Huellas del alma

HUELLAS DEL ALMA

Siempre juré que no iba a repetir los mismos patrones que vi como ejemplo de mi madre, de mis abuelas, de mis tías.

Siempre dije que yo iba a romper ese molde que traemos mal diseñado desde hace mucho tiempo.

Era una religión ver que casi todos los días Juanita, mi madre, era golpeada por cualquier circunstancia que, muchas veces, ni siquiera eran motivo de molestia; pero mi padre, fiel a esta maldita costumbre en el pueblo de mostrar que son muy hombres agarrando a golpes a las mujeres, humillándolas, denigrándolas, haciéndolas sentir peor que basura, terminaba agrediéndola sin ninguna compasión.

Yo crecí siempre con el miedo de que un día mi madre recibiera un mal golpe y que fuera a tener graves consecuencias. No lo niego. Muchas veces imploraba para que mi padre se muriera. Pero parecía que entre más lo pedía, más salvaje se volvía.

Recuerdo que Fulgencio se levantaba muy temprano para irse a la parcela a realizar la labor. Era un hombre trabajador. Siempre le reconocí eso. Podría decir que mientras no bebiera hasta embrutecerse, era un buen tipo; desgraciadamente, cuando los rayos del sol comenzaban a caer, se dirigía a la pulquería para encontrarse con esa bestia que lo poseía y lo hacía dañar a la pobre de mi madre.

Yo estaba muy pequeña, pero recuerdo muy bien que, ya caída la noche, me asomaba por el hule que cubría la ventana de la cocina para ver si se me concedía el milagro de ver llegar al viejo sin estar embrutecido por toda la mierda que le vendía don Higinio, el propietario de ese lugar de malas entrañas.

Lo miraba con tristeza dando tumbos en las casas que presenciaban su desfile hacia la vivienda donde estábamos mi madre y mis hermanos. Lo escuchaba alegar con el aire. Le manoteaba. Mentaba madres a todos los que, imagino, le generaban algún resentimiento y no se los podía reprochar; así que la que pagaba los platos rotos, era mi madre.

Mis hermanos, mayores que yo, salían despavoridos antes de que llegara “el demonio”. Así le decían. Yo me escondía en el chiquero de los cochinos mientras mi madre, resignada a recibir el castigo, le esperaba con su cena servida en la mesa, esperando el milagro de que en esa ocasión las cosas fuesen diferentes.

En el pueblo había un pequeño dispensario. Este era atendido, al principio, cuando empezó a funcionar, por la doctora Matilde. Un pan de Dios que llegó a brindar un poco de esperanza para que las pobres mujeres, como mi madre, no permanecieran tanto tiempo con las huellas que quedaban en cada milímetro de piel que era impregnado por el salvajismo imperdonable de la mayoría de los hombres del lugar.

Ella les recetaba y les entregaba de manera gratuita algún tipo de medicamento que les ayudara a desaparecer con más rapidez los moretones e inflamación que quedaba de aquella lucha desigual a la que, sin pedirlo, muchas mujeres tenían que soportar y quedar con los brazos… Con el rostro… Y el cuerpo, con heridas que tardarían algunos días para sanar; sin embargo, lo que nunca pudo ayudarles a sanar, son esas heridas en el alma que suelen permanecer allí, de por vida.

La doctora Matilde no estuvo en la comunidad durante mucho tiempo. Lamentablemente, la mayoría de los hombres se salieron con la suya y terminaron por echarla del pueblo. Y cómo no, si don Faustino, el mismo Presidente Municipal, se reunía en ese lugar en el que el demonio se apoderaba de quienes bebían ese néctar que provocaba tanto mal.

El muy cínico justificó el destierro de la Doctora con argumentos poco creíbles:

“La doctorcita se fue porque se hartó de que en este pueblo no pasa nada y se la pasaba aburrida sin nada que hacer; que mejor se iba a la capital; que estar allá, es mejor que desperdiciar sus conocimientos en un lugar como el nuestro. Imagínense, gente malagradecida. A eso vienen de la capital, nada más a burlarse de quienes hemos nacido en San Juan».

Todos, incluido él, sabíamos que eso no era cierto. Ramona, su esposa, quien por cierto también sufría del mismo mal, un día en una reunión con mi madrina Gertrudis, le dijo que don Faustino estaba muy molesto porque la doctora Matilde “andaba alborotando el gallinero”; según él, metiéndole ideas pendejas a las mujeres del pueblo y aconsejándolas que tenían que estar unidas para rebelarse contra los hombres.

La Doctora tuvo que salir huyendo porque, aunque se nos informó por parte del padre Joaquín, el párroco de nuestro Templo, que nuestra “salvadora” se iba del lugar por motivos personales, la realidad que la puso en destierro fue que don Faustino y un grupo de visitantes de la cantina de Higinio, incluido mi padre, la presionaron y hasta amenazaron para que se fuera y nos dejara a la deriva.

Pasaron los años y me convencí de que mi padre nunca iba a cambiar y también me convencí, que mi madre jamás dejaría “esa cruz” que le había tocado vivir.

De una cosa sí estaba segura: Yo no dejaría que se repitiera la misma historia.

Me costó mucho trabajo poder seguir estudiando. Mi padre permitió mucho al dejar que terminara la primaria. Recuerdo muy bien que yo le decía a mi madre que la iba a ayudar igual que la doctora Matilde ayudaba a las mujeres; aunque yo le decía que no solamente les iba a ayudar a sanar las heridas que dejaban en su humanidad los golpes de los machos del pueblo; sino que yo les iba a ayudar a sanar su alma y que por eso quería ser psicóloga.

Recuerdo muy bien que mi madre se convirtió en mi mártir; pues mi padre le puso una tremenda golpiza cuando le dijo, una vez que terminé la primaria, que ella me apoyaría para poder prepararme y que pudiera ser una psicóloga.

Insisto, recuerdo muy bien que mi madre gritaba, desesperanzadamente, mientras mi padre la golpeaba y yo… Yo era trasladada a la casa de Gertrudis, mi madrina de bautizo; a quien, en parte, le debo que pude terminar mi carrera.

No me separé por completo de mi familia. No podía hacerlo, pues, saber que mi madre seguía pasando aquel infierno con mi padre y, saber que mis hermanos al paso del tiempo se fueron convirtiendo en una réplica que, sin llegar a golpear a mi madre, sí la trataban de la peor manera que se pueda una persona imaginar.

Concluí mi carrera y, unos años después, Gertrudis me comentó que había hablado con el padre Joaquín, quien le sugirió que al dispensario, al que había llegado un médico para hacerse cargo, le hacía falta ofrecer atención y asesorías psicológicas al pueblo en general; que de esa manera podría aceptarse por parte de don Flavio, quien era el actual Presidente Municipal.

Yo me emocioné en poder ayudar a mi gente; sin embargo, había en mí, fundadamente, ese temor de que me fuera a pasar lo que le pasó a la doctora Matilde.

“No va a pasar nada, hija. Las cosas han cambiado… Un poco, pero han cambiado. Ya como que los hombres se han detenido un poco por alguna razón que, desconozco, pero que agradezco”.

Acepté primero, porque iba a poder ayudar en cierta manera a que las mujeres de mi pueblo fueran cambiando “el destino” que les había tocado vivir, entre ellas a mi madre; segundo, porque mi madrina Gertrudis, me animó recordándome que yo no quería repetir los mismos patrones y que tenía una oportunidad muy grande para arrastrar hacía otro camino a más mujeres.

Tengo que decir que no fue nada sencillo. Yo sí me aburría de ver que en el consultorio no pasaba nada, mientras al exterior sucedía todo.

Debo decir que al paso de dos o tres meses, logré que un grupo de mujeres, inspiradas en mi madrina Gertrudis, quien era una mujer con un carácter y un temperamento muy fuertes y que nunca permitió que nadie la tratara de mala manera. ¿Golpes? Menos. Siempre decía que los únicos golpes que debemos aguantar, son los que da la vida y que debemos enfrentarlos con valentía.

Y desgraciadamente eso. Un golpe de la vida, llegaba a mi humanidad, llenándome de un dolor inmensamente fuerte.

Un par de meses atrás, recién llegué al consultorio, afortunadamente dejó de existir mi padre. Confieso que sentí algo de tristeza por su partida; sin embargo, una sensación de infinita calma invadió mi vida y, estoy cien por ciento segura, que la de mi madre también, aunque ella sí, manifestaba su pesar por la partida de quien compartió su vida, y miles de golpes, por muchos años.

Aunque ese no fue el golpe recibido. Mi madre, quien aguantó a lo largo de sus años un sinfín de golpes del cobarde de mi padre, comenzó a manifestar algunas acciones y actitudes que me comenzaron a preocupar. Y si digo me comenzaron, es porque mis hermanos nunca le prestaron atención a nuestra madre.

Comencé a notar que olvidaba cosas. Siempre me decía que le faltaba dinero. Repetidas ocasiones me percaté que en el baño que le construí, junto con mi madrina, porque ni eso pudo hacer el bueno para nada de Fulgencio, dejaba trastes de la cocina; y fue hasta que una ocasión mi madrina la invito al Rosario de una Virgen de la Concepción que recibió en la casa una de sus hermanas. Mi madre nunca llegó.

La angustia carcomía cada uno de mis minutos sin saber de ella. El terror invadía, como cuando pequeña, mi cuerpo y mi alma.

En aquel tiempo, al saber qué iba a pasar y que después de unos golpes propinados por mi padre, ella quedaría en el suelo y yo saldría de mi escondite para limpiarle la sangre rebajada con sus lágrimas al tiempo que la estrechaba contra mi pecho, me tranquilizaba a pesar de tener la sangre hirviendo por el odio que llegué a sentir por Fulgencio; sin embargo, ahora, no saber en dónde estaba me destrozaba el corazón; taladraba mi mente con ideas tan pesimistas. No era para menos.

Afortunadamente, San Juan no es muy grande. Recorrimos una a una las calles hasta que, Pedrito, el hijo del tendero, me dijo que había visto a mi madre caminando rumbo al arroyo con una cubeta.

Pasando el arroyo, las mujeres que me ayudaron a buscarla y que eran parte de las mujeres que se habían acercado a mí para ayudarlas a irse empoderando y tratar de cambiar nuestro destino, la encontramos sentada sobre el suelo. Como ida. Me entristeció mucho verla así. La incorporé y le pedí regresar a la casa; sin embargo, su respuesta me congeló por completo: ¿Quién es usted señora?

Después de ese momento mi vida cambió radicalmente. La llevé a la capital al médico y, desafortunadamente, mi sospecha se convirtió en una realidad. Mi madre… Mi Juanita… fue diagnosticada con Alzheimer.

Todo parecía indicar que la vida le estaba cobrando algo que debía pagar de una manera. Cuando logró quedar libre de quien la medio mataba a golpes, ahora estaría presa de esta enfermedad que poco a poco le iría consumiendo la poca vida que le quedaba.

A mí, terminaron por desterrarme del dispensario con el pretexto de que no era posible que una mujer se la pasaba aconsejando a las “viejas” del pueblo. Que todo lo que yo les decía era porque estaba igual de loca que mi madre y que, por ningún motivo, lo iban a permitir; para esto, Flavio, había concluido su periodo en el municipio y, como un verdadero chiste de la vida, quien quedó en su lugar fue nada más y nada menos que Higinio. Sí. Ese ser despreciable que se ha encargado de embrutecer a los hombres durante años y que ha sido el responsable de muchas cosas que se viven en San Juan.

Obviamente, él fue quien más estaba interesado en que yo dejara de lado las terapias de las mujeres del pueblo.

Obviamente, él, más que nadie, estaba contento de que mi padre ya no estuviera entre nosotros. Se le fue un tarugo, pero le llegaron dos. Sí. Mis hermanos han repetido el ejemplo de mi padre. De hecho, ellos, me obligaron a hacerme cargo del cuidado de mi madre desde que se le diagnosticó su enfermedad.

“Tú eres la mujer, eres la más chica y eres quien se tiene que hacer cargo de la vieja; además tú estudiaste para atender locos”.

Esa fue su justificación estúpida para dejarme toda la carga, no solamente de mi madre, sino de la casa. Al menos mi padre era un hombre trabajador; pero este par de parásitos se la pasan de vagos y en la pulquería.

Para mí es muy triste ver la manera en que el tiempo va consumiendo cada vez más la salud de mi madre.

Es muy triste ver la manera en que mis hermanos desperdician su vida sin oficio ni beneficio. Ni siquiera para atender a su madre o apoyarme en los gastos de la casa.

Ha sido muy triste ver que las mujeres de mi pueblo quedaron abandonadas a su suerte nuevamente; algunas de ellas que iban avanzando en su trabajo para salir de su círculo de violencia, regresaron a lo mismo; pues no tienen ya esa mano que les daba fuerza.

Y por supuesto, es más triste para mí que, después de tanto esfuerzo para que las cosas fuesen diferentes a las que mi madre y muchas mujeres del pueblo vivieron; tuve que abandonar todas mis luchas por una sola razón:

“Mi Juanita… La cruz que me tocó cargar”.

Marco Antonio Espinosa López (El Alter).

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People Comments (2)

  • Lourdes Brubeck marzo 11, 2024 at 5:06 am

    Los golpes y las palabras cargadas de odio y saña dejan cicatrices profundas.

    • admin marzo 11, 2024 at 8:10 pm

      Efectivamente Lourdes, esas son las huellas del alma a las que se refiere Marco Antonio.

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