Cuento: La diosa.

Día de muertos

LA DIOSA

Muerte

Me dicen que estoy loco.

Pero ellos no saben ni ven. Ellos solo se burlan, y piensan que soy un pobre bobo, un lunático contrahecho y balbuceante, que habla solo por las calles, que se grita y contesta a sí mismo sin venir a cuento.

Pero es que ellos no han sido elegidos. Ellos son gentes informes, sin tara, amorfos seres de bello rostro, cuerpos perfectos y mentes vacías. Ellos no tienen la grandeza necesaria para ser diferentes, para ser únicos y especiales como yo lo soy. Ellos no tuvieron una diosa que los eligió para mostrarles el mundo.

Estaba a mi lado desde el momento en que nací, por eso nunca necesité de una madre. Mis recuerdos son azules, porque ella llenaba mi mundo de color azul. Me velaba en las noches sin luz. Me esperaba con los brazos abiertos en mis primeros pasos, y nunca se rió de mi andar zambo ni de mis primeras palabras interminables y torpes.

Cuando acudía a la escuela del sabio Cresóstomo, ella se sentaba en las piedras, bajo el olivo. Yo siempre me quedaba atrás, el último muchacho, para evitar que me miraran y se burlaran de mí. Ella escuchaba en silencio, y, si el maestro me preguntaba algo, su presencia me daba la serenidad para respirar antes de contestar, intentando así que mis palabras salieran de una forma controlada, aunque no solía conseguirlo casi nunca. Pero Cresóstomo tenía la paciencia necesaria. Quizás mi diosa tuvo alguna influencia sobre él, como tantas veces me demostró con otros. Los compañeros que empezaban a carcajearse de mi tartamudez, enseguida callaban por un repentino dolor de tripa, o por una molesta tos. Y ella me miraba cómplice, con un guiño y una sonrisa.

Como todos los chicos, seguí creciendo; no a lo alto, pues mi joroba me hacía crecer en espiral, y mi cráneo se hacía más grande, más grotesco. Incluso mi pelo de estropajo empezó a caerse a mechones, sólo me quedó una pelusa parda, con calvas informes y crecimientos salpicados aquí y allá, como matojos en el desierto.

Las jóvenes cuchicheaban al verme, y evitaban mí, y eso me hacía sentir como un ente despreciable y monstruoso.

Pero allí estaba mi diosa, bella, serena, con tanto amor en su mirada que pronto olvidaba los desplantes y las burlas.

Comencé a ser hombre, y seguí visitando a mi maestro. Él había perdido la vista hacía tiempo, así que a su lado no me preocupaba en absoluto mi apariencia. Él me instruía en las leyes de la filosofía y la gramática, y tantas enseñanzas sobre la vida y el mundo que me empecé a considerar a mí mismo como un hombre sabio, privilegiado en mi patética figura y superior a todos los que me rodeaban.

Y yo tenía una diosa.

Ninguno de los humanos me superaba en conocimientos, en inteligencia y en sabiduría. Yo era el elegido, posiblemente un semidiós destinado a grandes cosas en el mundo. Aunque aún no había encontrado mi camino, mi misión.

Quizás la mejor misión del destino era ser yo mismo, ese ser único, perfecto en esa carne imperfecta, poeta escondido tras las palabras balbuceantes, la belleza encarnada en un cuerpo contrahecho.

Yo era el súmmum de la creación, la demostración fehaciente del amor de los dioses, de mi diosa; quizás no un semidios, sino un verdadero dios digno de vivir en el Olimpo, pero encarnado en materia por alguna ignota razón.

Nadie a mi alrededor me merecía.

El maestro empezó a convertirse, poco a poco, en un viejo decrépito con ideas anticuadas y estúpidas, que se creía con la potestad de contradecirme. Los gobernantes, en inútiles y corruptos, y un lastre para Atenas. Las madres, en harpías, pesadas y cotillas, y los niños, en becerros locos, sin sesera ni educación. Los soldados eran carne llena de lujuria y crueldad. Los sacerdotes, zánganos glotones, y las vestales, mujeres sin sexo que huían de los seres deformes y excelsos.

Nadie tenía capacidad para darse cuenta de mi grandeza. Gentuza sin criterio, que no veía más allá de su propia nariz, de su comida, ni de sus obligaciones mundanas y aburridas.

Mi diosa languidecía viendo cómo el mundo me obviaba, cómo los chicos me tiraban piedras, cómo mi maestro se callaba, apabullado por mis razonamientos. Ya ni siquiera les mandaba toses ni dolores de tripa. Solo me miraba con tristeza, y se alejaba con la mirada baja.

¿Por qué era el castigo era para mí vivir en un lugar en el que nadie me adoraba? Yo debería estar en los altares, amado, respetado… temido.

Pero el destino me puso en un cuerpo jorobado, con voz tartamuda, y yo maldije al destino. Y maldije a todos los seres de la Tierra. Y maldije a mi profesor, a mi familia, y a las aves del cielo que no acudían a inclinarse ante mis plantas, y a la lluvia inclemente que osaba mojarme, y al viento. Y maldije al Sol y a la Luna que desaparecía cuando más la necesitaba. Y maldije a las mujeres, que huían de mi presencia en vez de ofrecerme sus goces, y a los ricos, que pasaban en sus carrozas haciéndome salir del camino, y a los pobres que ni siquiera me pedían por su bien, creyendo que era alguien aún más pobre y desgraciado que ellos.

La diosa me seguía, cada vez más lejos, cada vez más triste. Yo le increpaba con rabia: ella también era dueña del destino, ella era culpable, ella no era una buena diosa, era igual que cualquier madre y ni siquiera castigaba ya a quienes me ofendían.

Una tarde de junio maté a mi maestro.

Había osado levantarme la voz llorando y renegando de sus enseñanzas. Nadie tiene derecho a hacerlo sin castigo.

La diosa me miraba mientras yo apretaba la garganta del maestro hasta que dejó de respirar. Lo dejé caer como un trapo viejo; y ella seguía allí, mirándome. Levanté mi mentón con orgullo ante ella. Entonces mi diosa se dio la vuelta y se alejó. No me rebajé a ordenarle que volviese.

Nunca más la he vuelto a ver.

Ahora soy un viejo decrépito y solo. Mi carne se pudre a trozos, casi ni veo la sombra de los árboles en la lejanía y las muletas apenas me sostienen.

Abandonado por mi diosa, despreciado por el mundo, arrastrándome por callejuelas inmundas en la oscuridad de la noche. Escondiéndome de ratas y alimañas. Carcomido por úlceras y odios.

Acabo de escuchar un canto dulce y puro. Una niña que se acerca. Me tapo con la capa raída, pero ella no parece asustarse. Trae un melocotón y, mirando al fondo de mis ojos, me lo ofrece. Desde que se fue mi diosa nadie me había mirado a los ojos. Alargo la mano y tomo despacio la fruta madura. Mis encías peladas arrancan la carne tierna.

Un temblor me recorre y siento, en un instante todos los momentos. Pero ahora no soy yo, sino ellos: soy sus miradas, sus penas; su asco y su compasión; soy mi maestro; soy su amor, su fe en mí y su desengaño. Soy la diosa que se aleja con tanto dolor. Y descubro que yo no soy un dios, sino un monstruo.

La niña me toma la mano y voy tras ella hacia el río. Me pide la moneda que llevo desde siempre en una bolsa, y se la entrega al barquero. Pero antes de que suba al bote, me retiene y me pregunta:

– Dime, viejo… ¡Dime! ¿Qué has aprendido…?

 

Rocío Ordóñez.

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People Comments (2)

  • Rocío noviembre 5, 2018 at 12:47 pm

    Este relato ha sido ganador del XXXI Certamen literario de relato de ADEPA en 2018.

  • Rocío noviembre 5, 2018 at 12:55 pm

    Segundo premio del XXXI certamen de relato de ADEPA

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