El puente

EL PUENTE

Ahí enfrente arranca la montaña, suavemente al principio, un mar verde que se aleja y eleva hasta el horizonte donde la neblina, temprano, impide ver los picos.

A mis lados fluye el río, tranquilo en esta época del año, revuelto y alebrestado más adelante, donde ya no se divisa ni gente ni los temascales agrupados ahí abajo, muy cerca de donde las mujeres lavan rodeadas de pequeños silenciosos que no se acercan al agua.

En donde arranco es el sitio de reunión de los tamemes, bestias humanas que prestan el servicio de acarrear las compras, las posesiones, de quienes emprenderán la marcha hacia arriba, a las moradas perdidas entre el follaje. Dicen que la montaña está habitada por descendientes de quienes en algún momento de su vida huyeron, de la justicia, de ejércitos propios y extraños. Probablemente fue cuando yo no existía y debieron cruzar a nado o en alguna embarcación rústica, pero esto último no lo creo. Si huían, ¿iban a traer consigo una barca? ¿de dónde sacarla en un sitio como este, despoblado ahora, más despoblado antes?

Como decía, aquí de este lado esperan los tamemes a los viajeros. Colocan mantas grandes, fuertes y sucias en el suelo y en ella vuelcan indiscriminadamente los bultos y paquetes, antes de cruzar. Revueltos van todo tipo de cosas: víveres, ropa, aperos de labranza algunas veces. Amarran el lío que se forma y lo colocan de una manera especial sostenido por el mecapal que tienen ya en la frente y que con los debidos correajes descansará en la espalda. Con el bulto enorme se alejarán a trote leve, a saltitos, mientras los “clientes” siguen el paso detrás, con las manos libres cuando no llevan armas, de las que nunca se desprenden, y que portan cuando van de cacería, aunque tratan de esconderlas o al menos de disimularlas. Están prohibidas. Antes era más libre esto de las armas pero en los últimos tiempos con lo que le llaman vedas, con lo revuelto de la política local no están permitidas, mucho menos llevarlas consigo, aún teniendo permiso, por lo que me he podido enterar.

Algunos vienen a cazar, otros regresan a sus ranchos, pequeñas plantaciones de café que en esta zona se da muy rico. Con costales, en mulas, vuelven tras la época de cosecha; los veré venir y cruzarán ellos solos su mercancía porque los tamemes hacen el viaje de ida, pero en sentido contrario no dan el servicio. Bajar cosas, o gente, es un problema, por eso se mueren tantos allá arriba, no hay manera rápida de bajarlos si esperan hasta lo último, cuando el enfermo ya no puede caminar por su propio pie.

Entre los viajeros también están los que suben sin contratar a nadie pero armados, incluso sin esconder nada. Van a dirimir alguna controversia, lío de tierras, rencores, van a rescatar a sus mujeres o hijas robadas, a recuperarlas o dejarlas muertas también.

Antes, cuando no habían levantado los temascales existieron lo que llaman tabernas, destilerías clandestinas. Esas sí las vi. Estaban por donde se divisan aquellos árboles: eran pequeñas y en ellas hacían la molienda para alimentar al alambique; el bagazo se quedaba tirado a la vera del río; la gente de un ranchito cercano tenía puercos y los echaban a comer; andaban medio borrachos porque en el bagazo algo queda. Llegaban los que compraban para comerciar el licor, también los que lo adquirían para el consumo y ahí mismo bebían hasta quedar tirados; duraban días. El olor dulzón llegaba hasta aquí. Y el ruido.

Entonces yo estaba nuevo, recién nacido. Las pequeñas maderas de mis cien metros se veían firmes, al igual que las sogas fuertes que pusieron a los lados para protección de los que cruzan, esas que están ya hechas hilachos; todo por servir se acaba. No es solo el tráfico de personas que a fin de cuentas no es mucho, ni de animales, que esta zona es cafetalera, no de ganado; es más bien el tiempo que sobre mí también pasa. Así como a los tamemes los he visto avanzar en años, morir tras muchas subidas, quedar secos, enclenques, yo he ido cambiando un tanto cada año con las crecidas del río que cuando viene rugiendo de ese lado inunda todo y no hay quien se atreva a cruzarme; es cuando me quedo meciendo de un lado a otro, pero fuerte, lavado y recontralavado, viendo pasar, a veces sobre mí mismo, ramas, árboles, animales, restos de cosas.

Cuando esto ocurre viene luego una etapa triste de los que buscan en la orilla restos de sus pertenencias, algunas cosas que puedan servirles. Vienen desde lejos a buscarlas en ese recodo. Hay de todo, los que después de una desgracia buscan porque a eso se dedican y los verdaderamente afectados, en ocasiones con la esperanza de dar incluso con algún familiar, ahogado, claro está, pero en esta parte poco es lo que encuentran pues no hay nada que lo detenga, todo son lajas planas, lisas, nada en que atorarse. Alguna vez me esforcé en retener entre las sogas a alguien que pasó, aún no muerto, pero fue imposible. Se fue, se fue con el río.

Y tras la hecatombe vuelve lentamente la tranquilidad, el nivel del agua baja, la gente regresa y vuelve a cruzarme, pero lo que el río hace ocasiona que también a mí me vean con miedo, como si fuese culpable. ¡Si supieran! Creo que por eso los niños aquí siempre están callados y no se meten al agua, y hay gente que tiembla al cruzarme. Les entiendo. ¿Quién podría saber lo que pienso?

Mercedes Escamilla.

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