El aire fresco

EL AIRE FRESCO

El aire fresco llenó sus pulmones cuando salió a la calle, se quedó contemplando las flores rosas de la atmosférica.

–Hola abuelito –le saludó con un beso en la mejilla una joven de veinte años–. ¡Qué bueno que llovió, ya no aguantaba el calorón!

–Sí hija, que yo recuerde, en mis noventa y dos años, jamás habíamos llegado a los 41 grados. ¿Qué será…? –pensativo hizo una pausa–, verás… hace como trece años tuvimos una sequía terrible, llevábamos como seis temporadas de malas lluvias, un día de principios de junio llegamos a los 39 grados, luego ya no volvimos a ese nivel sino hasta ahora.

–Es que con tanta contaminación ya le dimos en la torre al planeta, por eso el cambio climático.

–Pero bueno, con este calorcito el sudor nos ayuda a echar afuera todas las toxinas.

–¡Ay no!, ¡qué cochino!, a mí no me gusta sudar, luego huelo feo.

–Es lo más natural, el sudor ayuda a mantener fresca e hidratada la piel.

–¿Qué te parece si mejor vamos a dar una vueltecita? –sugirió la chica y lo tomó del brazo.

Sus pasos lentos fueron amortiguados por la capa de flores rosas del árbol que formaron una alfombra para cubrir el monótono gris del cemento.

–Pero mira nomás qué mugrero, cuando regresemos voy a tener que barrer la calle –dijo señalando la gran cantidad de flores en el suelo.

–Cubren el camino para engalanar el paso de mi bella nietecita.

–¡Ay abuelo!, tú siempre con tus cursilerías.

Del brazo del hombre, más que apoyarse en él, la muchacha iba firme como un bastón asegurando sus pasos lentos, atenta a las irregularidades de las banquetas, de vez en cuando le advertía sobre alguna piedra, un hoyo o un bordo.

Pasó una familia en motocicleta, el papá guiando, atrás de él un niño como de cuatro años le abrazaba por la cintura, la mamá lo presionaba suavemente desde atrás para asegurarlo en el asiento, y ella a sus espaldas traía a un bebé.

–¿Te fijas abuelo? Qué irresponsabilidad, cuatro en una moto –señaló la muchacha– y lo peor es que ninguno trae casco, no sé cómo no los detienen los de tránsito. Imagínate la tragedia si derrapara.

–Pídele a Dios que no suceda ningún accidente, es el único medio de transporte que tiene esa familia, además es más barato que los autobuses.

En el jardín de la colonia varios niños se divertían en los columpios y los subeybaja, sus risas y gritos dominaban el ambiente, otros saltaban sobre los charcos que había dejado la lluvia. El caminar despacio les permitía observarlos.

–Me acuerdo que un día, tenía como cinco años, me trajiste aquí junto con mi hermano, me ayudaste a subir al columpio y me diste vuelo, sentí que le dabas muy fuerte y empecé a llorar, lo detuviste, para calmarme me dijiste muchas cosas bonitas y al poco rato estaba contenta columpiándome nuevamente.

Múltiples recuerdos pasaron en ese momento, todos relacionados con ese jardín, uno de los lugares predilectos de sus hijos y nietos por estar cerca de la casa y sus juegos infantiles. Cómo les enseñó a cruzar el pasamanos y lo orgullosos que se mostraban al final por la fuerza de sus brazos. Cuando eran más grandecitos se emocionaban con la velocidad y altura de los columpios y los saltos atrevidos para bajarse de ellos que a veces terminaban con raspones en las rodillas que no les detenían sus juegos. Benditos niños. Ya tenía un bisnieto de un año, estaba esperando que caminara solito para traerlo a jugar al parque también.

Siguieron su paseo por las calles de la colonia, ella, siempre atenta, señalaba las cosas que se convertían en obstáculos para el anciano, como los portones de las cocheras que los dueños dejaban abiertas, la basura, los carros estacionados arriba de las banquetas, las ramas bajas de los árboles, los excrementos de los perros, siempre acompañados de un comentario mordaz o negativo.

–Creo que no te has dado cuenta –le dijo en tono cariñoso a su nieta–, desde que salimos casi nada más te has fijado en las cosas negativas, tienes que aprender a pensar en positivo, a ver las cosas buenas de la vida para disfrutarlas, ¡pareces una viejilla renegona! Así nadie te va a querer.

–Pero es que, abuelito, alguien debe señalar lo que está mal, si nadie lo dice nunca los vamos a corregir, eso es un defecto de nuestra cultura.

–Tienes razón, pero solo has hecho corajes y no has corregido nada. Lo mejor es actuar con los medios adecuados para obtener los resultados que deseas.

Cuando regresaban a la casa pasaron nuevamente por el jardín. En una banca debajo de un árbol vieron a una pareja de novios, sentados muy juntos con las manos entrelazadas, por el movimiento de sus labios se veía que se cuchicheaban palabras amorosas refrendadas con sus miradas llenas de ternura.

La joven se quedó callada, sus ojos perdieron el brillo, veían hacia adentro. El anciano mantuvo el silencio por unos minutos mientras seguían su caminar.

–¿Qué te pasa?

–Nada –respondió con tono de voz apagado.

–¿Quién te robó la chispa? Como que de repente se te acabó la pila.

La joven hizo una mueca de sonrisa por la ocurrencia.

–Es que… –la idea se quedó atorada en los ojos junto con un par de gotas que querían salir, pero no podían.

Siguieron caminando en silencio, ella del brazo del anciano, no encontraba las palabras para decirle lo que le había impulsado a invitarle a pasear, hasta que al fin la confidencia rompió sus cadenas, le explicó que la tarde anterior había tenido un desacuerdo con su novio y se despidieron enojados. Todo empezó por una fruslería, un detalle que ella le señaló y a él no le gustó la forma como se lo dijo, eso detonó la discusión para terminar mal. Ella estaba triste, tenía miedo del rompimiento.

–Recuerda que eres su compañera, no su mamá para estarlo corrigiendo en todo. Tienen que hablar con calma –recomendó la voz serena del abuelo–, explicarse las cosas, las reacciones, para acabar con los malentendidos. Verás cómo arreglan las cosas y todo va a mejorar.

El anciano cambió el rumbo para alargar el paseo con un rodeo, el silencio entre ambos se mantuvo en una comprensión mutua, más elocuente que mil palabras. Hasta que sintió que su nieta había recobrado la calma reorientó el camino a casa. Cuando llegaron, una buena cantidad de abejas revoloteaban entre las flores del árbol.

–Mira las abejas –señaló el hombre–, la vida es constante movimiento, hay que estar siempre ocupados con algo bueno, ¿por qué crees que tu abuelita siempre está haciendo algo? Cuando no está tejiendo, borda, o hace pulseras, o nos hace unas galletitas de cerveza rellenas de mermelada de higo. No nada más se entretiene, eso la ayuda a pensar positivo y nos regala cosas bonitas a todos.

Ya no platicaron más, revitalizados por el aire fresco, simplemente entraron a la casa.

Phillip H. Brubeck G.

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