El canto de la vida: La niña O’dam
“Cuando golpeas a una mujer,
no solo estás lastimando su cuerpo,
estás desollando su alma”.
El atardecer de la sierra de Durango era testigo de las huellas que dejaba Litza al andar por todos sus alrededores. La sangre que circulaba por las venas de la niña O’dam cuyos ojos rasgados como la media luna y dueña de una piel suave de color bronce, hacía que las noches de diciembre fueran cálidas al arroparse con su larga y negra cabellera. En medio de los pinos, se divisaba un pequeño cuartucho (hogar de la pequeña), cuyo piso adornaba sus pies de tierra y las paredes delineadas con pedazos de madera y lámina, le servían para guardar el calor y soportar los crudos inviernos. La luz que se colaba a través de una pequeña ventana durante el día, eran las cortinas doradas del sol y por las noches, una pequeña vela era suficiente para tener visibilidad en la oscuridad. El lugar donde vivía Litza, era un cacho de tierra lleno de árboles y piedras perdida en medio de la nada. El olor a tierra mojada, el canto de los pájaros, el agua del río, los rayos del sol (desde el amanecer hasta la noche), la brisa nocturna y la luz de la luna; eran los fieles acompañantes de la niña y su madre. Por las noches, cuando el viento soplaba incesante, las ramas de los árboles le cantaban a la pequeña el canto de la vida, un canto que ella disfrutaba toda la noche (pues la arrullaba) y hacía que una fuerza mágica brotara desde el centro de su corazón y la envolviera en cuerpo y alma.
Por las mañanas, la pequeña se recostaba a la orilla del río y escuchaba las historias que su madre le narraba sobre dioses, guerreros y doncellas. Litza se imaginaba todos esos mundos fantásticos en dónde solo ella existía y a su lado un corcel blanco con alas de águila, el cual, se había convertido en el fiel acompañante que se encargaba de llevarla a recorrer mares y montañas, bosques y lagos colmados de seres pequeñitos que eran los guardianes y arquitectos de los templos en donde moraban los dioses. La pequeña O’dam soñaba con poder tocar con sus manos los mundos mágicos que su madre le relataba. No entendía por qué su mundo era solitario y hostil, pues cuando escuchaba en la lejanía voces y rugidos, su madre de inmediato le ordenaba que corriera hacía la cabaña y se metiera atrancando la puerta con un trozo de madera pesado y se ocultara debajo de la cama sin hacer ruido alguno. La niña solo podía escuchar su respiración y el palpitar de su corazón desorbitado al punto de sentir que su pecho se fragmentaba. Alrededor de la cabaña, imperaban los rugidos, golpes estruendosos y voces escasas de oxigenación que, poco a poco, iban alejándose del lugar. Litza, abrazaba sus piernas con sus ojos cerrados e iba quedándose dormida hasta que la noche la sorprendía y se despertaba percatándose de que se encontraba recostada ya en su cama arropada, mientras que los dedos de las manos de su madre le cepillaban cariñosamente su larga y negra cabellera, musitándole el canto de la vida. La pequeña O’dam no comprendía por qué tenía que esconderse debajo de su cama y mucho menos entendía esos ruidos extraños que se escuchaban mientras permanecía oculta hasta que la noche llegaba. El frío de la sierra de Durango no le importaba. Litza había aprendido a lidiar con las inclemencias del clima, estaba dispuesta a enfrentar cualquier tempestad por tal de que su madre y ella emprendieran la marcha hacia un mundo en donde no tuvieran que vivir atadas al miedo. Las piedras, el agua de los ríos, las espinas, los alacranes y las serpientes, no eran obstáculo, sino todo lo contrario, el deseo por caminar hasta el último tramo de la tierra para encontrar el camino hacia la salvación, era el sueño anhelado.
La niña O’dam podía ver en los ojos de su madre el miedo que la paralizaba. Sabía que ese miedo hacía que su voz no se asomara al mundo exterior. Los colores rojo y morado alrededor de su cara aparecían y desaparecían asiduamente. Había días en los que la tierra se matizaba de rojo. La libertad era un sueño. El cuartucho de la sierra y sus alrededores eran una prisión que la pequeña no sabía el por qué su madre y ella estaban pagando una condena, que no merecían. No podían hablar con nadie. Estaba prohibido. Su madre le decía que las peores bestias que se podían topar en la vida, era la gente que deambulaba a sus alrededores; así que la pequeña en cuanto divisaba a alguien acercarse, reaccionaba corriendo hacia su casa y se encerraba hasta que los transeúntes se alejaban. Las mañanas eran los momentos en que la tranquilidad imperaba. El mediodía era el preludio a los misterios de las tormentas vespertinas. La tarde era el golpeteo abismal al pecho y la asfixia a la mente y el alma. Los ojos, eran la tiniebla forzada y los oídos, la gota que envenenaba el tiempo alimentado por el miedo. ¿Qué está pasando? ¿De dónde vienen esas bestias que bordean el hogar de la niña O’dam? Los rugidos han aturdido la tierra y el trémolo de las aguas han anidado la incertidumbre. La tarde había llegado. La madre de Litza le había ordenado que se escondiera debajo de la cama (una vez más). La pequeña obedeció de inmediato el mandato (como siempre lo hacía), pero su voz mental le ordenó salir en el instante en que el fragor avasallara. La pequeña se había dado el valor de abrir los ojos, levantarse y salir debajo de la cama para quitar el tronco que aseguraba la puerta y poder atestiguar lo que estaba sucediendo afuera de su morada. Sus ojos no podían creer lo que estaban viendo: un demonio cuyos ojos destellaban fuego y embravecido bramaba a los cuatro vientos. Su cuerpo parecía un tronco que se retorcía entre la tierra, las piedras y los árboles. Tenía las manos del tamaño de una montaña y el rostro atestado de telarañas que no permitían verle la cara. El ruido que emitía al respirar provocaba que los oídos quedaran confundidos. La fuerza de la bestia era descomunal. La niña atemorizada buscaba a su madre. No le importaba si tenía que pasar frente al demonio. El ocaso se había vestido de púrpura. La tierra expelía el miedo que se había enraizado en la mirada de la mujer. El yermo curvo, profesó el aciago de los párpados atrapados en el lóbrego de la tarde: fragmento del canto en la sangre y el mar en llamas bajo la piel. La memoria abrió la puerta al relámpago que destrozó la quietud y alimentó el ágata que erigió el río en la frente.
El silencio resurgió enredado entre la sal del mar de un siglo por un instante. La noche se abrasó en la llama carnicera que cegó la inocencia de las almas. No era un hombre, era una bestia. No era su padre, era el demonio ataviado de carne y hueso que escribió de rojo el vientre de su madre. La soledad fue el grito disperso en la raíz del miedo que yace en el subconsciente y se reproduce a cada segundo. Un río de oscuridad avasalló los párpados y el trémolo de la tierra al escuchar el caminar de los árboles hacia la cumbre del cielo embriagado del nocturno perene, abandonó el llanto y recibió las ramas desnudas. Un destello dispersó las alas. El cuerpo de la niña fulguró en la tersura de la nube y su sangre abrasó los ojos de la bestia y lo arrastró hasta el abismo para alimentarlo con las entrañas de los cuervos. Tarde llegó, el sosiego. El cuerpo de la niña O’dam quedó sembrado en la sierra de Durango y dio a luz un formidable encino, cuyos frutos son el canto de la vida y la justicia que viste de dorado las tardes, en las que su madre camina descalza, bajo el templo del cielo que alberga la esperanza que alguna vez había extraviado y que Litza le otorgó aquella tarde, devolviéndole la libertad cuando su resplandor cegó para siempre, a la bestia.
Lucero Mercado.