clases iniciaron, pero Carlitos no llegaba. Eric veía incesantemente la puerta, esperando ver aparecer a su amigo en cualquier instante. Al paso de las horas, Eric comprendió que Carlitos no vendría, por lo que hizo equipo con Anita.

Después de la clase de deportes, Eric y sus compañeritos se disponían a tomar su refrigerio, cuando llegó la directora para pedirles a todos que se prepararan para ir a casa, llevarse sus libros y cuadernos de trabajo porque la escuela iba a cerrar por un tiempo. Carlitos y dos niños más de otros grupos, habían dado positivo en la prueba del COVID-19 así que, para evitar más contagios; todo mundo debía quedarse en casa.

Eric se puso muy triste, porque su mejor amigo estaba enfermo, pero más que nada porque no podría visitarlo. Todos los días llamaba para saber como estaba, y así se enteró que si bien Carlitos tenía fiebre, dolor de cabeza y tosía mucho, poco a poco iba mejorando gracias al amor y cuidado de sus padres, pero también supo que el abuelito de Anita estaba internado en el hospital con un respirador.

Eric, como todos los niños en su país; debía estudiar en casa, y como era muy listo, pronto aprendió a usar la computadora. Siempre estaba muy atento a las instrucciones de sus maestros y después de comer sacaba sus cuadernos para hacer sus tareas porque era un niño muy responsable que tenía muchas ganas de aprender. Sin embargo, Eric extrañaba mucho a sus amigos; en especial a Carlitos.

A veces se sentaba en el balcón de su casa viendo hacia el parque que tanto le gustaba. Entonces pensaba en Carlitos y en lo triste que debía estar Anita por su abuelito enfermo. Eric quería mucho a sus abuelitos, pero se aguantaba las ganas de visitarlos porque no quería que se enfermaran, así que casi todos los días, Eric les hablaba por teléfono antes de ir a la cama y el abuelito aprovechaba para contarle un cuento con la promesa de llevarlo al parque y al huerto en cuanto terminara la cuarentena; porque su abuelito tenía un huerto.

Eric se acostaba cada día pensando en cómo acabar con el coronavirus para que todos pudieran volver a la escuela, jugar en el parque y pasar los fines de semana con sus abuelitos.

Una tarde, Eric estaba parado en el balcón observando cómo el sol pintaba el cielo de colores. El rojo y el azul se mezclaban maravillosamente con el dorado y el malva entre el blanco de las nubes, mientras el sol extendía sus últimos rayos, como deseándole las buenas noches al mundo al ocultarse tras las montañas del poniente. En unos minutos la ciudad quedó bajo el manto estrellado del cielo nocturno. Pronto se encendieron las luces de calles y casas.

Eric no podía dejar de pensar en una posible solución a la pandemia. En la penumbra de la sala, se recostó en el sofá junto al balcón, mientras se filtraba la luz de la cocina donde su mamá preparaba la cena, en tanto que papá seguía trabajando en el piso superior de su departamento.

Y así estaba Eric piensa y piensa, imaginando todas las soluciones posibles, cuando escuchó un muy leve murmullo que lo sacó de sus cavilaciones. Se levantó para asomarse al balcón pensando que alguien no estaba respetando la consigna de quedarse en casa.

Nadie… en la calle no había nadie.

El murmullo volvió a manifestarse. Entonces Eric se dio cuenta que venía de la sala. Sus sentidos se agudizaron y le pareció ver unos pequeñísimos puntitos que se movían en la pared sobre el respaldo del sofá. Rápido encendió la luz para ver mejor. Algo se movía por ahí, como si fuera un bicho muy muy pequeñito, tanto que no se podía distinguir a simple vista, por lo que Eric corrió a la cómoda para sacar una lupa. Más que veloz, Eric se trepó al sofá lupa en mano, escudriñando la pared.

Nada… no había nada.

En ese momento mamá le pidió a Eric que pusiera la mesa porque ya estaba la cena lista, cosa que hizo al instante, pero sin dejar de ver la pared, atento a cualquier sonido.

Papá apagó su ordenador, bajó y se sentó a la mesa. Durante la cena, la plática giró en torno a los murmullos que Eric aseguraba haber escuchado y lo que creía haber visto en la pared. Papá y mamá le dijeron que tal vez sería algún ruido venido del departamento de al lado, y que lo que vio en la pared pudo haber sido un reflejo de la luz proveniente de la calle. Eric no quedó muy convencido, pero prefirió aprovechar el tiempo con sus padres, así que después de recoger la mesa, los tres se pusieron a jugar un buen rato, hasta que llegó la hora del baño, de llamar a los abuelos e ir a la cama.

Pronto la casa quedó en silencio, pero Eric no podía dormir y se entretenía viendo las estrellas que su lamparita proyectaba en el techo de su habitación, mientras soñaba en convertirse en un gran científico para encontrar una cura maravillosa que acabara con el coronavirus. Apenas sus ojos empezaban a cerrarse, cuando volvió a escuchar el mismo murmullo que había escuchado unas horas antes en la sala; esta vez en la pared junto a su cama.

De un salto Eric se levantó y tomando la lupa, encendió la luz y… ¡entonces los vio!

Eran pequeñísimos bichitos, unos rojos y otros azules que de pronto parecían brillar con la luz. Su cuerpo estaba formado por una barriguita de donde salían cuatro patitas. Su cabeza tan diminuta como un grano de mostaza, estaba coronada con un par de antenitas que parecían echar chispitas como las que echan las luces de bengala en Navidad. De su espalda salían dos alas translúcidas que a ratos emitían reflejos plateados, dorados, celestes y rosas dependiendo de su posición. Lo que más le llamó la atención a Eric era que estaban cubiertos por brillantes armaduras y por supuesto, todos traían una espada en una mano y un reluciente escudo en la otra.

Cuando los bichitos se dieron cuenta que eran observados por Eric, levantaron la vista y empezaron a saltar y a mover sus espadas como saludándolo. Eric estaba muy sorprendido y los observaba con detenimiento mientras intentaba establecer comunicación, sin saber si le entenderían o no.

– Hola –dijo Eric– ¿quiénes son ustedes?… ¿de dónde vienen?… ¿qué hacen aquí?

Los bichitos saltaban tan alto como podían y el murmullo de sus voces se escuchaba como si hubiera una manifestación en una plaza lejana a varios kilómetros de distancia.

¡Eric no podía entender nada!

Al parecer los bichitos se dieron cuenta de las ansias de Eric por entenderlos, porque entonces cinco minúsculos bichitos extendieron sus alas y volaron muy juntitos hasta colocarse frente a sus ojos casi en donde la nariz separa las cejas. En un intento por verlos mejor, los ojos de Eric se juntaron haciendo un bizco tal, que hubiera asustado a la más temible bestia de la selva.

Intempestivamente los bichitos unieron la punta de sus espadas y un rayo de luz salió como con una chispa que fue a dar directamente a la frente de Eric, quien sintió como si hubiera chocado con el cable suelto de un foco, provocándole un pinchazo de corriente eléctrica que casi lo tira al suelo.

Eric cerró los ojos y sacudió la cabeza como queriendo sacudirse esa sensación. Cuando abrió los ojos segundos después, se dio cuenta que podía entender y escuchar claramente la voz de los bichitos.

– Hola Eric –dijo uno de ellos– somos los Picayuyos. Verás que algunos de nosotros somos rojos y otros azules, y es porque los rojos vivimos en un castillo que construimos en un volcán de lava, y los azules vivimos en un bello castillo en las profundidades del hermoso mar Mediterráneo.

– Y… ¿por qué están aquí? –preguntó Eric todavía sorprendido.

– Porque tú nos llamaste –contestaron todos los picayuyos al unísono.

– ¿Qué yo los llamé? –preguntó Eric sin poder entender lo que estaba pasando.

– ¡Sí! –contestó un picayuyo rojo más gordo que los demás.

– Pero… pero… ¿cómo? ¡Si yo ni siquiera sabía de su existencia!

– ¡Ah! –dijo un picayuyo azul con grandes ojos traviesos– es que nuestras antenas son de banda ancha y alta frecuencia, así podemos captar los pensamientos de todos los niños del mundo.

– Nos hemos dado cuenta que estás muy preocupado por la pandemia que ha enfermado al mundo –dijo un picayuyo tan pequeñito que aún con la lupa casi no se veía.

– ¡Claro! –contestó Eric entusiasmado– voy a estudiar mucho para ser un científico famoso, y hacer muchos experimentos para descubrir una medicina muy poderosa que acabe con el coronavirus y así podamos volver a jugar con nuestros amiguitos y visitar y abrazar a los avis.

– ¿Lo ves?… Tú nos necesitas –dijo un picayuyo con larga barba plateada.

Eric frunció el ceño y encogió los hombros en señal de que no entendía nada.

– Mira –continuó el picayuyo de barba plateada– para que tú seas un científico faltan muchos años, y creemos que es importante acabar con el coronavirus ahora mismo, así que… ¡Al ataque mis valientes!

De pronto, y sin saber de dónde, salieron montones de Picayuyos que formaron cientos de batallones hasta que llenaron completamente las paredes, el techo y hasta el piso de la habitación de Eric. La luz que proyectaban las armaduras, espadas y escudos de oro de los sorprendentes Picayuyos, hizo que Eric tuviera que ponerse sus lentes oscuros, porque el brillo era tal, que cualquiera que hubiera pasado por la calle en ese momento, juraría que un meteorito había caído en ese departamento, y así Eric pudo ver al ejército de Picayuyos rojos y azules que, con todo y sus generales, habían tomado su habitación como campo militar, y les preguntó:

– Disculpen… ¿ya tienen su plan de ataque?

– Por supuesto… nosotros siempre estamos listos para atacar a virus malignos que atentan contra la humanidad –contestó un Picayuyo tan rojo que hasta parecía enojado.

– Has de saber que nosotros no comentamos nuestros planes con cualquiera –dijo uno de los azules– pero como tú eres muy buena onda, te los vamos a contar. Cuando yo te dé la señal, abrirás la ventana, y saldremos volando hasta donde están los niños y los abuelos enfermos, y cuando estén dormidos, entraremos a sus cuerpos por la boca y la nariz hasta llegar a sus gargantas y pulmones, y ahí… ¡atacaremos a los coronavirus!

– ¡Sí!… ¡Bravo!… ¡Yeeeee! –gritaron los millones de Picayuyos que rodeaban a Eric, de tal modo que el murmullo se empezó a escuchar como la estática de un radio descompuesto. Era tal el barullo, que Eric tuvo miedo de que sus padres despertaran y ahuyentaran a estos valientes guerreros, así que intentó calmarlos.

– ¡Ssssshhhh!… ¡silencio, que van a despertar a toda la colonia!

Los Picayuyos, como buenos soldados, inmediatamente obedecieron y Eric pudo continuar hablando, quien se cuidaba de no moverse mucho para no pisar a las legiones que estaban formadas en el suelo.

Entonces los generales de los picayuyos, hicieron una señal que Eric captó inmediatamente.

– Bien -dijo Eric asintiendo con la cabeza–, si ustedes están listos, yo también.

Y abrió la ventana.

Los generales volaron hasta la altura de los ojos de Eric, levantaron sus espadas en señal de saludo y salieron por la ventana. Poco a poco todos los demás Picayuyos siguieron a sus Generales.

Cada uno de los batallones volaba en perfecto orden, se detenían unos segundos en el aire frente a Eric, lo saludaban con sus espadas y sin perder la formación salían volando por la ventana.

Cuando salió el último batallón, Eric se quitó sus lentes oscuros para seguir con su mirada la estela de luz dorada que formaban los picayuyos rompiendo la oscuridad de la noche, hasta que los brillantes bichitos se dispersaron entre las ventanas de casas, departamentos, hospitales y cualquier lugar donde hubiera un coronavirus que acabar.

Un vientecillo frío le recordó a Eric que era hora de cerrar su ventana e ir a dormir. Habían sido muchas emociones en muy poco tiempo y cada vez que cerraba sus ojos, veía en su mente a esos pequeños y valientes bichitos rojos y azules, que con sus armaduras, espadas y escudos de oro, habían respondido al llamado de su corazón de niño.

Eric estaba feliz. Pronto volvería a la escuela y al parque a jugar con otros niños. Ahora sabía que en unos días iría a ayudarle a su abuelito Teodoro en la huerta y a comer las deliciosas albóndigas que preparaba su abuelita Juani, porque cuando nuestros pensamientos están llenos de amor y buenos deseos, los Picayuyos siempre nos escuchan, y sobre todo, nos responden.

Aunque tú… no los veas.

Cuento original de Eric Lagunas Pámanes.
Adaptación de Lourdes Brubeck.

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