El susurro del viento

El susurro del viento

(Tercera parte de El Guardián de la Cueva del Diablo)

El tiempo transcurrió callado, el viento entraba y salía de la cueva silencioso, pero cada vez que lo hacía eran años que pasaban afuera de ella.

Alia había crecido. Ya no era aquella delgada chica que encontró al Guardián en la entrada de la Cueva. Ambos se complacen en descubrirse el uno al otro. Compartían la ausencia, el dolor de la pérdida de los que amas, y la oportunidad de aprender uno del otro. Esto la complacía, aunque el temor seguía escondido en su mente: el momento inevitable para despedirse de él.

Darío insistía que debía practicar todos los días, hasta que su bastón y ella fueran uno solo.

Alia giraba sobre sí misma, el bastón trazando círculos en el aire, parecía una danza ancestral. Desprendía destellos cuando tocaba la tierra antes de lanzarlo al aire y recibirlo en sus manos, una y otra vez, sin que su vista lo guiara. Era su instinto el que debía sentir en cada movimiento, cada caída. Sus movimientos eran firmes, precisos. Sus brazos, antes delgados, ahora mostraban la tensión de músculos curtidos por el entrenamiento. Las piernas, ágiles, sostenían el peso de su giro con una gracia que Darío no había visto antes. Su cabello, largo como un río oscuro, caía más allá de sus caderas, danzando con el viento como si también combatiera.

Darío la observaba desde la entrada de la cueva, apoyado en su bastón. No dijo nada. No interrumpió. Solo dejó que el recuerdo lo alcanzara.

—Así se movía Elena —murmuró, más para sí que para ella—. No con fuerza, sino con propósito.

Alia se detuvo. El sudor brillaba en su frente, pero sus ojos estaban serenos.

—¿La extrañas?

Darío asintió, sin mirar directamente, su rostro se relajó y su mirada perdida parecía verla delante de él, justo al lado de Alia. Se sentó en una de las rocas cerca de la entrada, como si hubiese perdido el equilibrio. Apoyado en su bastón, juntó sus manos.

—La conocí cuando el mundo aún sangraba. Después de la guerra, cuando los campos eran cenizas y los ríos llevaban más sangre que agua. El pueblo fue atrapado por un frío que no venía del invierno… era la enfermedad. La llamaban “la sombra negra”, porque se llevaba la luz de los ojos de quien tocaba. Primero la fiebre, después la vista perdía su brillo y luego poco a poco, los pulmones se secaban desde adentro. Elena fue la última en resistir.

Alia se acercó, sin hablar. Se sentó junto a él, dejando que el silencio tejiera su espacio.

—Yo era alquimista —continuó Darío—. Buscaba transformar el dolor en algo útil. Pero ella… ella entregaba esperanza. Cuidó de cada uno, los veía partir, pero había poco que pudiera hacer.. Soñaba con proteger los cristales, con que algún día alguien digno los usara para sanar, no para destruir ni llevarlos lejos. Cuando la sombra la alcanzó, no dijo nada hasta que la fiebre la consumió. Solo me pidió que cuidara la cueva, que la ocultara de los hombres ambiciosos y crueles. Que esperara. Alguien llegaría con ayuda, pero nunca llegó. Y ella partió. Los dos solos, con tantos muertos, no pudimos resistir. La traje conmigo a la cueva, enterré su cuerpo dentro de ella y no salí nunca más. Lo que sabía con mis remedios no me sirvieron de nada. Me odié durante muchos años.

—¿Y nadie vino después? ¿Nadie supo que estabas aquí?

—No —respondió él—. La soledad y la ausencia de Elena helaron mi corazón. En el lugar de su casa, los que llegaron después construyeron la Iglesia. Por eso visitó el lugar cada inicio de año, para recordarle a la tierra que sigo aquí, esperando por ella. Con los años aprendí que los pocos momentos que pudimos estar juntos –nuestros besos a escondidas y las noches largas contemplando la luna que bailaba con las nubes y el viento–fueron lo que me mantuvo con vida. El amor no es posesión, Alia. Es saber que el tiempo compartido es un regalo, no una deuda. Elena me enseñó eso. Y tú… tú me lo recuerdas.

Alia bajó la mirada. El viento sopló entre las piedras, como si quisiera decir algo. Como si el susurro de Elena aún viviera allí.

—No soy ella —dijo Alia.

—Lo sé, pero llevas el mismo fuego. Y eso basta.

El viento se arremolina entre ellos. No como un llamado, sino como un susurro que confirma lo que ya saben: que el amor, cuando es verdadero, no se queda… pero nunca se va del todo.

Esa noche, Alia no encendió el fuego. Se acostó sobre la piedra tibia, con el bastón a su lado, y cerró los ojos mientras el viento acariciaba su rostro como una mano conocida. El silencio de la cueva era profundo, pero no vacío. Algo se movía entre las sombras, algo que no era miedo… era un llamado.

El sueño llegó sin aviso.

Alia caminaba por un páramo cubierto de niebla. No había luna, pero el cielo brillaba con un resplandor suave, como si las estrellas se escondieran y hubieren desaparecido del todo. El viento soplaba entre los matorrales secos, y en su murmullo, una voz comenzó a formarse.

—Alia…

Ella se detuvo. Frente a ella, la niebla se abrió como cortina, y una figura emergió: una mujer de cabello largo, vestido de lino claro, con ojos que no miraban, sino que envolvían. Era Elena.

—¿Eres tú? —preguntó Alia, sin mover los labios.

—Soy el susurro que Darío guarda. Soy la memoria que vive en esta cueva. Soy la promesa que no se cumplió… hasta ahora.

Elena se acercó, sin tocarla, pero Alia sintió el calor de su presencia como si el sol hubiera salido en medio del sueño, como si estuviera tan viva como ella. En sus oídos escuchaba el latir de su corazón.

—Darío debe partir. Su alma está cansada. Ha esperado más de lo que un corazón puede resistir. Pero tú… tú aún tienes camino.

—¿A dónde debo ir?

—Al pueblo. Al páramo olvidado. Donde la peste aún se esconde en los rincones y los niños no conocen el canto del río. Allí hay quienes esperan sin saber qué esperan. Tú puedes ayudarlos.

—¿Cómo?

Elena extendió la mano. En ella, una hoja de papel antiguo, con letras escritas con tinta de musgo.

—Darío escribió lo que aprendió. Remedios ancestrales, mezclas de hierbas, infusiones con el musgo que crece en las piedras de esta cueva. Él no pudo salvarme, pero puede salvar a otros… a través de ti. Hace muchos años que Darío es solo una imagen que la cueva refleja, ya no puede viajar con ellos, no como puedes hacerlo tú.

Alia tomó el papel. Al hacerlo, el viento se arremolinaba a su alrededor, como si celebrara la decisión.

—¿Y a tí? ¿Volveré a verte?

Elena sonrió. No con tristeza, sino con certeza.

—Soy el viento que te guía. Cuando dudes, escucha. Cuando temas, respira. Cuando ames… recuerda. No soy cuerpo, pero soy camino.

La niebla comenzó a cerrarse. Elena se desvanecía, pero su voz permanecía.

—Sal de la cueva, Alia. El mundo te necesita. Y Darío… necesita descansar.

Alia despertó con el primer rayo del sol. El papel estaba en sus manos. El bastón brillaba con una luz tenue. Y Darío, sentado junto al fuego, la miraba con ojos tranquilos.

—La escuchaste, ¿verdad? –Alia asintió.

—Entonces es hora —dijo él—. El pueblo espera. Y tú… ya estás lista.

—¿Volveremos a vernos alguna vez? —dijo Alia observando con tristeza.

—Siempre, cada vez que me necesites, me verás como ahora. Soy parte de la cueva, ya no puedo salir de ella, pero tú sí puedes. La enfermedad, “la sombra negra”, volverá al pueblo y muchos que no quieren irse, serán llevados, igual que aquella vez. He preparado para ti una túnica con capa de musgo, que parecerá tela para ellos, para protegerte del frío y para que la sombra negra no pueda verte.

—¿Podré encontrar la cueva de nuevo? —dijo Alia con voz entrecortada.

—Si, tú podrás volver cada vez que me necesites, que necesites de nosotros. —respondió Darío, hizo una pausa y luego continuo:

—Pasaremos unas horas juntos, pero cuando la tarde comience a despedirse, deberás bajar al pueblo sigilosa y ya sabrás que hacer —se acercó para abrazarla.

Alia solo colocó sus brazos alrededor de él y comenzó a llorar, las lágrimas corrían por su rostro. El temor se había vuelto realidad, pero sabía que seguiría con él, porque ella encontraría la cueva de nuevo, era una verdad inmutable.

El momento llegó, Alia y Darío sentados frente al fuego esperan la llegada del atardecer.

Dario le sonrió y le entregó la túnica con la capa de musgo, que al contacto con sus manos se transformó en tela de lino negro y tejido con hilos dorados que bajaban hasta el suelo rozando el camino.

Ella agradecida lo observa con ternura, lentamente se la coloca. Darío le entrega el bastón para que se lo lleve con ella y así, aunque aún no lo sabe, él la regresará a la cueva.

Alia desciende de la montaña con su bastón, envuelta en la túnica de musgo que parece respirar con el viento. La capa ahora cubre por completo los pies de Alia, como si la tierra misma la protegiera. Los hilos dorados se deslizan al borde, brillando como raíces de luz que rozan el camino. El viento la envuelve, y el amanecer parece inclinarse ante ella.

A lo lejos, el pueblo se revela entre la bruma, pequeño pero lleno de historias que esperan ser tocadas por sus pasos.

La montaña no la detiene… la guía.

El viento no la empuja la acompaña.

Mary Agnes Vega.
Venezuela.

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