Cuento: Sumarísimo

Intelectual

SUMARÍSIMO

Pocas veces se había concentrado tanta gente en la pequeña sala de estar de mi casa. Mi padre, como principal afectado por el drama, ocupaba una de las butacas de escay granate. Aquel plástico se adhería a la piel, sobre todo en verano, se despegaba chirriando y si no se tenía cuidado, con considerable escozor. Quedaba el recurso de darles la vuelta a los cojines cuadrados, y sentarse por el lado tapizado; el problema seguía siendo el verano, porque a los pocos minutos del acomodo, el calor se concentraba, insoportable, sobre la imitación a terciopelo.

No me habían explicado el motivo de tan intempestiva reunión, pero algo había cazado al vuelo, porque a los ocho años, por mucho que te aparten, considerando que ni puedes ni debes participar, mi experiencia ya era suficiente para andar de una a otra esquina, observando, escuchando e hilando significados hasta componer una historia. Claro que la de aquella mañana se resistía. La causa evidente era mi madre, o mejor interpretado, el hecho de que cada jueves ella saliera con el capazo de la compra, como si fuera martes, pero sin regresar cargada como una mula con las acelgas rebosando las asas y otros dos o tres atadijos de plástico en la otra mano.

La abuela Benita ocupaba el otro trono infernal, paralelo al de su hijo, mi padre, dispuesta a oír, ver, y no callarse ni uno de los improperios que tan a menudo le llenaban la boca, y que estaba a punto de poder utilizar tan justificadamente. Mi madre solía decir de ella que era una mala víbora y que no se explicaba porqué nunca la había querido como nuera.

Enfrente, las plazas del tresillo las llenaban mis dos tías maternas y mi hermana Purita, que estaba a punto de ahogarse, entre los rigores del sofá y las mantecas desparramadas de las titas que encima le sobaban sin parar la melena, o las mariposas de la falda que no acababan de quedarse bien alisadas.

— Hoy tarda más que otras veces — la abuela no perdía ocasión de echar leña al fuego, aunque fuera la hoguera en la que su propio hijo debiera inmolarse.

— A mí me parece que estáis exagerando un tanto ― se atrevió a aventurar la Puri.

— Tú te callas, nena, no vayamos a empeorar las cosas.

— Mejor te hubiera sido vigilar a tu madre y no hacernos pasar por esto, pero claro, la cabra tira al monte y aunque sepas de sus andanzas no nos lo vas a contar.

— Si no va a ninguna parte, abuela…

— ¿Lo ves, Lolo, cómo la defiende? Para eso estamos aquí, que si la Floren dice que la ve todas las semanas, es que la ve todas las semanas, que menuda es la Floren. Y no me negaréis que es bien dudoso que sea todos, todos los jueves. Que no está claro, Lolo, que siempre te dije que esa lagarta no era para ti… y mira…

— Oiga, señora, que es mi hermana, y no le consiento que la calumnie.

— ¡Uy, calumnias, dice esa! A ver por qué te crees que estáis aquí. Yo no quiero cosas raras en mi familia, y esto está muy, muy oscuro. Pero por poco tiempo. Para que todo quede bien a las claras, os hemos llamado, nada de calumnias, todo demostrado y bien demostrado.

— A ver, señora ― mi tía Dorita siempre había pasado por ser la sabiduría familiar, no había pleito que ella no amasara y resolviera, aunque no siempre con los resultados apetecidos ― en realidad mi hermana sale los jueves ¿y qué?, ¿es que usted la ha visto o la ha visto alguien en malos pasos?

— ¡Uy, no hija, yo no! Ya nos lo contará ella cuando vuelva, que no se atreverá a inventar ni a fingir con todos delante. Desde luego, a la compra, no va. Dice la Floren que…

— Y esa amiga de usted, ¿qué es lo que sabe, en concreto?

— Que no ha de ser nada bueno cuando lo hace a escondidas. Y tú, Lolo, mira que ni siquiera sospechar… anda que…

— Bueno, y a fin de cuentas, abuela, cada uno será libre de hacer lo que le de la gana ¿no?

— ¡Cállate, nena, que le vas a buscar la ruina a tu madre! — la tía Consuelo estaba a punto de soltarse a gemir y a sorber como en las buenas películas de los domingos por la tarde.

Y entonces sonaron las llaves en la cerradura. Mi padre rebulló, no demasiado porque tenía medio cuerpo enterrado y pegajoso; se puso pálido. A mi hermana la sujetaron los rollizos tentáculos de las tías. La abuela Benita incorporó la columna y se caló las gafas; de no ser por los anteojos, habría parecido una cascabel. En mí no se fijaba nadie, es lo que tiene ser pequeño, que todavía no te consideran prisionero.

Algo notó mamá, que en vez de meterse en la cocina, como siempre, se acercó y se asomó con cara de susto a la puerta de la salita.

— ¿Qué…? ¿Pasa algo…?

— A ver, Reme, que de dónde vienes tú a estas horas — a mi padre le costaba sacar la voz de inquisidor, aunque se estaba esforzando mucho.

— Son las doce y veinte…

— Pues eso.

— De la mañana…

— ¿Lo ves, hijo, lo ves? El capazo vacío… Del mercado no… Del mercado no…

— ¿Y qué le importa a usted si vengo o no de…? ¿Y qué hacéis aquí vosotras dos?

— Ha sido la abuela, mami, todo esto es cosa de ella, yo que tú…

— ¡Cállate nena, por Dios, que lo vas a empeorar todo!

— ¡Puri, deja que se explique tu madre!

— Eso, eso, que nos expliques, a dónde va una mujer de su casa todas las semanas, con la cesta, para disimular, a perderse por ahí un par de horas… cuando sabe que el bueno de mi hijo está trabajando…

— ¡Lolo! ¿Y el taller?

— Pedí permiso. Sólo me van a descontar el tiempo que falte.

— ¡Mírale la bolsa, hombre, que parece que no tienes sangre!

Y entonces se armó… vaya si se armó. Mi madre, colorada como siete pimientos, terminó de entrar en la sala. Se plantó delante de mi padre y le obligó a levantarse. Él tenía los pantalones del mono mojados, en el asiento quedó también una película húmeda. Ella abrió el bolso de esparto hasta dejarlo tan deformado que casi parecía horizontal. Dos libros de tapa dura saltaron al ruedo, uno de ellos, el marrón con letras doradas, sobre una de las alpargatas de mi padre, que acusó el golpe. Arrojó mi madre el bolso sobre la expectante abuela, que tuvo que protegerse la cara con un brazo para que el aire del bolsón no se le llevara los lentes.

— ¡Lee! ¡Qué leas, te digo! — y mi padre, recogiéndolos del suelo, intentó deletrear los títulos.

— Me-di-ta-ci-ones… del… Qui… del Qui-jo-te… José… O… Orte-ga … y… Gas… y Gas-set.

— ¡Esa es una calle del centro! ¡Pregúntale de dónde viene, Lolo!

— ¡Y ahora el otro! ¡Venga, hombre, con más arte! ¡A usted ni se los enseño, porque como no sabe leer… Pero sí que reconoce los santos ¿no? Pues esa es mi cara, en el carnet de la biblioteca. ¡Fuera de mi casa, mala pécora, porque si vuelve a poner aquí sus venenosos pies, no la salva ni la filosofía! ¡Bruja! ¡Maldita sea su estampa y la madre que la parió! ¡Que se de prisa, coño! ¡Que la vuelva yo a ver cerca de mi familia!

— Reme, por Dios, que es mi madre… por Dios Reme, delante de los niños no…

La tía Consuelo se sonaba con estrépito en un pañolito de flores azules. La tía Dori meneaba la cabeza, a punto de soltar una de sus frases: “Si no lo veo…” o bien “Si ya lo decía yo…” Cualquiera de las dos era aplicable a todo tipo de situaciones. Purita terminó de cerrar la boca y cuando por fin nos quedamos los tres solos, porque papá voló al taller para no perder ni un céntimo más del sueldo del día, mi madre se sentó en la cocina, sin decidirse a agarrarse a la sartén, indecisa también entre la llantina o la carcajada, incrédula ante las palabras de Purita que con el bolso de charol al hombro se disponía a callejear en busca de un novio, porque todavía quedaba un rato para la hora de comer.

—Resulta que eres una jodida intelectual…

Eva Barro.
PRIMER PREMIO en el Certamen de Relato Breve
“Seba Palacios- Memorias de mujer” de La Guardia, Jaén
Marzo 2014.

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